Edición 442 – marzo 2019.
Tan sólo el círculo íntimo de Nicolás Maduro (su mujer, unos pocos ministros, el alto mando militar, un par de asesores cubanos) supo de la operación, ejecutada en secreto riguroso y con los menos testigos posibles: lingotes de oro, con un peso total de tres toneladas, fueron vendidos a los Emiratos Árabes Unidos, tras una negociación rápida y sin regateos, y puestos a bordo de un avión fletado que despegó el sábado 26 de enero de una base cercana a Caracas. El oro, según se supo unos días más tarde, provenía de las reservas del Banco Central de Venezuela y fue pagado con dinero en efectivo —unos 1.200 millones de dólares—, que llegó a Caracas el miércoles 30, también en un vuelo fletado, que había hecho escalas en Marruecos y Cabo Verde.
A pesar del sigilo estricto de la operación, la información se filtró y, convertida en noticia, fue divulgada el viernes 1° de febrero por la agencia británica Reuters. Teniendo ya la punta, no fue difícil desenredar el ovillo: otro vuelo (de una pequeña aerolínea rusa de cabotaje, llamada Erefey) había llevado a los Emiratos otras tres toneladas de oro en lingotes el viernes 18 o el sábado 19 de enero, como parte de una venta total de quince toneladas, pagaderas en billetes, para tratar de mantener funcionando, por lo menos en sus mínimos, el aparato estatal venezolano hasta que China, Rusia y Turquía, que son los apoyos internacionales significativos de que dispone Maduro, concreten con dinero el respaldo expresado con palabras. Contener la economía que se desbarrancaba era, ese momento, la prioridad suprema.
Pero, mientras tanto, al régimen de Nicolás Maduro le había colapsado el frente político: el miércoles 23 de enero, después de casi dos semanas de cavilaciones y consultas, el presidente de la asamblea nacional, Juan Guaidó, apeló a la constitución (aprobada, mediante referéndum, al empezar el primer gobierno de Hugo Chávez) para asumir la presidencia de la república, en un interinato con el mandato específico de llamar a elecciones en el menor plazo posible. Así, de un día para otro, una oposición dispersa, acosada y vulnerable se había convertido, por primera vez en veinte años, en una opción cierta de poder, con un argumento jurídico sólido y, sobre todo, con una movilización callejera resuelta detrás de un líder potente. Lo que no significaba, sin embargo, que Maduro hubiera perdido el poder.
En efecto, tanto los símbolos como las herramientas del poder, desde el palacio presidencial hasta el mando de las fuerzas armadas y el manejo de la caja fiscal, permanecieron en las manos de Maduro. Guaidó, en la práctica, no controlaba nada. Empezó, entonces, un forcejeo largo y tal vez sangriento, de duración incalculable, con el futuro de un país en disputa: ¿sobrevivirá el régimen de Nicolás Maduro y, con él, los planteamientos difusos y turbulentos, pero con frecuencia atractivos para las masas, del ‘socialismo del siglo 21’, o, por el contrario, los militares terminarán retirándole el apoyo y, solo, Maduro tendrá que irse, con lo que Guaidó asumirá a plenitud la presidencia, convocará a elecciones y se iniciará una etapa de normalización institucional y de rescate económico? Pronto se sabrá (a menos, claro, que el desenlace haya ocurrido en el lapso transcurrido desde que este artículo era escrito hasta que llegó a las manos de sus lectores).
Recapitulando
Tres de cada cuatro venezolanos, una cifra de escándalo para un país con unos recursos naturales tan vastos y variados, estaban bajo la línea de pobreza a finales del siglo anterior, cuando ganó las elecciones generales un movimiento popular bullicioso y tumultuoso a cuyo mando estaba el teniente coronel Hugo Chávez, un militar ambicioso y sagaz que unos años antes, en 1992, había intentado tomar el poder por la fuerza, en un golpe de Estado fallido y cruento que terminó con él y sus camaradas en la cárcel. Dos años más tarde, en 1994, libre gracias a un apurado indulto presidencial, se dedicó de lleno a la política y, armado con los lemas y los respaldos del Foro de São Paulo, se impuso en las elecciones presidenciales de diciembre de 1998. Asumió el 2 de febrero de 1999. Y la historia de Venezuela cambió para siempre.
Por entonces, Chávez se declaraba demócrata y respetuoso de las instituciones. Quería cambiar su país, pero no trastornarlo. Cuba, decía, no era su modelo y, más aún, la describía como una dictadura. Pero tampoco tenía un modelo propio. El suyo era un revoltijo entusiasta y tropical de marxismo, cristianismo, tercermundismo, nacionalismo y narcisismo, con una reverencia omnipresente a su interpretación propia de la figura y las ideas de Simón Bolívar. En fin, un populista carismático y transgresor, de modales cuarteleros y tono estridente, para un país que quería y exigía algo distinto.
Y es que, al cabo de casi cuatro décadas de bipartidismo, con los socialdemócratas de AD y los socialcristianos de COPEI alternándose en el ejercicio del poder pero diferenciándose muy poco en sus procederes, el modelo estaba agotado. La corrupción había penetrado todas las capas de la sociedad y la ‘Venezuela Saudita’ era el ejemplo trágico del país petrolero fiestero y derrochador, con un abismo profundo entre una cuarta parte de la población que vivía como en el primer mundo y las otras tres que sobrevivían como en el cuarto mundo. Así, la llegada de un Chávez, se llamara como se llamara, era inevitable.
Día tras día, acumulando poder, ahogando las instituciones y miniaturizando las libertades, Chávez fue creando un modelo de hiperpresidencialismo autoritario que, con el pasar de los años, fue imitado paso a paso, hasta en sus mínimos detalles, en Bolivia, Ecuador y Nicaragua. El congreso fue sometido, las cortes de justicia fueron controladas, la fiscalización desapareció, la prensa quedó amordazada, los privilegios fueron trasladados al grupo de amigos propios y el presidente se convirtió en dueño y señor de todo. Con más dinero que antes, gracias a los precios estrafalarios a los que llegó a estar el barril de petróleo, muy por encima de cien dólares, las obras públicas y la asistencia social se multiplicaron, mientras por debajo, en la obscuridad y el silencio, la corrupción —ya sin división de poderes y con impunidad asegurada— se agigantaba hasta demoler los cimientos del país.
“Es difícil decidir cuál es su peor defecto. ¿Qué es más grave, la cruel indiferencia que muestra ante el sufrimiento de millones de venezolanos o sus brutales conductas dictatoriales? ¿Qué es más indignante, su inmensa ignorancia o verlo bailando en televisión mientras en las calles sus esbirros asesinan a jóvenes indefensos? La lista de fallas es larga y los venezolanos la conocen; 90% de ellos repudian a Maduro. Y no son solo los venezolanos. El resto del mundo también ha descubierto —¡por fin!— su carácter despótico, corrupto e inepto”.
Fuente: www.el país.com
El redentor y guía
En aquellos primeros años, cuando la caja fiscal estaba repleta de dólares y Venezuela exportaba cada día 3,3 millones de barriles de petróleo, la popularidad de Chávez y de su ‘revolución bolivariana’ alcanzó alturas de vértigo. Las muchedumbres olvidadas durante décadas, a quienes ninguna bonanza les había llegado nunca, se convirtieron durante el chavismo en el centro del discurso político. Para ellas fueron diseñados y aplicados unos programas de asistencia social que disminuyeron los índices de pobreza y que dieron esperanza y voz a sectores marginados que, desde luego, se volvieron incondicionales en su apoyo a quien veían como su redentor y guía. En la devoción popular, Chávez había superado a Bolívar.
El modelo incluía la invención constante de enemigos, conspiradores y traidores. El objetivo era tener a las masas en movilización constante para proteger, profundizar y perpetuar la ‘revolución amenazada’. En ese aspecto, la imitación a Cuba era incesante. Pero a medida que el chavismo ganaba elecciones y consolidaba respaldos, su modelo empezaba a aparecer como alternativa al castrista: el de Venezuela (y el de Bolivia, Ecuador y Nicaragua) no era el viejo y fatigado socialismo de Estado que había fracasado en la Unión Soviética y todas sus sucursales, incluida Cuba, sino que era el ‘socialismo del siglo 21’, populista, arrollador y plebeyo, que mantenía las formas de la democracia mientras destruía sus instituciones.
Pero el ritmo de gasto que sustentaba la popularidad del caudillo era insostenible. El petróleo bajó y, de inmediato, la bonanza desapareció. Ya no había dinero para obras vistosas, inauguraciones fastuosas, burocracias enormes, asistencialismo caudaloso ni bonos, subsidios, becas y pipones. Donde debía haber una economía autosustentable, diversificada e industrializada, tras tantos años en que el precio del petróleo fue de ensueño, sólo había escasez, deudas, depresión y pobreza. Y, para colmo, miles de millones de dólares, en cantidades inimaginables, se habían esfumado por la corrupción.
Lo que dejó Chávez
Cuando Hugo Chávez murió, en marzo de 2013, Venezuela ya estaba quebrada. En sus catorce años de gobierno, después de un deslumbramiento inicial por el torrente de gasto público, el líder había creado las condiciones propicias para que la economía se hundiera en cuanto el dinero del petróleo dejara de fluir a chorros. Y, en efecto, cuando el precio del petróleo bajó (tal como lo habían previsto todos los economistas sensatos del mundo), los indicadores económicos se desplomaron. Y, así, al morir Chávez, ya los niveles de pobreza habían vuelto a subir, la economía estaba parada, los empleos se perdían, los negocios se cerraban, las divisas se fugaban y la inflación escalaba mes tras mes.
Para entonces, Venezuela había repatriado ya el oro depositado en bancos internacionales y había establecido un cerrojo cambiario para tratar en retener en el país los dólares, que cada día eran más escasos. Y es que, desde el inicio del régimen chavista, a la empresa estatal petrolera PDVSA se le había extraído cada dólar que entraba por sus ventas de petróleo, para así financiar los planes sociales —desordenados, mal administrados y politizados— en que Chávez asentó siempre su liderazgo. En vez de rendir cuentas al Banco Central y someterse al arqueo de sus fondos, PDVSA se convirtió en la chequera abierta del gobierno, sin que le fuera reinvertido ni un solo centavo. “El dinero del petróleo es para el pueblo”, decía el caudillo. Y, claro, con sus equipos obsoletos, sus pozos exhaustos, su tecnología caduca y sus técnicos reemplazados por “socialistas convencidos y combatientes”, PDVSA se hundió. Su producción cayó por debajo del millón de barriles diarios.
El nuevo presidente, Nicolás Maduro, recurrió entonces a una de las características del modelo: la invención constante de enemigos. Y el enemigo fue denominado “guerra económica”: no era el manejo imprudente de la economía, incluidas cataratas de emisiones inorgánicas, ni el autoritarismo en la política lo que había llevado a Venezuela al descalabro. No. Era el “bloqueo”, atribuido a los Estados Unidos del presidente Barack Obama. La receta cubana, ni más ni menos. El discurso antiimperialista emocionaba a sus incondicionales y entonaba a sus socios extranjeros (Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner…), pero no atenuaba el hambre de la gente ni atendía sus necesidades de medicinas. Y los venezolanos empezaron a huir: primero fueron miles de personas, después cientos de miles y ahora ya son varios millones.
El principio del fin
Una catástrofe de esas dimensiones tuvo obvias consecuencias políticas. La primera fue que las calles se agitaron por las protestas ciudadanas y el gobierno respondió con mayor represión: a las fuerzas armadas, que habían dejado de ser del Estado para ser del partido (“patria, socialismo o muerte” es ahora su divisa), se sumaron grupos paramilitares bolivarianos, agresivos y bien armados, dedicados a operar con total impunidad. Y la segunda consecuencia fue la unificación de la oposición, que en diciembre de 2015 —en las únicas elecciones con transparencia y supervisión internacional— obtuvo una victoria rotunda que le dio el control de la asamblea legislativa. Pero, en ese momento, la victoria le sirvió de poco.
En ese momento, en efecto, porque el gobierno recurrió a una argucia típica del socialismo del siglo 21 y, por medio de sus jueces en la corte suprema de justicia, le quitó todas las atribuciones a la asamblea, que quedó convertida en un grupo de amigos desocupados. Pero en esa asamblea ya estaba Juan Guaidó, quien tres años más tarde, al empezar 2019, cosecharía los frutos de la victoria electoral opositora de diciembre de 2015.
Después de haber vaciado de atribuciones a la asamblea, Maduro remató su tarea convocando en julio de 2017 a una asamblea constituyente que, tras unas elecciones en que sólo participó el partido de gobierno, se dedicó a preparar una nueva constitución. Las calles volvieron a hervir de indignación. La represión se recrudeció. Más de ciento veinte muertos fueron el saldo de las protestas. Perdidas las esperanzas de lograr un cambio político, el éxodo se intensificó: millones de personas salieron de Venezuela en unas caravanas que llenaron los caminos de media Sudamérica.
Dos meses más tarde, en septiembre de 2017, el gobierno abrió un diálogo con la oposición, cuyos resultados nulos demostraron que su único propósito era aliviar la presión externa y ganar tiempo. Y, en efecto, con la ayuda del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre de pocas luces que se había prestado a servir de mediador, Maduro alivió la presión externa y ganó tiempo. Ganó, en concreto, medio año, hasta febrero de 2018, cuando Maduro clausuró el diálogo y convocó a una elección presidencial anticipada para mayo siguiente, con él como candidato a la reelección. Y, por supuesto, ganó.
Cuando quiso asumir ese nuevo mandato, en enero de 2019, el régimen bolivariano ya había sucumbido a su fracaso: la economía se había contraído a la mitad, la renta per cápita había disminuido a su nivel de 1953, la pobreza había llegado al 91 por ciento (dieciséis puntos por encima de los peores niveles previos al chavismo), el número de personas en pobreza extrema había superado los veinte millones, la inflación se contaba en millones por ciento anual, la escasez de alimentos y medicinas ya era crónica y la delincuencia había llegado a ser la más extendida y violenta del continente. Una cifra es muy reveladora de la magnitud de la debacle: en toda América Latina y el Caribe, hasta 1988 tan sólo Bahamas disfrutaba de una renta per cápita mayor a la venezolana. Hoy, 90 por ciento de la población latinoamericana y caribeña vive en países cuyo per cápita supera al de Venezuela, el país que, bueno es recordarlo, tiene las mayores reservas probadas de petróleo del mundo. Nada menos.
El 23 de enero de 2019, con el régimen de Nicolás Maduro sosteniéndose tan sólo en la fuerza militar, con cuatro de cada cinco venezolanos pidiendo un cambio político urgente y con cientos de miles de personas en las calles, Juan Guaidó asumió la presidencia y se comprometió a llamar a elecciones generales en el menor plazo posible. Maduro, sin embargo, no se ha movido. ¿Qué falta para que se caiga? Según Guaidó, sólo se necesita la brisa “del aleteo de una mariposa”. Bonita frase. En realidad, lo que hace falta es que los militares dejen de apoyar al régimen chavista. Ellos, los de la cúpula, no padecen los estragos de la crisis, pero sí la sufren sus parientes, sus amigos, sus vecinos… Algún momento se rendirán a la evidencia de la catástrofe. Y cuando eso ocurra, que debe ser pronto, antes de que el fantasma de una guerra civil merodee por pueblos y ciudades, empezará lo más largo, difícil y doloroso: reconstruir la Venezuela asolada por veinte años de socialismo del siglo 21…
Putin y otros amigos
“¡Wagner ya está en Caracas!”. El rumor, súbito y aterrador, pasó de boca en boca por toda Venezuela el jueves 24 de enero, un día después de que Juan Guaidó asumiera la presidencia que había quedado vacante porque el mandato de Nicolás Maduro había expirado el jueves 10. En los tres o cuatro días posteriores, el rumor se extendió por medio mundo. “No puedo decir nada”, se limitó a decir Maduro. “No comment”.
Ese “no comment” fue interpretado de inmediato como una confirmación de la versión. Y es que, según reveló el diario francés Le Monde, cuatrocientos mercenarios rusos, curtidos en las guerras de Chechenia, habían partido de Moscú rumbo a La Habana la noche del 22 al 23 de enero y al día siguiente habían volado hacia Caracas. El comando había sido formado de urgencia por Yevgeni Chabaïev, un antiguo mercenario que ahora dispone de un grupo grande de cosacos “para atender emergencias”.
La emergencia sería, en este caso, “reforzar la seguridad de Nicolás Maduro”. Los mercenarios enviados a Venezuela pertenecerían al Grupo Wagner, descrito por la agencia Reuters como “una obscura empresa de seguridad privada con vínculos en el Kremlin”, que ya ha operado al menos en Ucrania, Siria, la República Centroafricana y Sudán, con lo que “wagner” se ha convertido en una denominación genérica para los mercenarios rusos.
Si bien la legislación rusa prohíbe combatir en el exterior, el gobierno del presidente Vladímir Putin acepta la existencia de “instructores”, e incluso reconoce que algunos de ellos están trabajando en Sudán. Y para nadie es un secreto que en las provincias separatistas ucranianas operan combatientes irregulares que tienen el apoyo del ejército ruso.
No sería nada extraño que ya estuvieran también en Venezuela. Al fin y al cabo, uno de los pocos aliados que le quedan al régimen chavista venezolano, y acaso el más firme, es Vladímir Putin. Tal vez lo hace tan sólo para oponerse a los Estados Unidos, que con el estilo siempre rudo y belicoso del presidente Donald Trump ha reconocido que la vía militar es una opción que está sobre la mesa para resolver el conflicto venezolano. Y Putin, audaz y con afanes imperiales, está listo a sacarle partido al error monumental que sería una intervención armada estadounidense.
Maduro tiene pocos respaldos más. Uno es la China neomaoísta de Xi Jinping. Otro es el aguerrido sultán turco Recep Tayyip Erdogan. También, claro, Evo Morales y Daniel Ortega, que son los últimos sobrevivientes del naufragio del socialismo del siglo 21. Y, por último, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, el uruguayo Tabaré Vásquez y el papa Francisco, que con sus apelaciones al diálogo le ayudan a ganar tiempo al régimen venezolano. El resto del mundo, incluidas todas las grandes democracias, ya no reconocen a Maduro ni admiten su dictadura.
Pero a Putin esos formalismos burgueses poco o nada le importan. Él fue un combatiente convencido de la Guerra Fría y añora los años intensos del imperio soviético, cuando la política internacional la hacían los espías, agentes, informantes, traficantes, saboteadores e infiltrados, mucho más que los diplomáticos y los negociadores. Y en Venezuela ahora hay mucho que ganar. Y si para ganar hay que recurrir al Grupo Wagner, no sería mala idea enviar cuatrocientos mercenarios a Caracas… Esas son, en definitiva, las guerras del siglo XXI.