El pastelero que quiso ser rey

Sebastián de Portugal.

Los cronistas de su tiempo lo describen como “más entusiasta que sensato”. Suspiraba, dicen, con la idea de emular la grandeza de Alejando Magno y edificar en África un imperio magnífico. Pero sus consejeros más prudentes le pedían cautela: su país, el Portugal de finales del siglo XVI, no estaba para ambiciones sin límites ni para aventuras excesivas. Podía avanzar, sí, aunque midiendo cada paso. Pero en Sebastián I, a sus jóvenes e impetuosos veinticuatro años, más pudo la impaciencia que los consejos sabios y, resuelto, armó un ejército de soldados y mercenarios y se hizo a la mar.

En Alcazarquivir, en el norte de lo que hoy es Marruecos, Sebastián se encontró cara a cara con el enorme ejército berebere de Muley al-Malik. El sultán disponía de miles de hombres y caballos, muchos más que el rey portugués, pero no tenía artillería. Y esa era una carencia fatal. Seguro de su victoria, Sebastián dio órdenes apremiantes de ataque. Fue entonces cuando descubrió, desconcertado, que las huestes musulmanas sí tenían artillería, y muy potente, superior también a la de los expedicionarios cristianos. Y la batalla terminó pronto: en seis horas el ejército atacante fue aniquilado, diez mil hombres fueron hechos prisioneros y ocho mil murieron. Una debacle. Era el 4 de agosto de 1578.

Del rey Sebastián no volvió a saberse: su cadáver no pudo ser rescatado del amasijo infernal de restos ensangrentados que quedó en la arena del desierto al atardecer del día que había sido el más ardiente de un verano atroz. Sin embargo, cuatro meses más tarde la corte portuguesa organizó en Ceuta, con lo que pudo, el entierro provisional de su soberano, que en 1580 fue llevado a su sepulcro definitivo en el convento de los jerónimos, en Lisboa. Pero para entonces la leyenda del “rey durmiente” ya era arrebatadora y popular.

Se decía, en efecto, que, quién sabe cómo, el joven y audaz rey había sobrevivido a la matanza terrible de Alcazarquivir y permanecía oculto esperando el momento de volver para conducir a Portugal a su edad de oro. El “Sebastianismo” corrió libre por salones, hogares y tabernas. Unos soldados lo habían visto, herido pero altivo, en un oasis del desierto. Otros lo admiraron cuando, con otros jinetes, galopaba capa al viento en noches obscuras. Y otros lo encontraron orando, ensimismado, ante una cruz de piedra a la vera de un camino. Sus súbditos estaban dispuestos a esperarlo.

Un buen día, veinte años después de Alcazarquivir, Sebastián apareció, avejentado y canoso, en Madrigal de las Altas Torres, en Ávila. Allí era conocido como Gabriel de Espinosa y tenía buena fama de pastelero de paladar fino y modales exquisitos, a quien ni siquiera afeaban las cicatrices de cuatro cuchilladas que le cruzaban la cara. Un fraile agustino, Miguel de los Santos, que había sido confesor de la corte de Lisboa, le había convencido de reaparecer y, más aún, de casarse con Ana de Austria, sobrina del rey de España, Felipe II, para recuperar el trono portugués con la legitimidad plena de los dos linajes reales.

Batalla de Alcazarquivir.

Pero brotaron las sospechas: ¿cómo se había salvado de la matanza?, ¿por qué había tardado tanto en reaparecer? y ¿por qué, teniendo sólo 44 años, aparentaba sesenta y tantos? Lo salvaron, malherido, sus guardias más leales, decía, y avergonzado por haber ido a la guerra desoyendo los consejos más sabios, había decidido hacer esa penitencia larga y dolorosa. Y en cuanto a su apariencia, explicaba que nada envejece tanto como las desdichas, y a él le sobraban. Quienes querían creerle, que eran muchos, le creían.

Su relato terminó desmoronándose: sometido a tormento, confesó ser hijo de padres desconocidos, un expósito dejado a las puertas de un convento, que había malvivido por las ciudades y los caminos de Portugal y España, incluso escabulléndose de fiscales y alguaciles por algún muerto que le debía a la justicia. Cierto parecido físico tenía con Sebastián, y el fraile lo había aprovechado para tratar de que el pastelero se convirtiera en rey y él recobrara su posición de privilegio en la corte. El embuste acabó mal: el impostor y su alcahuete fueron ahorcados, Ana fue enclaustrada en un monasterio lejano y el sueño de que Portugal llegara a ser un imperio formidable bajo un soberano lúcido y decidido, el reaparecido Sebastián, concluyó dos años más tarde, en 1580, con la forzada incorporación portuguesa al Reino de España. Ni más ni menos.

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