The Father

Ilustración: Miguel Ruales

Soy insomne desde que vine al mundo. Quizá por eso se me afinó el oído. Era en la noche que la casona se volvía un tejido de voces. Unas narraban cuentos fascinantes, otras chismorreaban, infundían, develaban secretos. Muchas veces dormía con la almohada sobre mis orejas para no oír cosas espeluznantes que después eran materia de mis pesadillas. Cierta noche, a través de un bisbiseo de las tías, me llegó, nítido, aquello de mi padre. Que no lo era. Que no lo había sido, mejor dicho, ya que estaba muerto. No sé cuántas semanas o meses pasé tetanizado, descerebrado, aunque nadie se diera cuenta, mucho menos mi madre, que vivía en Toronto. La tonta, a la espera del maldito desde hace tantos años, así decían las tías, sus hermanas, refiriéndose a un tal Solano. ¿Será él mi padre?, me preguntaba a lo largo de la noche, con la vista clavada al techo, que en la oscuridad parecía un socavón. Nadie de las tías suponía que yo estaba al tanto de aquello. Mucho menos que llevaba un combate interno, salvaje y enfermizo para impedir que en mi corazón se inoculara aquello como una verdad. Y no solamente por mí, por la necesidad de sentirme el hijo de quien siempre había creído que era mi padre, sino por él mismo, por su dignidad de muerto. Me parecía atroz que se hubiera muerto sin haberlo sabido. ¿Y si lo sabía? ¿Y si también él era cómplice de la gran farsa? ¿Y si mi madre era la gran farsante? Por todo ello, necesitaba que fuera un infundio. Así es que soñaba, ficcionaba, con reunir a las tías y la abuela en el comedor grande, por ejemplo, o en el patio donde tomaban el sol y tejían y cuchicheaban, y yo, en su delante, armado con una espada, como He-Man, las encaraba: ¡Arpías, no calumnien, al menos respeten al muerto!

La ironía era que casi no lo recordaba, sino como una larga silueta vestida de terno negro que un amanecer entró en mi habitación, me besó en la frente y se tendió en la cama al lado mío y se quedó dormido. Azorado, turbado, yerto, por primera y última vez pude pasear, como una mosca, mis ojos sobre su rostro, inhalando durante eternos minutos su aroma a sudor, tabaco y alcohol. Incluso esta escena tan atesorada y secreta a veces me parece un invento con el que he cubierto más que su ausencia mi oquedad. Oquedad, eso es lo que me ha acompañado en la vida con respecto al padre. Soy un niño inconcluso. Un hijo que no ha crecido y que vive agarrado de la mano de un padre que más bien es éter. En ello debe consistir la orfandad suma: tener un padre que no lo ha sido y que está muerto y que así, muerto y no-padre, sigue caminando al lado mío, llevándome de regreso. Será por ello que, en ciertos trances de la vida, siento que a mis espaldas el camino se borra, se vuelve un desierto.

Mi padre que no fue mi padre se llamaba Genaro. Tenía el oído absoluto y se ganaba la vida tocando el instrumento que fuera en una orquesta provinciana, cuando un aneurisma le acalló a los veinticinco años. Para entonces yo tenía cinco, que no los recuerdo o que más bien los he borrado, salvo por una escena que quizá es inventada:

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Murió tu papá, me dijeron las tías en coro y me lo repitieron en espera de alguna reacción. Pero mis ojos estaban secos y mi corazón era un trapecio vacío. La abuela, por su parte, dijo, en voz alta como para que yo escuchara: Este niño, sí, salió sin alma. Y las cuatro arpías me miraban, allí, sentado al borde de la pileta, mientras mi mano izquierda hundida en el agua, jugueteaba con las pirañas.

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