Por Francisco Febres Cordero.
Fotografía: Juan Reyes.
Edición 447 – agosto 2019.
El general (r) Oswaldo Domínguez da una imagen de absoluta seguridad en cada una de sus acciones. Cuando camina, lo hace con paso seguro y fuerte; al saludar, estrecha la mano con decisión; cuando ríe, ríe sin timidez. Habla con voz potente. Es jovial. Sagaz e inteligente, parece siempre estar en alerta. Viéndolo, es difícil creer que ha sobrevivido a tres accidentes aéreos, una convulsión cerebral, dos diagnósticos de cáncer y dos infartos. A sus 73 años conserva una energía juvenil y, sobre todo, demuestra un exultante amor a la vida.
Curiosamente, esta entrevista transcurre en una casa del barrio en la que los dos pasamos nuestra infancia y juventud: La Floresta. Por lo tanto, nuestra charla se nutre de recuerdos comunes, aunque con una pregunta que se queda sin responder: ¿por qué las calles tienen, casi todas, nombres españoles? Que Lérida, que Madrid, que Toledo, que Valladolid, que Lugo, que Pontevedra, que Guipuzcoa, que Vizcaya, que Isabel La Católica (con monumento y todo). ¿Será tal vez porque en la época en que fue formándose el barrio el hispanismo estaba en pleno auge, con Gonzalo Zaldumbide a la cabeza?
—¿Usted nació aquí, general?
—No, yo nací en San Marcos, en 1946, pero pocos años más tarde el Seguro Social construyó la urbanización Gonzalo Zaldumbide, un grupo de casas para gente de clase media. Mis papás compraron su casa en 1952 y desde ahí mi vida transcurrió en este barrio. Las casas eran pequeñas, de un solo piso, con su jardín. Ese Quito era mucho más modesto, más pobre. Era una ciudad tranquila, de gente sana. En el barrio solo dos o tres familias tenían vehículo, todas las demás utilizaban transporte público (el “colectivo”, cuyo pasaje costaba un sucre; el “especial”, que valía 50 centavos, o el “popular”, que valía 20 centavos). La vida transcurría en la calle, donde jugábamos fútbol. Había un arraigado sentido de la amistad. Claro que la calle tenía su código: uno tenía que demostrar su valentía.
—¿Usted jugaba fútbol?
—El fútbol era mi pasión. Yo cambiaba cualquier actividad por el fútbol. Jugábamos en la calle y dos piedras servían como arco. Pero donde más se desarrolló mi pasión por el fútbol fue en la escuela.
—¿En cuál?
—En el pensionado Borja n.º 2, que quedaba en la calle 9 de Octubre, en un edificio donde antes había funcionado el colegio Alemán. Ese colegio era quizá el único en Quito que tenía una cancha con hierba. Para nosotros era como el Wembley, con la ventaja de que teníamos como vecinas a las guambras del Santo Domingo de Guzmán, que eran nuestras madrinas. La escuela contrataba como entrenadores a algunos argentinos que eran futbolistas de equipos profesionales.
—¿En qué puesto jugaba?
—En la punta izquierda. Un entrenador, Pinola, le propuso a mi papá que me dejara ir a las inferiores de un equipo de Argentina y mi papá le mandó a la porra.
—¿Qué hacía su papá?
—Trabajaba en la Casa Ortega, que se encargaba de importar y vender equipos dentales.
—¿Y su mamá?
—Fue contadora, durante cuarenta años, en una oficina que quedaba en la plaza de Santo Domingo, donde vendían llantas.
—¿Cuántos hermanos?
—Seis. Yo soy el mayor y le llevo diecisiete años al menor.
—¿Qué tal alumno era?
—No era malo. Mi papá era un hombre muy estricto y me exigía.
—Además, me imagino que de por medio estaba la religión…
—Por supuesto, mis padres practicaban la religión con el ejemplo. Tengo presente su honestidad, su pulcritud para honrar los compromisos, para pagar las deudas. La palabra contaba, la amistad contaba tanto como la solidaridad.
—¿Dónde hizo la secundaria?
—En la primaria yo era el capitán de la selección de fútbol y esa fue una tribuna para darme a conocer ante los profesores y los compañeros. Terminado el sexto grado nos preguntaron el colegio al que iríamos. Yo dije que al Benalcázar, porque eso me había dicho mi papá, que era un hombre de pensamiento liberal y cuya economía no le permitía mandarme a un colegio particular. El director del Borja n.º 2, monseñor Andrade, me llamó a su oficina, en la que difícilmente se lograba ver algo por la cantidad de humo que llenaba el ambiente dada la cantidad de cigarrillos que fumaba, me dijo que tenía beca para ir al San Gabriel. No sé qué amarres haría monseñor, pero ante eso mi papá se quedó sin argumentos.
—¿Qué le dio el San Gabriel?
—Una formación ética. Me enseñó a pensar con lógica. Mi reclamo es que no salí hablando inglés. Allí completé mis doce años de formación católica: conozco la historia sagrada tan bien como la historia del Ecuador. Allí se me inculcó la devoción al Santísimo y a nuestra madre Dolorosa. El San Gabriel, además de la formación ignaciana, cultivaba las virtudes, las aptitudes de los alumnos. Había clubes de pintura, de oratoria, de ascencionismo. Tenía periódicos murales para quienes mostraban vocación por la escritura, por la literatura, áreas en que tenía grandes profesores como Hernán Rodríguez Castelo o Ernesto Albán Gómez. En general contaba con un plantel docente de lujo para las distintas materias.
—Tal como muchos gabrielinos, ¿lleva en la billetera la estampa de La Dolorosa?
—Por supuesto (saca su billetera y me muestra la imagen). Es parte de nuestra identidad. Ella nos protege.
—¿Y el fútbol en qué quedó?
—Yo era un futbolista nato. Aparte, en cuarto curso, junto con dos compañeros, fuimos escogidos para darle vida al teatro del colegio, un edificio enorme, recién construido. Nosotros éramos los encargados de preparar la proyección de las películas todos los viernes. Esa fue mi primera empresa. Yo era, digámoslo, el presidente ejecutivo del cine del colegio. Conseguíamos las películas, pagábamos a quien limpiaba la sala, cobrábamos las entradas y luego hacíamos cuentas con el padre José Ribas. Cuando salimos, nuestro legado fue dejar el cine totalmente equipado, con máquinas de 35 mm, pantalla para cinemascope y todo.
—A todo esto, ¿dónde estaba el amor?
—A los dieciséis años me enamoré perdidamente de una vecina del barrio. Tan enamorado estaba que pasaron a un segundo plano mis obligaciones de estudiante. En quinto curso me avisaron que había perdido la beca, lo que significaba una tragedia. En eso me llamó el padre Ribas y me dijo: tú has conseguido que el cine funcione, y el cine te va a pagar la pensión. Y así terminé, aunque me quedé suspenso para el grado de bachiller porque seguía brutalmente enamorado. Quería entrar a la escuela de Aviación, pero la suspensión de mi grado truncó esa posibilidad.
—¿Por qué a la escuela de Aviación?
—Porque tenía dos amigos aviadores: uno militar, vecino del barrio, Renán Villacreces, quien era ocho años mayor que yo y, cuando regresó de sus estudios en Estados Unidos, me produjo una profunda admiración ver su casco de piloto, las fotos de la base aérea, los aviones en que había volado, su chompa de cuero llena de sellos. También tenía otro amigo, el Quique Burgos, que era aviador civil, con quien veíamos las películas de la Segunda Guerra y armábamos los aviones a escala; teníamos todos los modelos.
—Al fin, suspenso y todo, ¿se graduó de bachiller?
—Me gradué en septiembre y no en julio y, por lo tanto, ya no podía entrar a la escuela de Aviación porque las clases habían comenzado, lo que fue para mi papá una tremenda decepción. Y entonces ya no me quedaba otra alternativa que el fútbol.
—¿En qué equipo?
—La Universidad Católica entrenaba en el colegio Americano, cuando quedaba en la calle Toledo. Con un grupo de amigos del barrio íbamos a la cancha a patear la pelota y un día, en septiembre del 64, me vio el entrenador de la Católica, Eduardo Zambrano, y me propuso integrar el equipo. Me preguntó: ¿dónde juegas? Le dije que en la calle. Con el encargado del club, Carlos Egas, que era a su vez decano de la facultad de Economía de la Católica, me reclutaron con la bendición de mi papá. Me pagaban 600 sucres. Pude entrar a estudiar Economía, sin costo. La Católica ascendió a profesional en 1965 y el entrenador, un italiano de apellido Bartoli, fue designado entrenador de la selección ecuatoriana amateur para el campeonato bolivariano que se iba a realizar en Quito. Allí no me pagaban, pero quedamos campeones bolivarianos, con medalla de oro y todo. Luego volví a la Católica como profesional.
—Ya como estudiante de Economía, ¿amén aviación?
—No. Nuevamente en la FAE llamaron a exámenes y decidí dejar todo para ser aviador. Y allí, luego de cuarenta años, terminé mi vida militar.
—¿Le sorprendieron muchas cosas de la vida militar?
—Yo venía de un círculo de clase media, con una experiencia en el fútbol donde conocí a gente humilde, con otras costumbres, otros hábitos. Y eso me sirvió. Cuando entré a la Fuerza Aérea me topé con la más disímil gama de ecuatorianos. En 1966 entramos 64 alumnos. Apenas ingresé perdí mi nombre y me lo cambiaron por un número. De los 64 terminamos graduándonos trece, yo como la segunda antigüedad, luego de tres años de estudio y uno de vuelo.
—¿La base era en Salinas?
—Sí. Me ayudó haber sido deportista porque resistía el entrenamiento físico, que es durísimo. También el fútbol me sirvió, porque en la FAE los futbolistas éramos una élite. Fue, en todo caso, un gran impacto, pero todo se superó cuando entendí la doctrina militar.
—¿Que consiste en qué?
—En dos pilares fundamentales: la autoridad moral, que se consigue a través del ejemplo, y la vocación de servicio. Esos son los dos grandes parámetros que uno tiene que tener presente.
—¿Y la jerarquía?
—La escuela de cadetes era una escuela de líderes.
—En esa época estaba presente, en llaga viva, el problema limítrofe con el Perú.
—Al finalizar el día, cuando estábamos listos para ir a dormir, nos preguntaban: ¿De quién son el Amazonas y la región oriental? Y nosotros: ¡Del Ecuador son por derecho, del Ecuador son por herencia y del Ecuador serán por las armas! Nos levantaban a las 5:30 y nos preguntaban: ¿Para qué vamos a trabajar este día? Y nosotros: ¡Para reconquistar por las armas lo que la política y la diplomacia han cedido! Teníamos metida en la cabeza la bandera peruana y en los polígonos de tiro la puntería mejoraba si el objetivo era la bandera blanca y roja. En fin, fue una formación estricta, con mínimos abusos. Prevalecía el honor militar.
—¿Y el aire?
—Todos nos graduamos volando un avión de entrenamiento que había pertenecido a la marina de Estados Unidos y se utilizó en la guerra de Corea. Un avión enorme, de hélice. Militarmente adquiríamos el grado de subteniente a los tres años y el cuarto solo nos dedicábamos a volar, hasta completar doscientas horas que incluían acrobacia y formación.
—¿Por qué pasó del avión al helicóptero?
—Un amigo, Franklin Pico, era el gerente financiero de la William Brothers y empezaba a sonar la construcción del oleoducto, por 1969. Me preguntó qué iba a hacer. Le dije que irme a la base de Taura. Me contó que estaba trabajando en el Oriente, donde no había un solo piloto ecuatoriano de helicópteros, todos eran colombianos. El sueldo que pagaban en la William era diez veces más grande que el que ganábamos en la Fuerza Aérea. Me quedó rondando eso en la cabeza y escogí hacerme piloto de helicópteros. Como era la segunda antigüedad me dieron gusto, porque ser piloto de helicópteros no era algo muy apetecido: todos querían el avión de guerra.


USAF, y el señor de Murias de Braniff International
Airways.
—¿Cómo aprendió a volar helicópteros?
—En unos aparatos de la Segunda Guerra, viejísimos; me caí en dos de esos. La primera vez cuando apenas tenía acumuladas dieciséis horas de vuelo y, como parte del entrenamiento, aterrizábamos y decolábamos, aterrizábamos y decolábamos y con mi compañero, que era tan experto como yo, también con dieciséis horas de vuelo, nos vimos en emergencia pues se rompió el acelerador. Nos regresamos a ver: ¿y ahora? Estábamos sobre un terreno pantanoso, un arrozal cerca del agua, y cuando íbamos con rumbo al agua apareció intempestivamente un árbol que hizo que perdiéramos el rotor y cayéramos de lado en el arrozal. Era la una de la tarde, nos rescataron y a las tres de la tarde el comandante del escuadrón nos dio la bienvenida ante nuestros compañeros, por haber salido ilesos del accidente. El árbol, y ahí veo la presencia de Dios, hizo que cayéramos de costado. Entonces el comandante nos felicitó poniéndonos como ejemplo de cómo se hace un buen aterrizaje de emergencia: de costado. Un año después quien iba de piloto, yo iba de copiloto, con una audacia sin límite, hizo una maniobra prohibida y se rompió el rotor de cola. El helicóptero comenzó a girar como una licuadora. Tuvimos golpes, pero los dos nos salvamos. Yo tenía veinticuatro años. A los pocos meses, la Fuerza Aérea compró helicópteros franceses y, de los diez pilotos, dos fuimos seleccionados para seguir cursos en Francia.
—Qué tragedia ir a Francia porque usted seguramente seguía enamorado de la misma chica…
—Era tan puro mi amor por esa chica que, cuando me quedé de grado de bachiller, lo único que esperaba era que ese amor me fuera a ver y me diera un abrazo porque, al fin y al cabo, por ella había descuidado mis estudios. La fui a visitar y resulta que se había ido a una fiesta en el Círculo Militar con unos gringos que habían llegado en el intercambio. Ahí acabó todo. Hablando en términos de aviación, puse swich off. Entonces hasta la vida se me hizo más simpática. Veía a otras chicas, a las cabineras guapas, hasta que apareció el amor de mi vida, Anita Maldonado, quien estaba en cuarto curso de colegio. Nuestras familias eran muy amigas y, cuando todavía era cadete, comenzó nuestro romance. Estuve en Francia dos años y, en diciembre de 1973, nos casamos. Hemos formado un hogar maravilloso con tres hijos y seis nietos. En todo este trayecto he sentido que hay alguien superior que todavía me da la oportunidad de hacer el bien.
—¿Por qué dejó de volar?
—Vine de Francia como el primer piloto de la Fuerza Aérea del Ecuador que volaba el Puma. Me sentía todo un Gagarín. Tuvimos una misión de vuelo que consistía en colocar unos cables de energía eléctrica desde Guayaquil hasta Pascuales, algo muy complicado. Con un gancho teníamos que colocar el cable sobre los postes para que los templaran desde tierra. Fueron nueve horas ininterrumpidas de un trabajo abrumador. Probablemente me deshidraté y luego de aterrizar perdí el conocimiento. Me desperté con convulsiones. Me llevaron al Hospital Militar y estuve varios meses tomando pastillas fuertísimas. El destino se me presentaba incierto porque lo único que sabía era volar. Me había casado hace seis meses y mi mujer estaba embarazada. No sabía qué iba a ser de mi vida. Me mandaron a un hospital en Estados Unidos donde me dijeron que no tenía nada pero que no podía volar sino después de tres años porque esas convulsiones podían repetirse. Me recetaron pastillas para la epilepsia. Nació mi hijo. Entré en una disyuntiva, ¿qué hago a los veintiocho años de edad? Durante esos tres años me metí a estudiar. Estudiaba frenéticamente. Me tenían prohibido nadar, bañarme solo. Querían ver si estaba enfermo. Hice un curso y saqué la primera antigüedad. Me mandaron dos años al Brasil. Ahí entré al campo de la pedagogía. Aprendí Filosofía de la Educación. Luego, mi vida en la Fuerza Aérea solo fue enseñar. Estuve en la escuela de Cadetes, en Paquisha, al mando de catorce aviones, luego estuve en la Academia de Guerra y también estudié y fui profesor en la Academia de Guerra de Chile. Todo eso me hizo ver el mundo de manera distinta: era capaz de hacer otras cosas. A los tres años, sin que me hubiera dado ninguna otra convulsión, regresé a Salinas y, dos horas después, volé con un instructor que, como parte de la prueba, me obligó a realizar una barrena sobre la torre de control. Lo logré. Dos días después me ordenaron presentarme en el Ministerio de Defensa. Me dieron el pase a la escuela de Cadetes, como comandante. En 1977 la Fuerza Aérea compró los mejores aviones de entrenamiento del mundo. Tuve la suerte de ser el comandante y traer veinte aviones. Desarrollamos aquí toda la doctrina de entrenamiento con aviones modernos. Con esos entrenamientos se formaron los pilotos que enfrentaron las diferentes situaciones bélicas que vinieron después.
—¿Qué pasó con usted en la guerra de Paquisha?
—El alto mando decidió que, como no teníamos radares, algo parecido a lo que pasa en la época actual, los aviones tenían que hacer reconocimiento aéreo. El entonces capitán Domínguez, con trece aviones atrás, decolaba en Salinas y recorría todo el golfo de Guayaquil. Íbamos hasta la Isla del Muerto, frontera con el Perú, viendo que no hubiera ni buques ni aviones incursores de la armada peruana. En Paquisha los helicópteros jugaron un rol importantísimo porque, entre otras cosas, recuperaron al capitán Brito, un héroe de guerra. Las Fuerzas Armadas tenían veinte aviones F-1 Mirage y doce aviones Jaguar, pero no tenían ni los Kafir ni los radares. La actuación preponderante fue la de los aviones de transporte que llevaban soldados al área de Paquisha. Los aviones no permitieron que haya incursiones de aviones enemigos en el territorio ecuatoriano. No hubo enfrentamientos aéreos, como sí los hubo en la guerra del Cenepa, donde yo fui director de Recursos Humanos. Ya era coronel y servía en el Ministerio de Defensa, desde donde dirigíamos las acciones de guerra.
—Habiéndose formado bajo el concepto de que el enemigo era el Perú, ¿cuál fue su reacción ante la firma de la paz?
—Bastante similar a la de todos los ecuatorianos. Tal vez la expresión del general Gallardo la resume: no recuperó la diplomacia lo que recuperaron las armas. Pero, en honor a la verdad, cuando estuve en Chile estudiando en la Academia de Guerra hallé documentos que no encontré aquí a lo largo de mi preparación, y vi que nuestra historia adolecía de algunas debilidades, de alguna falta de sustento. Consecuentemente, cuando había que poner los documentos frente a quienes iban a tomar una decisión, había bastante más solidez en los argumentos peruanos que en los ecuatorianos. Sin embargo, haber lavado el honor militar después de la vergonzosa derrota de 1941, fue el mayor orgullo.
—Unas Fuerzas Armadas recuperadas pero luego debilitadas durante el correato…
—Totalmente debilitadas. Cuando ya no existía el problema limítrofe con el Perú, surgió el de la droga. En el año 2000 yo ya estaba en funciones de comandante general y hubo la sensación de que las Fuerzas Armadas no eran importantes, como que el enemigo había desaparecido. Sin embargo, resultó que la frontera norte estaba invadida pacíficamente por colombianos que empezaron a penetrar y apoderarse de grandes capitales ecuatorianos en Santo Domingo, en la frontera de Lago Agrio, en el Putumayo, donde estaba el centro de la coca. Surgió el Plan Colombia que tenía una estrategia común entre Estados Unidos y Colombia para destruir los sembríos. Entonces la coca migró y terminó sembrándose frente al río San Miguel, en nuestro noroccidente. Se perdió la visión y la necesidad de tener Fuerzas Armadas y en 2000 el Congreso decidió suspender la entrega de las regalías del petróleo a las Fuerzas Armadas, aduciendo que ya no había amenaza. Y vino un Gobierno que destruyó la doctrina, la ideología de las Fuerzas Armadas, a más de quitarle los recursos económicos. Como supuestamente los militares no tenían qué hacer, se les otorgó tareas secundarias, como cuidar los incendios de los bosques. Se arruinó lo más importante que es la moral de un soldado, al que se lo dejó sin norte, sin jefe; se comenzó a destruir la esencia, los elementos estructurales de la doctrina. Gracias a Dios, se ha logrado enderezar un poco el rumbo, pero todavía hay mucho por hacer. Todos los ecuatorianos deberíamos ser conscientes de que tenemos que rescatar las instituciones. Finalmente, en mi trayectoria he visto unas Fuerzas Armadas pobres, bien pobres, hasta que llegó el petróleo y se compraron sistemas de armas, no aviones para desfilar, como esa burla miserable de aceptar aviones de Venezuela, una afrenta a nuestra dignidad, en la década del setenta, que se utilizaron veintiséis años más tarde con eficacia. Me duele lo que pasó en la época en que más dinero hubo y se lo despilfarró miserablemente. Dejar al Ecuador sin vigilancia aérea trayendo radares de China que no sirvieron para nada, helicópteros de India que cobraron vidas y que, como respuesta, se nos dijera que ganamos plata porque el seguro nos pagó más de lo que costaron. Además, se pretendió acabar con la jerarquía en una institución necesariamente jerarquizada. Por suerte hay todavía mandos comprometidos con la institucionalidad del país y contamos ahora con un gran ministro de Defensa, aunque lo que se destruyó en diez años es difícil componerlo en dos.
—¿Cuándo dejó las Fuerzas Armadas?
—En 2002. Ya van a ser dieciocho años.
—¿Qué hizo después?
—Soy miembro del directorio del Banco General Rumiñahui. El banco tenía una empresa de vigilancia armada y seguridad, que era un dolor de cabeza. Se creó una empresa de transportación de valores, que luego adquirió el Banco Pichincha, y yo la administro. Somos una empresa filial y subsidiaria del sistema financiero. Lo que hacía con los avioncitos ahora toca hacer con los camioncitos. Es una administración de manejo de riesgo con vehículos blindados.
—¿Y se han mantenido sus viejas aficiones, como la del cine?
—No. Mi gran pasión es la familia. Lo más hermoso que he construido en mi vida ha sido mi familia. Tengo una vida familiar intensa con mis hermanos, mis hijos y lo más hermoso que me ha dado Dios son los seis nietos, el primero de los cuales, de veintisiete años, se acaba de casar. En cuanto a los deportes, del fútbol pasé al tenis, porque la bola era mucho más chiquita, y de ahí pasé al golf. Trato de sacarle el jugo a cada día, tengo ganas de seguir viviendo y ver lo hermoso de la vida en todos sus aspectos, la naturaleza, los amigos. En lo que me resta de existencia, lo que quiero es hacer el bien en lo que pueda.

Nicolás y Andrés.

Ignacio, Romina y Andrés, 2019.
—Usted que ha estado volando en las alturas, ¿ha visto por ahí a Dios?
—Siempre lo siento. Cuando voy a dormir trato de encontrar en qué momento de ese día sentí la mano de Dios. He tenido una linda vida. No tengo amargura en el alma, no tengo de qué quejarme, no tengo nada que reclamarle a Dios.
—¿Ni por sus accidentes y enfermedades?
—Decretaron que padecía cáncer al colon y me dieron dos meses de vida, pero lo que descubrieron era que tenía un absceso de amebas en el hígado. Me pusieron una inyección en la vena y desapareció el cáncer. También tuve un amarizaje en una avioneta y fui rescatado. Tengo dos stents por infartos. Me dijeron que tenían que operarme el cerebro por un tumor en la hipófisis, pero me curé con pastillas. Y después de todo eso, aquí estoy. ¿Cómo no darle gracias a Dios?