Luego de que el rastrillo rasguña su piel, el filo mohoso de una hoz zanja su tronco de un solo tajo, sin piedad. Su savia se derrama lentamente en forma de lágrimas por el surco trazado. Una cubeta metálica recolecta, paciente, su sangre lechosa, néctar de la riqueza y de la pobreza, de la esclavitud de todo un pueblo. Esta es la paradójica historia del caucho u oro blanco, historia donde los ricos gozaban de todo aquello que los pobres no alcanzaban ni a soñar.
Media hora navegamos por el río Negro, desde Manaos hacia el norte, hasta llegar al seringal Vila Paraíso, más conocido como museo del caucho. La lancha de un solo motor se detiene en un pequeño puerto de madera. Al final de la playa de arena blanca se divisan tres casonas de madera. Vila Paraíso está ubicado en Igarapé São João y es una réplica exacta de un seringal —nombre que se les dio a las haciendas del caucho— que existió hace más de 120 años.
En la puerta principal del museo, Jaime Enrique Souza espera. Este seringueiro manauense será el guía. Tiene 77 años y es padre de once hijos. Lo miro con atención y en su rostro apergaminado sobresale una sonrisa en forma de luna nueva y unos ojos que brillan como cuarzos. Me invita a caminar por el bosque. Su papá fue, quizás, uno de los últimos esclavos de la borracha, término con que se le llama acá a la leche del árbol que llora.

—¿Qué representa la selva para ti? —le pregunto, mientras los 45 grados centígrados de temperatura me hacen arder.
—La selva para mí es todo en el mundo, es mi casa, es mi vida, porque nací y me crie en medio de ella. Mi madre es este bosque.
Opulencia y esclavitud
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Manaos deslumbró al mundo por una riqueza que, gigantesca, se levantaba sobre la explotación del caucho y el trabajo esclavo de miles de seres humanos. Mientras camino con Jaime por la selva, veo cómo surge la habilidad del seringueiro para reconocer a cada árbol como si fuera uno más de su familia.

Jaime me pregunta si sé algo sobre la primera fiebre del caucho. Me quedo callado unos segundos. Los territorios amazónicos estaban habitados en su mayoría por etnias indígenas —me dice—, pero la llegada de los primeros colonos sedientos de látex provocó un sanguinario enfrentamiento con los nativos. Los enfrentamientos terminaron en torturas, masacres, prostitución forzada y esclavitud.
El dinero del oro blanco lo compraba todo e hizo de Manaos el corazón de Brasil. Jaime recuerda una conversación que mantuvo una noche con su padre, quien había trabajado desde los diez hasta los ochenta años como esclavo en un seringal. Le contó que, durante aquel boom del caucho, esta ciudad comenzó a crecer rodeada de lujos. Incluso, relata, llegó a tener luz eléctrica en sus calles y casas antes que en Londres. Los ricos vestían con sedas, satines y rasos italianos, sus mesas exhibían finos manteles blancos, cristalería de bohemia y de carey, porcelana china y de las Indias orientales, cuchillos, tenedores y cucharas laminados en plata antigua.
La fortuna que generó el caucho fue tal que pequeños pueblos perdidos en la nada se convirtieron de la noche a la mañana en prósperas ciudades donde se nadaba en la abundancia; al igual que ocurrió en California en 1848 con la fiebre del oro.

Pero en la base de la pirámide social estaban los seringueiros, quienes extraían de los árboles la seringa o látex vegetal. Al dueño del seringal se lo llama seringalista y era el patrón de todos. En medio de tal riqueza, a estos esclavos les estaba prohibido cultivar dentro del seringal y solo les era permitido comprar comida y ropa en la tienda del patrón, que se las vendía cuatro veces más caro. Las deudas con el seringalista eran tan grandes que pasaban de padres a hijos.
Jaime continúa

“En cada seringal trabajábamos un mínimo de cien personas, entre dieciocho y veinte horas por día. Nos levantaban a la una de la mañana y no parábamos hasta las ocho de la noche o hasta que todo esté terminado. El seringueiro comenzaba a trabajar en el caucho desde los diez años. El trabajo era difícil, éramos esclavos, nunca ganábamos nada. En ese tiempo no había otra clase de trabajo, mi papá nunca pudo decidir dónde trabajar, él nació y murió donde le tocó en suerte”.
En la Amazonía se organizó una vasta red de extracción y distribución del látex a través de un sistema de endeudamiento. El seringueiro debía entregar la goma a su patrón, quien, precisamente para garantizar ese fin, ya le había adelantado alimentos, mercancías, medicamentos y herramientas. Para ello este negociante se había financiado mediante una deuda contraída con una Casa Mayor, como se denominaba a estos prestamistas. A la final, estas casas, que se hacían del producto, controlaban la operación y se encargaban de vender el látex a las empresas exportadoras localizadas en Belém do Pará.
Jaime viaja y hace una pausa recordando a su padre, toma aire. Me cuenta que en 1912 era ilegal sacar las semillas del caucho de Brasil, sin embargo, fueron sacadas clandestinamente por un inglés, Mr. Henry Wickham. Este señor llevó las semillas a Inglaterra para que florecieran dentro de un laboratorio. Luego, el Gobierno inglés las transportaría a sus colonias del Sudeste Asiático, donde la producción se desarrollaría de forma industrial.
Hasta ahí llegó el boom del caucho brasileño. Fueron algo más de sesenta años los que llevaron a Manaos a ser considerada una ciudad del primer mundo, al mismo nivel que cualquier otra urbe europea.
Caucho para la guerra
Manaos vivió un segundo auge del caucho durante la Segunda Guerra Mundial. Japón asumió el control de las áreas tropicales del Sudeste Asiático donde estaban los grandes cultivos industriales de caucho, por lo que el látex sudamericano se convirtió de nuevo en un producto estratégico, provocando un resurgimiento del interés político en las áreas caucheras de la Amazonía brasileña. Esta parte de la historia la tiene muy fresca en la memoria Jaime, pues su padre y él fueron parte de ella.
Con Malasia ocupada por Japón y con el afán de solucionar el problema de desabastecimiento de caucho que estaban sufriendo las fuerzas aliadas, el Gobierno brasileño pactó un acuerdo con Estados Unidos.
Pero, claro, mientras en Malasia un hombre, con las tecnologías de punta de esa época, podía sangrar por sí solo más de cuatrocientos árboles diarios, produciendo anualmente casi dieciocho toneladas de látex, un seringueiro brasileño debía recorrer cientos de metros a través de la selva de un árbol al otro, desafiar a la espesa vegetación, a las plagas, a los animales y demás peligros de la selva, para producir apenas la quinta parte de lo que se lograba al otro lado del mundo. En Brasil, luego del primer boom, las zonas de extracción del caucho estaban prácticamente abandonadas, contando con tan solo 35 mil trabajadores antes de la guerra.
Al no poder optimizar el sistema de recolección, como era la tradición desde la Revolución Industrial, la única estrategia posible era tener mano de obra barata. El recurso fue volver a la lógica precapitalista feudal, es decir, al empleo de trabajadores en condiciones infrahumanas. El gran desafío de Getúlio Vargas, entonces presidente de Brasil, fue reclutar a sesenta mil hombres para inaugurar una nueva unidad dentro del ejército regular brasileño. A ellos se los conoció como los soldados del caucho. Su misión: elevar exponencialmente la producción de caucho, de las exiguas dieciséis mil toneladas logradas en 1941, a setenta mil anuales.
El historiador Marcus Vinicius Neves cuenta que, de los veinte mil soldados brasileños que pelearon en Europa, apenas 454 murieron en batalla; sin embargo, de los sesenta mil soldados del caucho que fueron enviados entre 1942 y 1945 a la Amazonía, casi la mitad sucumbió en la selva.
Ya de vuelta en la vieja casona del seringal Vila Paraíso bebo un vaso de agua fría para apagar la sed. Parecería que la brisa del río Negro no sopla a ningún lado, es como si prefiriera quedarse inmóvil, muda, cómplice de esta historia.
—¿Eres feliz? —le pregunto a Jaime.
—Soy feliz porque tuve una vida tranquila pese a todo. Yo nunca estudié, soy analfabeto; sin embargo, mi familia me respeta. Nunca hice daño a nadie ni lo haría. Yo viví toda mi vida sin dinero y, por eso, para mí lo primero es mi salud y luego la familia.
Jaime se aleja caminando sobre esos troncos que hacen las veces de piso. Entra en la bodega del patrón y toma exactamente las mismas herramientas que alguna vez lo hicieron esclavo: una hoz, el rastrillo y la lamparilla a queroseno. Con su sonrisa de luna nueva saluda al nuevo grupo de visitantes que acaba de entrar.