La película dirigida por Cristopher Nolan gira en torno al ascenso y caída de Robert J. Oppenheimer, el hombre que guio el desarrollo y ejecución de la bomba atómica.

Oppenheimer es una producción que está catalogada como un imprescindible del cine. El guion es una adaptación de Prometeo americano (2005), una monumental biografía a cuatro manos y veinticinco años que a sus autores, Kai Bird y Martin J. Sherwin, les mereció el Pulitzer de 2006, entre otros galardones. Pese a la alabanza unánime que recibió tanto del público como de la crítica especializada, la primera traducción al español no se publicó sino hasta enero de 2023, bajo el sello editorial Debate.
Después de su lectura, le contamos aquí los detalles más apasionantes de la vida del “destructor de mundos”, para que vaya al cine con los deberes hechos y disfrute, sin complicaciones, de cada fotograma de esta promesa cinematográfica.
Camiseta de rayas
El 6 de agosto de 1945, a las 08:14, el bombardero estadounidense Enola Gay descendió a seiscientos metros de altura y, antes de ser detectado por los radares japoneses, arrojó a Little Boy, un artefacto nuclear de 4,4 toneladas de peso y tres metros de longitud, que hizo diana en el corazón de la ciudad de Hiroshima.
En milésimas de segundo la temperatura se elevó a más de un millón de grados centígrados, el aire ardiente generó una bola de fuego que superaba los doscientos metros de diámetro y que incineró, en un parpadeo, a más de sesenta mil personas.

Todo aquel que se encontraba a un kilómetro y medio a la redonda sufrió quemaduras de tercer grado solo por el calor de la bomba. A quien hubiese elegido ese día vestir una camiseta de rayas, la piel se le quemó a rayas. Otras decenas de miles, que se consideraron afortunados porque se encontraban lejos de la “zona cero”, murieron semanas después a causa de la radiación.
Al día siguiente, en Estados Unidos, el general Leslie Groves, al mando de la misión, llamó por teléfono a Robert Oppenheimer. “Estoy orgulloso de usted y de toda su gente”, le dijo. “¿Ha ido bien?”, le preguntó Oppenheimer. “Por lo visto, pegó una explosión tremenda”, respondió el general. “Ha sido un camino muy largo”, se despidió el físico.
Tenía razón. El camino de la creación de la bomba atómica fue largo y requirió de muchas manos y muchas mentes: empezó en 1911, con el descubrimiento del núcleo atómico por Ernest Rutherford, continuó con el modelo atómico de Niels Bohr, se allanó con el ciclotrón de Ernest Lawrence y la fisión nuclear de uranio demostrada por Hahn y Strassmann, y se encumbró con el reactor nuclear desarrollado por Enrico Fermi en 1942. Sin embargo, ninguno de estos hombres ha sido llamado “padre de la bomba atómica”.
Este título le pertenece a Robert J. Oppenheimer, “un mocoso judío, rico y mimado de Nueva York” —como lo llamaba su amigo Isidor Rabi—, nacido en 1904, que nunca hizo un descubrimiento científico relevante, pero que será recordado como el genio que supo cotejar y sintetizar el trabajo de muchos otros genios y dirigirlo hacia un solo objetivo: un arma tan poderosa que, con la luz de miles de soles, pudiera arrasar no solo una ciudad, sino dejar a la Tierra inhabitable.
La lectura de Prometeo americano exige cierta perseverancia para asimilar la colección cronológica de episodios que Bird y Sherwin recogen, con gran rigor académico, en las primeras doscientas páginas: su vida de niño que, como el mismo Oppie confesaba en una carta, no lo preparó para saber que “el mundo estaba lleno de cosas crueles y amargas”. Tampoco la secundaria en un instituto de élite, donde fue víctima del escarnio adolescente, o sus pobres interacciones sociales y su comportamiento autoalienante en la Facultad de Química de Harvard, que le colgaron la etiqueta de extraño, neurótico y deprimido.
El enfoque láser con el que los autores retratan sus primeros años —consultaron 256 libros y entrevistaron a 112 personas— nos convierte en espectadores en primera fila de la lucidez de una mente cuyos intereses iban más allá de la ciencia y abarcaban desde la poesía, la filosofía y la historia, hasta asuntos de naturaleza críptica y mística. Aprendió sánscrito solo para leer el Bhagavad-guitá, el texto sagrado hinduista que interiorizó durante toda su vida y de donde extrajo el verso que, años más tarde, se volvería su marca personal: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.

Cada detalle sirve para moldear la comprensión del personaje a su complejidad. Es brillante e ingenuo, cautivador, prepotente, inflexible y brusco. Todo a la vez. Tan alto y delgado como torpe para la física experimental, con esos ojos azules igual de profundos que su comprensión de los entresijos de la física teórica, el punto fuerte de su erudición que se reveló mientras cursaba el doctorado en la universidad alemana de Gotinga.
Su reputación como catedrático en la Universidad de California en Berkeley y en el Instituto Caltech de Pasadena lo aupó como el candidato ideal para liderar el Laboratorio Nacional de los Álamos, epicentro científico del Proyecto Manhattan que marcó dos puntos clave de la historia: el punto final de la Segunda Guerra Mundial y el punto de partida para la era nuclear.


Esa pobre gentecilla
A partir de aquí, la biografía se lee como un thriller. Oppenheimer pasó de ser un científico prodigio de carácter difícil a un líder intelectual carismático y refinado que entendía a la perfección la envergadura del cometido que se le había confiado.
Su debilidad por los parajes de Nuevo México lo llevó a proponer que el nuevo laboratorio se ubicara en alguna zona rural y aislada de aquel estado situado al oeste del país. La idea gustó a los altos mandos del proyecto, pues encajaba muy bien con la naturaleza secreta del plan estadounidense de adelantar a los nazis en la producción de la primera bomba atómica. Fue el mismo Oppie quien decidió instalar el centro de operaciones en un destartalado colegio-rancho de un pueblo conocido como Los Álamos y que pronto pasó a llamarse Zona Y.
En pocos meses, alrededor del laboratorio, se levantó una ciudad —“la ciudad que nunca debió existir”— para ser habitada por las más de seis mil personas que, directa o indirectamente, participarían en la liberación de una energía atroz, cuyo poder de destrucción era hasta entonces desconocido.
Pese a que la autoridad que el físico ejercía en Los Álamos era casi absoluta, ninguno de los científicos que lo acompañaban fueron vigilados con tanto celo por los servicios de inteligencia. Había micrófonos en su despacho, escuchas en su teléfono y, en cierto momento, el ejército apostó policía militar armada frente a su casa.
Su expediente tampoco ayudaba. Como otros intelectuales de los años treinta, había participado en reuniones sindicalistas y apoyado a las facciones de izquierda durante la guerra civil española, tenía un nutrido número de amigos “rojos” y su esposa, Kitty Puening, con la que tuvo dos hijos, estuvo casada con un militante del Partido Comunista.



Trinity, la primera prueba de la bomba, se llevó a cabo la madrugada del 16 de julio de 1945, cuando la guerra ya estaba virtualmente ganada. Hitler se había suicidado el 30 de abril y Alemania había declarado su rendición la primera semana de mayo.
Los científicos que accedieron a participar en el proyecto con el único deseo de hacer añicos al nazismo, abrieron el debate sobre lo inútil que sería ejecutar el arma en una zona poblada. Pero el ejército no quería quedarse con las ganas de probar el juguete nuevo y apuntó la mira hacia Japón que, aunque no había emitido ningún comunicado oficial, se había rendido técnicamente.
Cuentan que días después del éxito de Trinity, Oppenheimer se paseaba inquieto por Los Álamos, lamentándose por los japoneses como “esa pobre gentecilla”. No obstante, aquella misma semana estuvo trabajando duro para asegurarse de que la bomba le explotase encima.
Científico llorón
Para entonces Oppie era una celebridad. Todas las revistas y periódicos querían ilustrar las portadas con la foto del héroe que, en vez de capa, llevaba su eterno sombrero porkie y su pipa.
Se sentía tan cómodo en el mullido sillón de la popularidad que hasta se atrevió a publicar artículos y ofrecer discursos exponiendo sus opiniones. Dos meses habían sido suficientes para moldear su reflexión sobre lo que había ocurrido en Hiroshima y Nagasaki: “Hemos creado una cosa, un arma de lo más terrible —confesó en una de sus disertaciones— que ha alterado de golpe y profundamente la naturaleza del mundo, una cosa malvada según los valores con los que crecimos”.
El padre del Frankenstein atómico empezaba a repudiar a la criatura y utilizó su fama para intentar influir en los pesos pesados de Washington y actuar de portavoz de los cerca de quinientos miembros que habían fundado la Asociación de Científicos de Los Álamos, con el fin de advertir sobre los peligros de la carrera armamentística nuclear y la necesidad de crear un organismo de control internacional.


En octubre de 1945 presentó su dimisión como director del laboratorio. Su creciente preocupación por una potencial guerra nuclear contra Rusia lo llevó hasta Washington para entrevistarse con el presidente Truman. La incomprensión que el jefe de Estado demostró sobre la catástrofe que se avecinaba desesperó de tal modo al científico que se atrevió a decirle: “Señor presidente, siento que tengo las manos manchadas de sangre”. Truman, enfurecido, dio por terminada la reunión. Más adelante se regodearía comentando en su círculo que Oppenheimer no era más que un científico llorón.
Pese a su fracaso en este encuentro, el físico siguió insistiendo. Su urgencia por volver a meter al genio nuclear en la botella se intensificó cuando, el 29 de agosto de 1949, la Unión Soviética arrojó una bomba atómica en un punto aislado de Kazajistán. Estados Unidos no iba a renunciar a su momentánea supremacía bélica y, en 1952, detonó el primer artefacto termonuclear de 10,4 megatrones en una isla del Pacífico. Lo llamaron bomba H.
Los reclamos de Oppie por detener las pruebas nucleares le hicieron objeto de una brutal campaña de desprestigio orquestada por Lewis Strauss, un banquero anticomunista que presidía la Comisión de Energía Atómica y que veía rojos hasta en la sopa. Los escarceos juveniles de Oppenheimer con el comunismo —había mucho material de espionaje para tejer una trama en su contra— fue el subterfugio perfecto para fraguar un juicio que arruinara su reputación y revocara sus credenciales de seguridad.

Grandes voces de la ciencia, entre ellas, las de sus colegas del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (lujos como Einstein, Dirac, Pauli, Bohr) se alzaron para denunciar el carácter inquisitorial de la audiencia, que recordaba a las cacerías de brujas del siglo XVII. Y aunque una parte de la prensa se cebó con él, otra lo pintó como el nuevo Galileo, un mártir de la ciencia en los albores de la Guerra Fría.
Oppenheimer jamás se recuperó del golpe y, en los años sucesivos, procuró mantener un perfil bajo, a la sombra de la autocensura. Continuó con sus actividades académicas en Princeton hasta 1966. Un año después murió a causa de cáncer.
Su existencia dramática y errática, llena de giros y matices, ascensos meteóricos y caídas apoteósicas sigue cautivando. Nolan lo sabe bien y por eso ha elegido a Cillian Murphy, la estrella de Peaky Blinders, para fumar la pipa, ajustarse el porkie y revivir, por fin, al Prometeo que le robó el fuego atómico a los dioses.