Del otro lado del río

EDICIÓN 486

Ilustración: Luis Eduardo Toapanta

¿Perteneces al gremio de los guionistas? No. ¿Al de los directores? Tampoco. ¿Al de los escritores? Nop. ¿Al de las mujeres en el audiovisual? De ese ya me salí, ¿o me botaron? Hagamos un gremio de los sin gremio, me dice un amigo. Pero le digo que no porque “me he de salir”.

La palabra gremio me asfixia. Nunca he podido con los grupos. Como crecí en escuelas aniñadas y mis papás se daban de comunistas, no tenía amigas y les odiaba por “longuear” todo el tiempo. Casi siempre me descolaban, y sí sufría por eso, pero en el fondo pensaba que eran seres inferiores que viajaban a Disney el verano.

En la adolescencia, cuando en mis alrededores estaba de moda drogarse y tener pantalones anchos, yo escuchaba Jacques Brel con mi mejor amigo, mientras brindábamos con vino por las vanguardias artísticas que ya no eran vanguardias.

En la adultez nunca encajé dentro del grupo de la “gente normal” (obvio), siempre he estado más próxima a los círculos alternativos, pero muchas veces tampoco he encajado ahí, y déjenme decirles que en los mundillos hippies o hípsteres o lo que fuera, las normas son mucho más severas.

Vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto, donde las leyes se inscriben desde Facebook o Instagram. Los seres de luz no perdonan nada. Y yo he sido una mala progre, que ha parido por cesárea, no ha probado ayahuasca y no maneja el Me han mandado al carajo (por Facebook, claro) por tener un hijo en lugar de un perro, por no odiar al misógino de Godard (que en paz descanse) o por seguir comiendo gluten.

Yo también he caído en la tentación de contestar, en redes y con “argumentos inteligentes”, para que queden claras mi postura y mi superioridad intelectual. Y después me he sentido pésimo. Me he sentido falsa. Porque sé que en el fondo esas “discusiones” no son más que vulgares y desesperados intentos de poder.

Todas las relaciones son relaciones de poder. No importa qué pensamiento tengas, cuál sea tu ideología, no importa si eres economista, vendedor o artista, lo único que está en juego a través de esas máscaras es el poder. Todos los intercambios humanos son ejercicios de vanidad.

No es que me quiera hacer la chévere, más bien sufro por no pertenecer. De hecho, cada día intento pertenecer; pertenecer es encontrar cómplices y, por eso, escribo. Pertenecer nos hace humanos y de eso se trata vivir. Es solo que me asusta la gente muy convencida.

Más aún la que intenta convencer. ¿Por qué esa necesidad desesperada de que el otro vea igual que tú? ¿No es esa necesidad la prueba más grande del egoísmo humano? La necesidad de dominar, de direccionar la mirada, de conquistar al otro con pensamientos o ideologías igual que se conquistan países.

Si me dicen trascendencia yo digo inmanencia. Si me dicen Boca, digo River. Si me dicen que crea en Dios, me vuelvo marxista; si me dicen marxista, me cago de risa, si me dicen Zizek yo digo Chomsky.
Amigos míos, amigas mías, amigues míes: nos lanzaron aquí sin permiso y flotamos en un planeta solitario en medio de materia oscura; hay gente que dice que la luna es una nave andromediana y todos, absolutamente todos, nos vamos a morir (eso ya lo sabíamos). ¿De dónde sacan tantas certezas? Yo todavía no estoy segura de que la mesa sea una mesa y el perro un perro.

Entonces, cada vez que me pregunten: ¿de qué lado estás?
Yo diré: del otro lado, siempre del otro lado.

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