Partypooper.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración: Maggiorini.

Edición 454 – marzo 2020.

Malcogida, fea, gorda, machona, boba, odiadora, inepta, drogadicta, ridícula, asesina, feminazi. Todas las que nos dedicamos a esto de luchar por los derechos humanos amanecemos y nos acostamos con esas palabras. Todos los días. Todo el día. ¿Se imaginan?

El odio cala en una, claro que sí, y muchas veces dan ganas de hacerse a un lado y decir: “me cansé, basta, por salud mental me salgo de esto: me voy a dedicar a estudiar pájaros, literatura francesa de vanguardia, orquídeas, vinos”.

Es increíblemente extenuante ser las únicas que ponen el punto sobre las íes de los grupos de WhatsApp familiares, el punto sobre las íes de las redes sociales, el punto sobre las íes de los comentarios de nuestros compañeros de trabajo, amigos o hermanos. Pero, ¿por qué es que nadie más pone los malditos puntos sobre las íes?

Es increíblemente doloroso que seamos quienes denuncian todo lo dañino que pasa a nuestro alrededor y el odio se dirija a nosotras, las que, como el niño de El traje nuevo del emperador, nada más estamos señalándolo. Ser la ponedora del punto sobre las íes nos vuelve antipáticas, aguafiestas, indeseables o, como dicen los gringos, partypoopers (literalmente: “la que caga la fiesta”). A nadie le gusta ese oficio, créanme. Yo lo odio porque ha hecho que la gente que quiero me rechace. ¿No creen que sería más fácil llevar la fiesta en paz?

Ese rol, el de partypoopearlo todo, violenta las situaciones, violenta a los demás y nos violenta a nosotras. Todo es risa, por ejemplo, hasta que le dices al cuñado que ya está bien de hablar de las tetas de su colega o hasta que callas al taxista que odia a los venezolanos, diciéndole que ese mismo odio nos tenían a los ecuatorianos que emigramos o cuando no te ríes de los chistes sobre “maricones” porque el menosprecio a alguien por su inclinación sexual no es gracioso.

La gente que goza de ser machista, homofóbica, xenófoba se ofende, se molesta, reclama que “ya no se les puede decir nada a estas feminazis” (por cierto, debemos ser las nazis más ineptas de la historia porque en lugar de matar nos matan). Y todas las miradas, en lugar de ir a la persona que está burlándose de otros por ser mujeres, homosexuales o extranjeros, van a ti: la fucking partypooper.

“Es un chiste, ¿no entiendes? Yo no decía en serio que las mujeres nada más denuncian a los feos, ¿cómo vas a creer? ¿Es que no tienes sentido del humor?”.

Para esto no, no tengo. En un país donde una de cada cuatro mujeres ha sufrido desde niña algún tipo de abuso sexual no puede ser gracioso el abuso sexual.

Y estoy bastante cansada de recibir insultos sin filtro y sin control por intentar mejorar un poquito el mundo para otras mujeres, para gente que ha venido de fuera buscando una vida mejor, y para los niños y niñas con cuerpos y sexualidades disidentes.

Tal vez este sea el precio que le toca pagar a mi generación para que las siguientes no sean vistas como aguafiestas por defender los derechos humanos. Ojalá a las que vienen detrás no les toque este horrible papel. Ojalá seamos las últimas partypoopers.

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