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Diners 466 – Marzo 2021.
Por Martín González Sánchez
Fotografías: Shutterstock
Los viajes que más importan, los que terminan cuando nos transforman la vida de alguna manera, tienen que ver mucho más con una sacudida interior que con un desplazamiento exterior y físico. Para poder ir hacia adelante, o hacia cualquier lado, suele ser prioritario mirar primero hacia adentro.
I
Viajaba al Perú con dos tickets para ver a Radiohead. Uno de esos le pertenecía a Ella, pero Ella ya no estaba. No me iba a perder el viaje por eso. Iba con el equipaje ligero y con ganas de soltar la cabeza.
Joaco, un amigo de la infancia que vive en Lima, me esperaba con los brazos abiertos a pesar de no habernos visto casi una década.
Un abrazo con olor a sudor después, nos aventuramos en una busetita destartalada desde el aeropuerto Jorge Chávez, junto al Callao, hacia su departamento de universitario en Pueblo Libre, al suroeste de Lima. Me sentía en casa. Uno sabe que está vacilando una ciudad con propiedad cuando rueda en bus, distingue los barrios por su nombre y camina con una fría en la mano.
Joaco tenía planeado llevarme de acampada a Paracas. Iríamos con su novia (ahora ex), un amigo y una amiga suyos. Yo no conocía a nadie más y no tenía la menor idea de dónde quedaba o qué era Paracas. Me preocupaba más saber si en la ecuación había encajado una amiga con quien yo pudiera entablar algún tipo de conexión. Pero no. Tendría que encarar mi soledad junto a dos parejas felices en un lugar desconocido.
Para paliar mi desencanto mi pana me hizo saber que tenía una carta —o, mejor dicho, un cartón— bajo la manga.
II
Después de abastecernos en el mercado de Magdalena del Mar —al norte del famoso distrito de Miraflores— y luego en el súper, dejamos todo en casa de una de las chicas, y Joaco y yo arrancamos la travesía por adelantado. El punto de partida era un club de Barranco, el barrio bohemio. Música electrónica en una casa republicana hasta que el cuerpo aguante. Buena combinación. Nunca voy a olvidar que el lugar, además de todo, se llamaba Fuga.
Pero mi despecho me tenía preso en el pasado, condenado a verla a Ella entre las sombras de colores. De repente, la fiesta se convirtió en una especie de purga forzada en la que tuve que ponerle cabeza a la música, que no estaba ni muy bien ni muy mal, para atravesar la noche completamente sobrio, sin gracia ni glamur.
El sánduche de pernil y las papas ahogadas en mayonesa, que nos bajamos con una Inca Cola fría a la salida, fueron el remedio para aquel chuchaqui seco. Nos dieron la dosis de energía justa para arrastrar nuestros pies cansados hasta la casa.
Llegamos, subimos al auto y salimos. Un nuevo día empezaba a clarear sobre los cerros secos.
III
El cuerpo me pedía tregua. No se la di. Tanto que ver y sentir. No me había sentido tan desprendido en años, tan lleno de regalos que ni siquiera había pedido.
Así fue mi pelea contra el sueño.
Round 1: una gasolinera de Lima. Hace sol. Estamos parados cargando el tanque.
Round 2: un puente gigante cruza un abismo sobre la autopista. Estamos yendo muy rápido. Me estoy dejando llevar hacia lo desconocido a toda velocidad.
Round 3: la tierra es gris. Hay colinas redondas que parecen hechas de gravilla junto a la carretera. En las faldas de algunas de ellas, casitas de bloque sin techo y con lemas electorales pintarrajeados y desgastados por el tiempo. Mi vieja ya me había dicho antes que, a las afueras de la capital, la gente duerme sin tumbado porque en el desierto no llueve; aunque las noches sean heladas.
Round 4: un retén policial. Pasa un auto, otro. A nosotros nos detienen.
Somos cinco jóvenes en un SUV manejado por una chica: blanco fácil para cualquier funcionario de la ley buscando poner su honorabilidad a prueba en la carretera. El olfato del gendarme no falló, pues nuestra carroza no tenía la matrícula al día. Entonces nos convertimos en cinco jóvenes reuniendo cien soles para comprar la libertad.
La Reserva Nacional de Paracas está ubicada en uno de los puntos más desérticos de la costa peruana, en el departamento de Ica, y tiene una extensión de 335 000 hectáreas —unas 200 000 en el océano Pacífico—.
IV
Los lugares en los que el desierto colinda con el mar son muy primitivos, muy toscos, muy cautivadores. Hay un misticismo misterioso en esos paisajes. El agua es una continuación movediza de la arena, y viceversa, colisionando y fundiéndose todo el tiempo.
Nos adentramos entre montañas de arena, peñascos que se desplomaban hacia el Pacífico, y paramos en una de las playas menos concurridas de la Reserva Nacional de Paracas. Parqueamos en la arena, a pocos metros de las olas. El auto servía como parapeto del viento, que empujaba con brusquedad juguetona. Acomodamos nuestras carpas cerca de él. Yo ya me había hecho al dolor de tener que dormir con mi pana y su novia. Pero para estas alturas, importaba poco. E importó aún menos cuando él sacó lo que había ofrecido.
Joaco había estado en París hace poco, donde consiguió un par de láminas de ácido a buen precio. Ahora yo tenía un pequeño fragmento de alguna de ellas en la palma de mi mano.
Un pálpito me decía que todo iba a estar bien, que estaba con las personas indicadas y en el lugar indicado; mi teléfono no funcionaba para nada en ese momento. Así que no dudé a la hora de ponerme el LSD en la lengua.
V
Dicen que las primeras veces es recomendable probar un cuarto del cartón o medio, a lo mucho. Ajeno a toda recomendación, yo tenía uno entero en la boca, disolviéndose con mi saliva. Lo rematé con dos pitadas de un porro que me alcanzaron por ahí. Era la tercera vez en mi vida que fumaba marihuana y la había utilizado como aderezo para un ácido. Estaba arriesgando mucho sin darme cuenta y me sentía bien al respecto. Quizás fue suerte de principiante.
No empecé a ver colores en el cielo ni duendes en la espuma del mar. En realidad, el cansancio al que creí ganarle cuando nos topamos con la policía regresó sin piedad y me tumbó en la arena.
No sé cuánto tiempo después desperté, y tampoco estoy seguro de haberlo hecho por mi cuenta porque, cuando me restregué los ojos, la novia de Joaco me tocaba el hombro mientras lo señalaba a él, que estaba luchando con una criatura multicolor que no paraba de sacudirse con el viento.
Era nuestra carpa.
Me paré como pude y llegué corriendo, sobresaltado por mis propias carcajadas, hacia donde él intentaba domar al monstruo. Al verme se desternilló él también. Estábamos luchando por nuestro refugio, literalmente, pero no podíamos parar de reírnos.
Vencimos. Nunca antes había tenido éxito sobreviviendo en la inconciencia.
VI
Aprendí sobre la existencia de la palabra lisérgico años después de haberla vivido en carne propia. Afortunadamente, el diccionario no condicionó mi descubrimiento. En retrospectiva, podría decir que el concepto sintetiza el momento en que el letargo se vuelve tan agudo como el filo de una navaja.
La arena y la sal crispaban mis poros, como si el desierto mismo me estuviera haciendo cosquillas. Mientras, mi cerebro atravesaba lo que parecía una sesión intensiva de acupuntura. Por los millones de huecos diminutos que se abrían en él, se escurrían ideas como pañuelos de colores saliendo sin parar del bolsillo de un payaso. Todo muy placentero.
Abandoné el campamento escuchando Toro y Moi en mis audífonos. Cuando descubrí esa música, en mis tiernos dieciséis años, no imaginé que su carga pesada de teclados con delay se me iba a presentar más tarde como el llamado hipnótico de alguna nave espacial (¿la nave nodriza?). Me entregué de lleno, dejándome llevar hasta la punta de una ensenada que se veía a la distancia. Las melodías fueron guías bondadosas: me permitieron saltar unas piolas de nailon casi invisibles que salían de algún lugar de la arena hacia el agua.
Cuando llegué hasta donde la playa lo permitía, me tiré entre las piedras, dejando que el mar me lamiera las plantas de los pies, y el sol el resto de la piel.
No me hacía falta nada más que estar así, ahí, así, a merced del mundo.
VII
En el camino de regreso al campamento tuve mi primer diálogo con alguien que seguía en la Tierra. “¿Qué está pescando con esto, maestro?”, le pregunté, sin medir mi volumen, a un hombre que estaba parado jalando una de las piolas que esquivé a la ida. Esperaba que me hablara de la riqueza del mar peruano. “Basura”, me dijo. Sonreí como idiota (recuerdo la forma en que me vio) y sin empacho le dije: “Pues le felicito”.
Cuando me vio pasar de vuelta Joaco me entregó un mango que había sacado del cooler y me dejó seguir mi camino. Yo, que hasta ese momento me creía mucho para ensuciarme con un mango, terminé comiéndomelo con cáscara mientras iba hacia el otro lado de la bahía. La gente que acampaba por ahí me miraba. Pero en realidad, y en retrospectiva, yo los compadezco. No tenían idea de lo deliciosas que estaban mis manos.
Llegué hasta otra punta de la playa y regresé de nuevo al campamento, dejando que el viento empujara mis pies cuando se hundían en la arena. Después de limpiarme, fui a buscar mi libreta y me senté pensando que iba a derramar los versos más hermosos en aquel momento de “comunión infinita con el universo”. Era un niño descubriéndolo todo por primera vez. Tenía que contar ese todo. En cada segundo había una historia distinta.
Pero apenas puse mi mano sobre el papel caí de costado en la arena.
Cuando desperté mi pana me esperaba para decirme dos cosas que yo jamás hubiera podido escribir en ese estado: “En este momento el mundo no va a la velocidad de tu mano. Te van a faltar libretas para anotar las verdades que se te van a presentar en la vida”.
La Reserva Nacional de Paracas (Perú) fue declarada el 25 de setiembre del año 1975, está ubicada en la provincia de Pisco, dentro del departamento de Ica. Fue creada con el fin de conservar una porción del mar y del desierto del Perú, dando protección a las diversas especies de flora y fauna silvestres que allí viven.
VIII
En Quito mis amigos suelen decir que soy “un cazador de atardeceres”, un hippie romántico perdido en sus delirios sobre el color del cielo. Y sí, lo soy.
El atardecer que vi en ese momento, mientras se cocinaba una carne al trapo en la fogata que armamos, tomando una Cusqueña helada y escuchando a Paul McCartney hablar con las gaviotas, ha sido una de las capturas más gloriosa de mi vida (hasta ahora).
La fogata empezó a crujir y unos proyectiles diminutos-pero-letales se dispararon desde el fuego hacia nosotros. Eran los granos de sal avisándonos que la comida estaba casi lista. Era el momento preciso para meterse al mar, pensé yo. “¿Por qué no?”, preguntó el Joaco. Así que corrimos como niños a las olas.
Me zambullí de cabeza, sin medir la profundidad de nada, y salí victorioso por detrás de la espuma. Regresé a ver a mi alrededor y entonces escuché el grito de ayuda. Mi pana se había dislocado el hombro.
Viéndolo todo a través de un túnel me acerqué a él y, sin saber lo que hacía realmente, le dije que se tranquilizara. Si el Espíritu Santo existe, me invadió en ese momento y lo curó a través de mis movimientos. En mi puta vida había hecho algo parecido y no tenía idea de cómo hacerlo en esas condiciones: volando en LSD en medio del mar, a dos horas de la ciudad más cercana, en un país que no era el mío. Pero con una delicadeza quirúrgica, en un par de movimientos rápidos, firmes y ligeros, encajé su hombro en la escápula, como si fuese la pieza suelta de algún juguete.
Y luego comimos carne al trapo.
IX
Caía la noche y nosotros, cada vez más elevados y más felices, nos juntamos a fumar más, comer más y beber más alrededor del fuego. Las chicas se fueron a dormir temprano. Quedamos Joaco, el Chino, el otro amigo —que había sido nuestro negociante con la ley más temprano— y yo, hablando alrededor de la fogata, nuestra única fuente de luz y calor.
En un momento dado tuve que ir de excursión para orinar. Entré al mar, hasta las rodillas, sintiendo que el agua vibraba en mis venas, desafiando la gravedad y cosquilleando en cada centímetro del recorrido. Subía desde mis piernas hacia mi ingle y luego caía de nuevo, opacada por el rumor de las olas, encubierta por la espuma. Pensé que me había meado encima.
Huyendo del espanto, alcé la mirada y vi que la arena y las olas eran, en efecto, una sola cosa. Entonces me atreví a alzar la mirada un poco más y vi todas las estrellas en el cielo titilando y conectándose: nodos de una cadena de circuitos, la más hermosa de todas.
Al volver junto a la fogata, el Chino dijo algo: “No sabía que mis ojos eran capaces de ver tanto”.