
La partida de Oswaldo Viteri, cuyas obras aparecieron numerosas veces en esta revista, nos lleva a repasar la vida y el trabajo del maestro que renovó el arte ecuatoriano.
El arte hace inmortales a las personas. Quien ha creado y construido permanecerá en la memoria gracias a su obra: grandes músicos, pintores, escultores, poetas, novelistas siguen vivos a pesar del tiempo. La fuerza y contundencia de su creación hace que vuelvan a respirar. Artistas de la talla de Oswaldo Viteri no mueren. Sus obras, sus tintas, sus sanguinas, los ensamblajes con muñecas arpilleras son esa huella de su presencia.
¿Cómo hacer una retrospectiva de Viteri sin mencionar el retrato de mi madre dibujado con tinta azul que es, seguramente, el primer cuadro suyo del que tengo memoria? ¿Cómo olvidar las anécdotas, incluida una de la “primera performance” realizada en Quito en los años setenta, de la que tanto escuché en las sobremesas familiares? ¿Cómo hacerlo sin recordar una de esas tardes en su taller viéndolo, como si se tratara de magia, tomar el pincel y la tinta china y escribir, con la técnica de caligrafía, las más apasionadas escenas taurinas? ¿Cómo hablar de él sin pensar en maestros suyos como Jaime Andrade, Jan Schreuder o Lloyd Wulf?
Oswaldo Viteri fue uno de los grandes exponentes del arte de la segunda mitad del siglo XX. Pintaba con indignación como decía en una entrevista publicada en las páginas de Mundo Diners en 2004. Es que Viteri tenía su temperamento y este se veía reflejado en su obra, en sus trazos a veces furiosos, en la luz, en el color y en el título que ponía a sus cuadros, unos cargados de humor y otros de ironía, pero nunca de indiferencia.


Arquitecto de profesión y artista autodidacta. Investigador. Estudioso del budismo zen, uno de los fundadores de la Facultad de Artes de la Universidad Central y luego profesor. Nació en Ambato en 1931, migró a los doce años a Quito y en 1951 inició sus estudios de Arquitectura en la Universidad Central. Tenía un talento especial para el dibujo desde niño. Con poco más de veinte años asistió a los talleres de Wulf y Schreuder y, en 1957, hizo su primera exposición individual de pintura y dibujo figurativo.
En 1959 trabajó con Oswaldo Guayasamín en su taller. Un año más tarde ganó el Premio Mariano Aguilera con una obra titulada “El hombre, la casa y la luna”. Su obra de entonces se acerca más al expresionismo.
A Viteri le inspiraba, desde niño, la naturaleza. En sus recuerdos de infancia estaban el campo, el sol, el viento y, sí, el mundo andino, que sería protagonista en varias de sus obras. También le interesaba la naturaleza humana, la belleza del cuerpo expresada en dibujos, tintas y sanguinas. Y, como buen artista de su época, le interesaba la denuncia social.
“Con conciencia social, pero nunca la demagogia o el panfleto”, declaraba. Con raíces andinas, pero siempre conectado con artistas contemporáneos alrededor del mundo como Pollock o Picasso. “Como pintor no me expreso de una forma única, sino de distintas formas, no en una sola línea”, decía Viteri. Ejercía su oficio con rigor y libertad a través de distintos medios y temáticas.
En 1969 residió en Madrid donde conoció, entre otros artistas, a Maryan, pintor judío polaco a quien admiró mucho. Ahí inició su etapa neofigurativa en sus dibujos, obra que transita entre la abstracción pura y la figura.
Del folclore a los ensamblajes

En los años sesenta estudió y trabajó en taller con el antropólogo brasileño Paulo de Carvalho Neto y con un grupo de artistas entre los que estaban Olga Fish, Jaime Andrade, Elvia y Leonardo Tejada. Visitaron las ferias en varios pueblos andinos e hicieron un inventario dibujado de los diseños que encontraron en sus excursiones. Así, en colectivo, construyeron el Diccionario del folklore ecuatoriano publicado en 1964 por la Casa de la Cultura, un clásico en los estudios del arte popular del Ecuador.
Lo precolombino, el arte popular, el sincretismo religioso son parte de los hallazgos de esa aventura y, poco a poco, eso se iría plasmando en los lienzos de Viteri. Las muñecas de trapo y arpilleras se volverían silenciosas habitantes de sus cuadros y ensamblajes.
Además, en ellos incorporaría casullas y otros elementos de la cultura popular y del sincretismo religioso. Estos ensamblajes creados por 1968 serían impronta de su obra de arte. Luego las muñecas de trapo cobrarían nueva vida en sus cuadros, se volverían muchedumbre cubriendo el espacio de sus enormes lienzos o solitarios personajes dentro de un paisaje compuesto por telas y texturas.
Ileana Viteri, su hija, galerista y crítica, los describe: “Los ensamblajes, a veces descarnados en su soledad reminiscente de los páramos andinos, unas veces negros y otras veces rojos, a veces repletos de multitudes coloridas donde apenas asoma el cielo o donde un haz de luz ilumina a unos pocos, al centro, dentro de un cuadrado o un círculo perfectos… estos ensamblajes otras veces rigurosamente geométricos, casi precolombinos, pero paradójicamente bordados de objetos barrocos, son la ruptura de la continuidad lineal y son la misma relativización del absoluto. De allí su gran fuerza creativa e interpretativa”.
Rodolfo Kronfle, crítico de arte, también escribe sobre las muñecas de trapo en la obra de Viteri, sus ensamblajes y sus investigaciones antropológicas: “A más de cumplir una función como juguetes para poblaciones no afluentes, estas muñecas encerraban también códigos rituales y mágicos cuya herencia se puede remontar a tiempos precolombinos. Eran un elemento sincrético perfecto para avanzar sus exploraciones alrededor de la heterogénea identidad del ser americano, andino y mestizo, y su realidad en el complejo entramado cultural del país, muy distinta y contrastante en relación con los contextos hegemónicos de Occidente”.
Añade: “Al incluirlas con un sentido poético como parte de su obra, Viteri elevó estas manifestaciones populares a la esfera del arte, encontrando a su vez una solución al dilema que cerraría la brecha entre sus impulsos como artista y sus inquietudes antropológicas. Este gesto descentró las nociones que se tenían de las muñecas al desplazarlas del ámbito artesanal-popular al de la alta cultura, interrogando así aquellas jerarquías establecidas, algo que posteriormente se convertiría en un rasgo distintivo de la posmodernidad”.
Toros, quijotes y colecciones
En el repaso de la obra de Viteri especial protagonismo tienen sus series de tauromaquia. “Cuando pienso y cuando vivo la fiesta de los toros, me remito irremediablemente a ese claroscuro de Goya, ese monstruo del arte universal que en su iluminada pupila reflejó con claridad absoluta lo más profundo del pueblo español. En lo que a mí respecta, solo he jugado con el negro, pincel en mano he toreado en plazas y plazas, y seguiré toreando con el capote del papel en blanco, hasta cuando mi pulso sea capaz de sostener el aire, ya que como alguna vez le dije a mi amigo José Ortega Cano: cuando pinto, toreo”, decía en 2010.
En el mismo lenguaje de las tintas, el dibujo, la sanguina y el grabado, el Quijote también ocupa un lugar importante en su obra. Quijotes contra molinos de viento, en batalla sobre Rocinante, cabalgando junto a Sancho Panza, son personajes de una de las series.


Viteri fue también un gran coleccionista. Su casa-taller poco a poco se convirtió en casa-museo. Arte ecuatoriano contemporáneo y obras de importantes artistas de otros países, piezas precolombinas, arte colonial y republicano, han ido poblando el espacio familiar y cotidiano. Su taller, repleto de dibujos, retratos familiares, autorretratos y retratos de Marta, su esposa, y también de sus hijas Anamaría, Carmen e Ileana.
Por supuesto, lienzos, esculturas, cerámicas, máscaras, muñecas, grabados, su obra de gran formato y las de formato pequeño, además de pinceles, tintas y tubos de óleo. Viteri, sus libros, su obra, su trayectoria, sus aficiones taurinas y hasta sus fantasmas, mostrando todos sus intereses artísticos junto al mobiliario, el paisaje y la arquitectura misma de la casa.
Arte, política y memoria
El artista no era indiferente al acontecer nacional. En la madurez de su vida, en 2005, coherente con sus ideologías, dedicó sus ensamblajes a la reflexión de la coyuntura política. Las muñecas son su palabra para expresar el descontento. En ese año expuso su serie Los forajidos —como se llamó a quienes participaron en las marchas que derrocaron al entonces presidente Lucio Gutiérrez— y retrató a varios presidentes, personajes deformados y caricaturescos, puestos la banda presidencial, amarillo, azul y rojo, con dos palabras: Mi Poder… (de la banda suprimió las palabras “en la Constitución”) como una ironía.
También pintó a la guerra y sus desastres, inspirado en Goya, pero esta vez sobre Iraq: el dolor y el sufrimiento, la indignación y la ira. La obra de esa serie fue expuesta en la VI Bienal de Arte en Beijing, en 2015. “Debiéramos globalizar la paz”, dijo en una entrevista. “Pinto con rabia, pero también con ilusión, maravillado por lo que uno es capaz de crear”.
En 2006 el Centro Cultural de la PUCE expuso una retrospectiva de su obra: 830 cuadros en una muestra titulada Viteri y punto. En su carrera obtuvo varios premios y reconocimientos.
Viteri fue un buscador. No se copió a sí mismo. Decía que todo era parte de un camino: las tintas, los ensamblajes, el óleo, el lápiz. Un camino siempre abierto a nuevas posibilidades, formas, temas.
Hace veinte años (2003) publicó sus memorias en las que, con un lenguaje sencillo y personal, reflexiona sobre sus propuestas artísticas. “El arte ha sido la mayor preocupación de mi vida. He tenido la suerte de trabajar con la más absoluta libertad, indispensable en el arte y en la vida”.