Pajareo en dos mundos

Texto y fotografías: Santiago Rosero y Shutterstock.

Edición 464 – enero 2021.

Tras un corto pero intenso recorrido por páramo y bosque nublado, el mundo de las aves puede revelarse fascinante para cualquier inexperto.

I

Páramo

Los páramos andinos nos regalan verdaderos milagros naturales en medio de las montañas. Foto: Santiago Rosero.

Son las 07:30 de un viernes soleado a inicios de octubre, el viaje empezó hace poco menos de una hora y este ya es el pri­mer punto de atracción. Es una atracción confusa y deslumbrante. Tras pasar el cen­tro de Píntag, localidad ubicada kilómetros al sureste de Quito, cuando la Reserva Eco­lógica Antisana empieza a mostrarse con toda su grandeza, a un costado de la carre­tera, se abre una herida negra. Una enorme cantera de piedra volcánica forma un cráter humeante en el cual palpita la actividad de volquetas y tractores. En este tramo la carretera muestra las rajaduras del tráfico pesado, y el contraste con la belleza del en­torno podría ser más grande y más dramá­tico de no ser porque el mismo flujo lávico, que es materia prima de las canteras, es el cimiento de una fabulosa muralla que esta­rá presente en otros tramos del recorrido. Marco Peralvo, el experimentado guía de Metropolitan Touring que acompaña el via­je, precisará que dicho flujo fue expulsado durante milenios por el Chakana, un volcán vecino del Antisana que da el nombre a la reserva adonde nos dirigimos.

Aproximadamente veinte minutos más adelante, sobre el costado izquierdo de la carretera, se lee Peñón del Isco. Es la pri­mera parada oficial del viaje, ya dentro de la Reserva Chakana, que antes era conoci­da como Hacienda Antisanilla y que forma parte de la Fundación Jocotoco, una organi­zación no gubernamental fundada en 1988 para proteger aves endémicas y amenaza­das del Ecuador. El Peñón del Isco es un paredón de roca de dos kilómetros de largo donde los registros dicen que habita, desde 2012, la pareja de cóndores más prolífica del país, que desde ese año ha tenido siete crías. Pero esta mañana, todavía, no hay más ras­tro de ellos que el heno impregnado en la in­mensa roca. Estamos parados en el mirador del Isco, una plataforma de madera al borde de la carretera que a la vez tiene a sus pies, separándola del peñón, una amplia y tupida cama de páramo forrada de achupallas, una bromelia de suelo de la que se alimentan los osos de anteojos que también caminan por esta zona y que con frecuencia se dejan ver, pero que hoy tampoco aparecen. Hacia las 09:15, sin embargo, dos águilas pechinegras atraviesan el nítido cielo sobre el peñón.

Avanzamos para entrar al corazón de la reserva Chakana, donde el páramo ya no es lo que se mira al frente, sino lo que está bajo los pies. Las cuatro mil hectáreas que van de los 3300 a los 4600 msnm se van mostrando a medida que el auto trepa el cómodo cami­no de lastre, y Marco Peralvo dice que en tal curva vio, en un viaje reciente, a un puma, y uno cae en cuenta, una vez más, que en este país hay maravillas como esa: la posibilidad de cruzarte con un puma a menos de dos horas del centro de Quito.

Chakana es el hogar de la pareja de cóndores
más importantes del país. Foto: Shutterstock.

Nos detenemos en la gran casa de pie­dra que se levanta en medio de los que son los páramos más extensos del Ecuador. La llaman la casa de Whymper porque el ex­plorador inglés Edward Whymper pasó una noche ahí cuando en 1880 vino al Ecuador con el propósito de estudiar el efecto de la altitud en la salud humana y de paso ser la primera persona en coronar casi todas las montañas más altas del país, incluidas el Chimborazo y el Antisana. Carlos Moro­chz, organizador del viaje y parte del grupo, ofrece un té caliente y una barra energizante con chocolate y maní.

Uno ve esa planicie con elevaciones ligeras y un tapizado de pajonales más o menos regular y cree que cualquier reco­rrido podría resultar monótono, y es en la refutación de esa idea donde empieza el descubrimiento. Pero antes, qué hacen esas vacas reunidas en un corral cuando el pára­mo se destruiría con su trasiego. Son para sacrificio. Cada tanto se mata una para que los cóndores, reyes carroñeros, tengan ali­mento y no deban emigrar. Según Jocotoco, de los 150 cóndores que existirían en el país, unos cuarenta habitarían en esta zona.

El clima es agradable, el frío no se acer­ca a lo que suele entenderse como frío de páramo. Al iniciar la caminata sabemos que tenemos una misión, lograr ver al colibrí Estrellita Ecuatoriana: doce centímetros de alto, pecho blanco, capucha morada como un cucurucho, el canto más agudo del mun­do, dicen que más fino que el silbido del viento cuando roza la paja. Con eso sabe­mos que este tramo, y más tarde también el siguiente, estarán destinados, en gran parte, a observar aves y aprender de su universo. Hemos venido a pajarear.

Mientras avanzamos vemos cómo el piso áspero de hierba de páramo se convier­te en el característico pajonal cargado de agua, agua que, particularmente la posada en la laguna La Mica, al pie del Antisana, provee del 90 % del servicio potable al sur de Quito. En ese suelo húmedo aparecen flores complejas que quizá pasarían desapercibi­das si un ojo entrenado no las advirtiera. Marco Peralvo habla de la flor morada del sacha chocho, de la flor de la chuquirahua, de la hermosa asterácea Daisy con su cora­zón amarillo y los pétalos blancos. Aprove­chamos el momento para levantar la vista y sorprendernos de nuevo con la dureza de la muralla de flujo lávico que en total tiene diecisiete kilómetros y en esta parte flan­quea un costado como un monumento al tiempo. El cielo está despejado, de izquier­da a derecha se observa la enormidad del Sincholagua, el Rumiñahui y el Pasochoa. Vuela un curiquingue; ese canto gargaroso es de un gorrión; ese silbido pausado es de un antpitta pariente del jocotoco, el pájaro endémico que le dio nombre a la fundación.

Los colibríes pueden contarse
entre las criaturas más sorprendentes
del mundo natural. Foto: Shutterstock.

Ya hemos caminado un buen tramo durante al menos dos horas y el Estrellita Ecuatoriana no ha aparecido, pero en el de­clive que nos queda por andar se observa un grupo de venados de cola blanca que saltan como en los dibujos animados. El piso está tapizado de flores de diente de león que, a diferencia de las que se ve en la ciudad, aquí son rastreras. A un costado aparece un es­tanque donde se deslizan garcetas andinas y un par de venados se han acercado a cu­riosear. Llegamos a lo que desde lejos no se veía como el final del descenso, pero lo que hay ahora a nuestros pies es el mismísimo peñón del Isco, es decir, un precipicio im­presionante. A la derecha se ve la laguna de Secas y por detrás la magnífica cordillera. Nos sentamos, es momento de descansar. Sin mayores preámbulos, Marco Peralvo y Carlos Morochz ofrecen una sorpresa: una densa sopa caliente de tomate acompañada de pan pita y trozos de queso, provenientes del servicio gastronómico Mikuy del hotel Casa Gangotena. El snack, el momento y el paisaje son ideales, y el paisaje, en realidad, es una pantalla que se enriquece en direc­to con los fulgores de la naturaleza. Son las 12:13 y el cielo sobre el peñón, repentina­mente, se rasga con el majestuoso planeo de dos cóndores andinos. No hay otro animal patrio, si es que tal cosa existe, con mayor garbo y simbología, y verlo ahora vivo, vo­lando a pocos metros de este risco enorme, provoca una enorme emoción.

Podríamos, con la contemplación satis­fecha, dar por terminada esta parte del viaje, pero aún hay más en nombre de la aventu­ra. El tour ofrece la posibilidad de salir de la reserva en bicicleta, y en eso me embarco con Carlos Morochz. Bajadas y subidas en camino lastrado que nos toman más o me­nos treinta minutos y que nos llevan a la ca­rretera y enseguida al lugar donde almorza­remos. Las piernas tiemblan de satisfacción. En el restaurante Tambo Cóndor el locro de papas y la trucha frita son correctos, no más. Hay un bebedero en el patio donde el colibrí más grande del mundo, veintitrés centímetros de pico a cola, se posa para dejarse admirar. Solo nos faltó el Estrellita Ecuatoriana.

II

Bosque nublado

Reserva San Isidro. Foto: Santiago Rosero.

De nuevo despertamos con una admi­ración que de tan propia con frecuencia olvidamos: la posibilidad que nos da este país de pasar, en un par de horas, del pá­ramo a la Amazonía. Y digo despertamos porque bien vale una siesta en el camino tras semejante mañana. Hacia las cinco de la tarde, luego de tomar la vía a Papallacta, entre Baeza y Tena, justo antes de la peque­ña localidad Cosanga, llegamos al lodge San Isidro, un hermoso complejo con cómodas cabañas de construcción mixta que rodean una vieja casona de hacienda levantada hace más de cuarenta años. El camino de acceso es conocido como de los caucheros por los sembríos de ese árbol que existían hace dé­cadas. San Isidro es también el nombre de la reserva que copa la vista alrededor: dos mil con 90 % de bosque primario que constituyen un corredor biológico entre las reservas Antisana y Sumaco.

Aunque a la vista parece la misma selva y uno espera su calor y su humedad, en este bosque nublado, limítrofe entre la cordille­ra andina y la frondosidad tropical, llueve y hace frío. Pero en el lodge hay una piscina cubierta con agua a 37 grados y una vista directa al horizonte tupido del bosque, per­fecta para una pausa renovadora antes de la cena, que será copiosa pero equilibrada, adecuada para cerrar una jornada intensa que conectó dos mundos.

La mañana siguiente es despejada, de las copas de los árboles emerge el vapor es­peso que dejó la lluvia de la noche. He op­tado de nuevo por algo de deporte. Hacia las siete de la mañana, con Carlos Morochz partimos desde el río Cosanga, que queda al final del camino de los caucheros. Alre­dedor hay ranchos con ganado, y al pie del camino campesinos con lecheras de metal esperando a que un camión los pase a re­coger. Por detrás, la cordillera Guacamayos. Son nueve kilómetros en ruta de lastre que nos toman alrededor de 45 minutos hasta llegar de nuevo al hotel.

En la terraza del comedor, donde nos espera un desayuno con majado de plátano verde y huevos revueltos, los bebederos de aves están copados de colibríes que parecen mascotas domésticas, se pasean entre la gen­te con su aleteo veloz que zumba los oídos, y cuando se posan para beber se dejan acari­ciar la cola. Reconfortados con el desayuno, hacia las 09:30 iniciamos la principal activi­dad de la jornada. Nos introducimos en la Reserva San Isidro para una caminata de tres kilómetros que nos tomará menos de dos horas. Hacen falta botas de caucho para atravesar los tramos anegados y, al fin, con el sol a tope, se empieza a sentir el calor que uno espera en tanta espesura. Marco Peralvo vuelve a demostrar sus conocimientos sobre flora y aves de la zona. Nos habla del mata­palo o higuerón, un árbol que crece sobre otros árboles anfitriones hasta estrangular­los en su intento por alcanzar la luz solar. Hablamos del primitivismo de los helechos, de la modernidad de las orquídeas, y en eso un quetzal pecho rojo atraviesa un rayo de luz que a la vez corta un amasijo de lianas. El recorrido termina con un tramo en canoa por un canal abierto en medio del bosque. Mitch Lysinger es un biólogo estadouniden­se que llegó al Ecuador en los años noventa para trabajar en la Amazonía y no se fue más. Hoy maneja el lodge San Isidro con su esposa Carmen Bustamante y en este mo­mento maneja el remo de la canoa. “Allá arriba a su izquierda hay un mirlo”, dice, y yo le pregunto qué capacidades se deben tener para lograr distinguir pájaros en medio de la arboleda. “Un buen oído”, responde. Para poder verlos hay que saber oírlos. Lysinger, de cincuenta años, es una enciclopedia sobre el canto de los pájaros. Hace más o menos veinte años, junto a cuatro ornitólogos tam­bién extranjeros, empezó a grabar los cantos de todos los pájaros del Ecuador. Pasaron por todos los soportes tecnológicos: cinta, minidisc, archivo mp3, y a lo largo de los años terminaron involucrándose doce espe­cialistas que publicaron en total siete tomos, ya todos en cedé, el último de los cuales es Pájaros de San Isidro; de modo que hablar con Mitch sobre este tema, se sepa poco o nada al respecto, es de por sí un privilegio. Si bien ese nicho de investigación estuvo du­rante décadas abordado por especialistas extranjeros, hoy hay varios ecuatorianos, como Lelis Navarrete o Juan Freile, señala Mitch, que han hecho estudios y publicacio­nes importantes. Habiendo pasado apenas más de un día en esa tarea, es fácil entender las razones de la afición: con la diversidad de sus formas y los misterios de sus lenguajes, el mundo de las aves nos recuerda cuán ínfi­mos resultamos en el gran cuadro del uni­verso. Bien vale una escapada de fin de se­mana para no perderlo de vista.

Mitch Lysinger navegando en canoa por la reserva. Foto: Santiago Rosero.

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