Edición 460 – septiembre 2020.
El tiempo estaba terminándose: era principios de septiembre y, con más rapidez de lo que ellos esperaban, el clima cambiaba: los días se hacían más cortos, las temperaturas bajaban, los árboles iban perdiendo las hojas y el cielo se volvía desapacible y gris. Sí, el otoño estaba cada vez más cerca. Misha y Sergéi sabían que, si querían tener alguna posibilidad de éxito, tenían que aprovechar los pocos días que quedaban del verano. Después, atravesar a pie trescientos o más kilómetros de tundra helada hasta encontrar algún pueblo al que llegara el ferrocarril sería imposible: el frío, empujado por el viento polar, los mataría. Tenían que apresurarse.
En esa región, Kolimá, en el extremo nororiental de Siberia, los ríos están congelados ocho o nueve meses al año y no son infrecuentes las temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Misha y Sergéi, acusados de “actividades contrarrevolucionarias”, habían sido encerrados en un campo de trabajo al que habían llegado tras un trayecto de ochenta y cuatro días, en el que habían atravesado en tren gran parte de la Unión Soviética hasta llegar a Vladivostok, donde los subieron en un barco para cruzar el mar de Ojotsk, hacia el puerto de Magadán. Eso había ocurrido en 1935.
Ellos suponían que algún día, tal vez en quince o veinte años, serían liberados y podrían volver a sus pueblos y con sus familias. Eran jóvenes (apenas habían cumplido los treinta) y podían aguantar. Pero en 1937 todo había cambiado: Stalin, dispuesto a acelerar la implantación del socialismo, lanzó una ofensiva sanguinaria contra todos aquellos que, en su opinión paranoica y brutal, podrían detener su avance hacia una sociedad igualitaria, sin clases sociales ni propiedad privada, en la que cada uno recibiría según sus necesidades. Y ellos, Misha y Sergéi, habían sido calificados de ‘vragi naroda’, ‘enemigos del pueblo’, por el tribunal revolucionario que los juzgó. Les esperaba el pelotón de fusilamiento.
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