Ospina se le mide a Lord Byron

Por Óscar Vela Descalzo

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El colombiano William Ospina visitó el Ecuador para promocionar El año del verano que nunca llegó, un texto que conjuga la novela con la crónica histórica de esos inicios del romanticismo inglés liderados por Byron y Shelley. Poeta también, ensayista y reconocido narrador de novela histórica, Ospina ganó el Premio Rómulo Gallegos 2009 con El País de la Canela, que forma parte de una trilogía sobre la Conquista que mucho tiene que ver con nosotros. Como tiene que ver la vecina Colombia donde, al lado de la guerrilla y el narcotráfico, observamos un auge cultural impresionante. Pero vamos por partes en esta charla exclusiva para Mundo Diners.

—¿Tu fascinación por la historia es una camisa de fuerza de la que no quieres separarte o te ves más adelante también como un novelista de ficción pura?

—Siempre he tenido una fascinación por la historia y mis poemas, de una manera creciente, giraban en torno a temas históricos. El país del viento intentaba ser una colección de voces de la historia milenaria de América con personajes históricos y de ficción, y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? está compuesto de poemas y monólogos de personajes del siglo XX. Los ensayos me llevaron luego, de forma más profunda, hacia los temas históricos y más tarde la trilogía de novelas históricas me obligó a investigar la conquista de América. En esa trilogía yo era un testigo, un narrador que desde afuera mira la trama de la historia; en cambio, en esta nueva novela, me vi forzado a ser parte de la trama como personaje y narrador, y eso me obligó a involucrarme dentro de la historia. Esta ha sido la mayor audacia que me he permitido hasta ahora como narrador.

—En El año del verano que nunca llegó hay una serie de circunstancias que se alinean para llegar a la noche del 16 de junio de 1816, cuando se juntan aquellos personajes en Villa Diodatti. ¿Qué circunstancias particulares te llevaron a esta historia plagada de azares?

—Desde hace mucho tiempo he sido un lector entusiasta de los poetas románticos y un rastreador febril del romanticismo. Muchos de los temas que aletean alrededor de Villa Diodatti estaban presentes en mí como preguntas e inquietudes, y cuando me encontré con estos extraños hechos pensé que debía reconstruirlos para contar una historia que, de algún modo, me había perseguido.

—Hay algo especial con aquella mansión que pasa a ser un personaje esencial en tu libro…

—La casa para mí fue muy misteriosa desde el primer momento, pues el hecho de que ahí hubieran nacido dos monstruos famosos en la misma noche ya es algo que merecía levantar nuestras sospechas. Y cuando descubrí que, dos siglos atrás, otro monstruo de la literatura y la leyenda, como el Lucifer de Milton, también habría nacido allí, pues entonces me dije: “Esa casa es de verdad un templo de la luz o de las tinieblas”. Sentí que allí estaba encerrado el espíritu del romanticismo, que Villa Diodatti era aquella gran catedral cósmica de los poetas románticos.

—Sobre los personajes de carne y hueso, ¿cuál fue tu relación con ellos, tu comodidad o incomodidad mientras escribías esta novela?

—Byron es un personaje fascinante y es el primero que atrae nuestra atención, incluso en un momento inicial solo vemos a Byron porque es un ser invasivo, histriónico, un gran viajero y un gran poeta, un aristócrata y un villano, y él cumple con todos esos roles de una manera muy vistosa. Terminé convencido de que no solo era un gran personaje histórico sino también un extraordinario poeta.

Shelley se ve como un ser gris junto al otro; sin embargo, a medida que uno se adentra en él, se descubre un ser lleno de convicciones, de principios, de valores, de ideales, de rebeldías verdaderamente cósmicas, de llamados a una transformación radical de la historia, y así Shelley se convirtió para mí en un ser bellísimo y muy emblemático para nuestra época, por su amor por la naturaleza y su sentimiento de responsabilidad con el cosmos.

Mary Shelley también se volvió un ser complejo, llena de luz y de sombras, responsable de grandes preguntas y grandes indagaciones. Sentí que había un valor enorme en que una muchacha de dieciocho años hubiera sido capaz de inventarse la historia de Frankenstein y no acobardarse frente a ella, y dejarla convertida en una leyenda para la posteridad. Después apareció Polidori, otro ser lleno de matices. Es el gran trágico de la historia, un niño precoz, genio, que a los veintiún años escribe una gran obra y muere a los veinticinco años de forma tan tremenda.

—¿Cómo te sentiste como personaje dentro de esta novela?

—Cuando uno se ha convertido en personaje y narrador de una historia no deja de tener tentaciones, pero yo sabía que estaba prohibido de caer en la soberbia, porque la inverosimilitud de la narración podía destruir la novela, y tuve mucho cuidado de evitar los pozos de vanidad que me acechaban.

—En esta novela eres una especie de Víctor Frankenstein que unió varios pedazos de historias para crear un todo al que le diste vida propia. ¿Cuál es tu relación con ese fantástico monstruo creado por Mary Shelley?

—Cuando estaba presentando la novela en Ibagué, Colombia, no hace mucho, un muchachito de unos quince años me preguntó: “¿Por qué cree que Mary Shelley creó a Frankenstein uniendo fragmentos de cadáveres distintos si podía simplemente despertar un cadáver y hacerlo más fácil?” Mi primera respuesta fue que no sabía por qué lo había hecho de esa forma, pero más tarde, cuando lo pensé, me dije que ella no se limitaba a despertar un cadáver en una historia de mera resurrección, lo que se proponía era crear un monstruo y para eso se necesitaba aquella deformidad, su carácter contrahecho y su figura lamentable.

Yo sentí también en esta novela la monstruosidad de querer unir un montón de fragmentos que no sabía si podían calzar unos con otros. Debía encontrar el modo para unirlos y lograr que cobraran vida en términos literarios, y que pudieran ser vividos como un solo relato. Y es que la vida en literatura solo consiste en una cosa: en que el lector esté atrapado desde el principio hasta el final.

—¿Cómo marcó tu trilogía histórica el antes y el después de tu carrera literaria?

—Antes de la trilogía nunca pensé seriamente en escribir una novela; de hecho, solo después de recibir el Premio Rómulo Gallegos por El País de la Canela, empecé a llamar con confianza ‘novela’ a esas dos obras a las que todos llamaban así pero que todavía me resultaba extraño, pues solo me sentía capaz de escribir cosas más breves como relatos o poesía. En todo caso, cuando tuve en mis manos esa cantidad enorme de documentos históricos de la conquista de América comprendí que había allí tres momentos distintos en que se podía dividir la historia: el primero con el viaje final de Ursúa a conquistar la selva repitiendo el camino de Orellana; el segundo con el viaje de Orellana viviendo por primera vez la experiencia de conquista la selva, y el tercero con la historia de Ursúa cuando era niño y llegó a estas tierras.

Debo confesar que estudié a Ursúa con un poco de temor reverencial con los historiadores y traté de ser muy riguroso con los datos, de atender mucho a las crónicas, de ser muy cuidadoso con los detalles, pues el mosaico era bastante grande y de algún modo estaba armando una buena parte de la historia de América.

—¿Cuánto te costó desprenderte finalmente de esta historia americana para dar el salto hacia el otro lado del mundo?

—Pude hacer la transición entre la Conquista y la era romántica gracias a que en 2010 escribí un libro sobre Bolívar, aprovechando que un amigo me había pedido ayuda en un libreto para teatro sobre el Libertador. Mientras estaba escribiendo ese libro, regresé otra vez a mi vieja fascinación por la era romántica y allí me encontré con Byron, que era un gran admirador de Bolívar y quería viajar a América para enrolarse en los ejércitos libertadores. De este modo, me vi metido en esta nueva novela.

COLOMBIA, LA GUERRA Y LA PAZ

—¿A qué le atribuyes esta generación tan grande de buenos escritores en tu país?

—Siento que hay momentos en la literatura de los pueblos en que surgen espontáneamente muchas voces y las favorecen también ciertas condiciones de divulgación, publicidad, de mercado editorial. Pero en nuestros países ha habido siempre una gran ebullición literaria, que no siempre ha sido favorecida por la historia. Cuando me encontré con la obra de Juan de Castellanos, una obra del siglo XVI que para mí configuraba el gran descubrimiento poético de nuestra América y vi que había estado desdeñado durante siglos como una crónica polvorienta que no valía la pena mirar, me dije: “No sé si hemos valorado con justicia nuestra tradición literaria o si hemos sido negligentes con nuestros autores como con tantas otras cosas”. Estamos llenos de prejuicios y de barreras, y creemos que solo existen diez nombres y nadie más, y así descartamos escritores muy valiosos de nuestra tierra. Cuando nacen los grandes autores no lo hacen por generación espontánea, siempre hay detrás una larga tradición de acumulación de búsquedas y de inquietudes narrativas.

—¿Quizás en el caso colombiano también ha contribuido aquella larga historia de violencia que empezó en la Conquista y que pasó por los enfrentamientos de liberales contra conservadores, terminando luego con la guerrilla?

—Creo que la violencia forma parte de todo ese crecimiento literario, pero esto también ha surgido como una reacción contra esa violencia. Cuando surgió García Márquez parecía un rayo de cielo sereno, todos nos preguntamos: “¿De dónde salió este señor, cuál fue su origen?” Sin embargo, hay una larga tradición de la literatura colombiana y latinoamericana de la que Gabo se nutrió. Ahora, es importante señalar que el éxito de la literatura colombiana desde finales del siglo XX se debe, en gran parte, a la gran receptividad de la sociedad colombiana con sus escritores. En Colombia se lee mucho y, sobre todo, se lee a los autores nacionales cuyas obras han entusiasmado de verdad a los lectores del país.

—Hablando sobre el tema de la paz, ¿va a algún lugar este proceso que se encuentra en marcha y que mantiene expectante a la sociedad colombiana y al mundo en general?

—Yo también me lo pregunto y todos los colombianos nos lo preguntamos. Sabemos que la paz es necesaria y que esa guerra hay que terminarla, por supuesto, pues Colombia no puede seguir con la carga inmensa hacia el presupuesto que implica mantener una guerra durante 50 años, pero hay que ponerle atención a que antes de esa guerra hubo otras guerras y otros largos pasajes de violencia y, sin embargo, los Gobiernos colombianos le han echado la culpa de todos los males del país a esta guerra en particular. Y los males siempre estuvieron allí pero el Gobierno y las élites han usado solo esta guerra como pretexto.

Estoy convencido de que las verdaderas causantes de los males de Colombia no han sido estas guerras pasadas y presentes sino las élites y los Gobiernos que han usado al Estado para su propio beneficio y el de sus socios. La dirigencia colombiana ha sido responsable por acción u omisión, y ahora hacen todo lo posible por terminar esa guerra, sin modificar en absoluto las causas primarias: las grandes desigualdades, la inequidad; sin terminar los tremendos privilegios de cierta parte de la sociedad colombiana. Me sorprendería mucho que podamos alcanzar esa paz tan añorada sin corregir las causas de la violencia, sin hacer un esfuerzo mínimo por conseguir otros niveles de justicia e integración de millones de personas que viven en la indignidad, personas que están excluidas de todo, que viven en la desesperación, viviendo a veces de la violencia misma. En fin, miro con mucha esperanza el proceso de paz colombiano, pero esta solo se logrará haciendo las concesiones recíprocas de ambas partes y no echándose la culpa mutuamente.

—¿Qué opinión te merece el llamado nuevo socialismo o socialismo del siglo XXI, algo que todavía nadie ha logrado definir con claridad y no sabemos exactamente de qué se trata?

—Veo con mucha simpatía el proceso que se ha dado en ciertos países de América en la última década, sin que eso signifique que apruebe irrestrictamente todo lo que ocurre. Miro con especial simpatía los esfuerzos por beneficiar a la gente humilde. No he retirado mi respaldo a la revolución bolivariana de Venezuela, a pesar de la tremenda campaña mediática en contra que tiene este Gobierno en todo el mundo. Algo por la gente humilde se estará haciendo allí cuando sigue teniendo un gran respaldo popular durante tanto tiempo. Sin embargo, no estoy de acuerdo con hechos como la prisión de Leopoldo López, por ejemplo, pues no creo que el mejor instrumento de un proceso renovador en términos políticos sea utilizar la cárcel como recurso de la justicia, esto es contraproducente.

Hay un debate muy importante como es el de la libertad de expresión y, en general, el asunto de los derechos humanos, pero también hay otro debate sobre los derechos humanos que no se libra con la misma contundencia y es, por ejemplo, el derecho a la alimentación, a la salud, a la educación, que en Colombia no se cumple jamás y no provoca nunca reacciones importantes. Ni Estados Unidos ni la Unión Europea le están mirando jamás las costuras a Colombia porque los niveles de alimentación o de salud sean tan deplorables.

—Para terminar, ¿has llorado alguna vez escribiendo una novela?

—Escribiendo mis novelas no he llorado, pero mientras escribía algún poema sí que lo he hecho. En todo caso, me resulta más fácil llorar leyendo que escribiendo. Cuando escribo vivo con pasión y con vehemencia, pero a la hora de narrar trato de mantener cierta distancia con los hechos para hacerlo de la forma más objetiva posible.

—¿De qué color crees que será la muerte?

—No lo sabemos y prefiero tener la incertidumbre frente al futuro, y no solo respecto al color, sino también a la música, al sabor y al olor. Sobre esto recuerdo dos versos de Robert Brown que decían: “Aún falta lo mejor/ el final de todo esto/ aquello para lo cual fue hecho el principio”.

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