Edición 439 – diciembre 2018.
Fue, según opinaron muchos de los asistentes, un gesto indelicado, de poco tino, que desagradó al presidente Harry Truman y le hizo sentir incómodo. Y es que allí, en plena ‘alma mater’ presidencial, el Westminster College de la Universidad de Fulton, en Missouri, el ex primer ministro británico Winston Churchill había lanzado una denuncia descarnada y rotunda, con palabras fuertes, contra uno de los aliados fundamentales de los Estados Unidos, que había sido decisivo en la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial: la Unión Soviética.
“Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, una cortina de hierro ha caído sobre Europa. Detrás de ella han quedado todas las magníficas capitales de la Europa Central y del Este: Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest, Sofía…”. Era el 5 de marzo de 1946, la guerra —con la capitulación del Japón— había concluido ocho meses antes y el mundo de la postguerra estaba siendo diseñado, y en cierta forma repartido, por los Estados Unidos y la Unión Soviética, los dos países que habían emergido como las mayores potencias planetarias. Hablar así, como lo hizo Churchill, de ese aliado estratégico no parecía ser un gesto de la diplomacia más pulcra y prolija.
Incluso la ocupación de Alemania, la potencia vencida y escarnecida, había sido acordada por americanos y soviéticos, dándoles participaciones generosas a la Gran Bretaña y a Francia. Así, el territorio alemán fue dividido en cuatro zonas de ocupación, y Berlín, la capital del imperio caído, fue también partida en cuatro. Y toda la Europa que quedaba hacia el este, incluidas las viejas y señoriales capitales imperiales que había mencionado Churchill, habían quedado bajo control soviético, ocupadas por el Ejército Rojo y bajo la égida de Stalin. Pero Stalin quería más.
Quería, en concreto, Berlín. Fue entonces cuando, con su habilidad siniestra y sin resquicios morales, diseñó un plan infalible para forzar a americanos, británicos y franceses a irse y dejarles a ellos, los soviéticos, toda la ciudad, con su simbolismo inmenso y su importancia estratégica. De lo que se trataba era de sitiar la ciudad, como en las despiadadas guerras de la Edad Media, para que no entraran alimentos, medicinas ni combustibles y, así, forzar una rendición total por hambre, enfermedad y frío.

Hace setenta años, en la segunda mitad de 1948, Berlín quedó, en efecto, al borde de la inanición: el Ejército Rojo cortó los accesos por carretera, ferroviario y fluvial al sector occidental, que quedó aislado en medio del territorio bajo dominio soviético. Lo único que permaneció abierto fueron tres corredores aéreos. Truman tenía dos opciones. La primera era que americanos, británicos y franceses rompieran por la fuerza el bloqueo. Pero eso significaba la guerra. La segunda era abastecer de todo, con aviones, a los habitantes de Berlín, durante meses o años. Pero eso era imposible. El presidente Truman optó por lo imposible.
Durante 323 días, del 24 de junio de 1948 al 12 de mayo de 1949, los aliados occidentales efectuaron 277.506 vuelos para abastecer de comida, ropa, medicinas y carbón, incluso maquinaria y materias primas, a los dos millones y medio de habitantes de Berlín. Fue un aterrizaje cada 102 segundos, día y noche, lloviera, nevara, tronara o relampagueara. Para sobrevivir, la ciudad necesitaba cinco mil toneladas diarias de suministros. Hubo días en que esa cifra se duplicó (como el 16 de abril de 1949, en que hubo 1.398 vuelos, que llevaron 12.940 toneladas de víveres). El sector occidental, bloqueado, llegó a estar mejor provisto, en todo, que el sector oriental, que tenía sus vías abiertas con el bloque soviético. Esa imagen era devastadora para el socialismo, por lo que, once meses después de haber empezado el bloqueo, Stalin ordenó suspenderlo. Churchill tuvo razón: una cortina de hierro había caído sobre Europa. La Guerra Fría estaba empezando.