Operando al corredor.

Por Federico Bianchini.

Edición 454 – marzo 2020.

En México, en medio de una competencia que consiste en repetir cinco veces una rutina extenuante, vestido con ropa de carrera, el corredor y médico cirujano argentino Jorge Rodríguez reconstruyó la cara a un atleta noruego. Por el gesto, obtuvo un premio del Comité Internacional de Fair Play. Temple, concentración y disciplina para aquietar las pulsaciones de un cuerpo acelerado.

1. LO QUE VENDRÍA DESPUÉS

Esa noche, la cuarta de la carrera, Jorge Rodríguez no pudo dormir. No sabe bien por qué y quizá tampoco importe. No trató de concentrarse en el sueño, sino en cómo preparó sus cosas los cuatro días anteriores: el traje de neopreno, la bicicleta, los geles de hidrato de carbono, los geles de cafeína que venía tomando y que, tal vez, fueran parte de las causas del insomnio. En las últimas 72 horas llevaba nadados 15,2 kilómetros, había pedaleado 720 y trotado más de 160. De tan cansado, el cuerpo se resistía a dormir. Era una queja directa y llana. Una manera de insultar la decisión de pagar por tercera vez los 1 650 dólares de inscripción de esta carrera inclemente en San León de Guanajuato, México, que duele cinco días y muchas noches.

El primer año, 2015, Rodríguez terminó la competencia. No subió al podio: no porque hubiera hecho una mala marca, sino porque aquí no se premia de distinta forma al que llega primero y al séptimo: se entrega una medalla a cualquiera que repita cinco veces los 3 800 metros de natación diarios, los 180 kilómetros de bicicleta y, después, cuando el aire falta y las pulsaciones se aceleran, para terminar, el maratón completo. Además de la medalla y el respeto de sus pares, quien acaba también gana la cualidad de finisher.

La segunda vez, en 2016, un mes antes de la competencia, Rodríguez se entrenaba en Concepción de Tucumán, su pueblo: corría al costado de la ruta cuando dos personas en una moto empezaron a acompañarlo. Le pidieron el celular que llevaba en la calza. Según Rodríguez, el que iba atrás debió haber pensado que él sacaría un arma. La suposición, absurda a simple vista, explicaría por qué sin dudar el hombre le clavó con fuerza un cuchillo de cocina a la altura de las costillas. El filo pegó en el
hueso, el mango se quebró, los motociclistas aceleraron. El filo no atravesó el espacio intercostal. Por eso, no lastimó el pulmón. Por eso, Rodríguez aún está vivo. Lo llevaron al hospital y le sacaron la parte de metal que tenía dentro: un mes después viajó a México, pero tuvo problemas con la bicicleta y no pudo finalizar la competencia.

Esta tercera vez, se prometió terminarla. No era fácil. Sobran ejemplos que muestran que ni la voluntad ni el entrenamiento, aunque necesarios, son suficientes para cumplir las expectativas de este tipo de carreras bestiales en las que el cuerpo se astilla. De los veintinueve participantes que la habían empezado, al quinto día solo quedaban seis.

Jorge Ariel Rodríguez: un metro setenta, 73 kilos, oriundo de Concepción de Tucumán, médico cirujano maxilofacial, profesor de educación física, sin un cuerpo privilegiado pero con la tenacidad propia de un guerrero espartano, sentado en la cama del hotel, se miró los pies: uñas flojas, ampollas en cuatro dedos, el talón del pie derecho lastimado. Ya iban cuatro carreras, solo faltaba una. Le dolía el cuello por el rozamiento del traje de neopreno. La entrepierna le sangraba por la fricción de los días previos. En el trote y en la bicicleta, el sudor sala y arde continuo. En cuatro días había adelgazado diez kilos. Se puso las medias y sintió una punzada en el hombro.

“De nuevo, no”, se dijo, como ya lo había hecho tantas veces.

“Si me sigo quejando, no me muevo de acá”, pensó. Había dormido poco. Después de catorce o quince horas de carrera por día, se bañaba, comía, preparaba la ropa y se acostaba. Ponía el despertador cinco o seis horas después, con temor a no despertarse y perderse la largada. Se frotó vaselina para evitar el rozamiento y bajó al comedor. Desayunó café con leche y una tostada. Al llegar al lago, donde se desarrollaría la etapa de natación, Rodríguez solo vio a dos competidores. A pesar de que paraban en el mismo hotel, se cruzó con el noruego Henning Olsrud mientras se ponían el traje de neopreno: la mirada hosca contrastaba con el trato formal pero amable del europeo. Callado, casi introvertido, de esa gente que baja la vista cuando uno la mira fijo a los ojos. Olsrud parecía un buen tipo.

Años antes, después de terminar casi en simultáneo la carrera de Medicina y la de Educación Física, Rodríguez se ganó una beca en la Universidad de California, en Los Ángeles. Su intención era revalidar su título en Estados Unidos, pero no pudo. Volvió a Tucumán con un dominio absoluto del inglés: hizo la residencia en Cirugía general y, luego, tres años más tarde, en Cirugía plástica reconstructiva.

El noruego no hablaba castellano. El idioma inglés los acercaba. A pesar de que el noruego medía cerca de un metro ochenta y de que, cuando nadaba, Rodríguez de vez en cuando sentía un pinchazo por aquella distensión del bíceps, braceaban a la par. Allí no hablaban. Solo al cruzarse, cuando uno iba y el otro volvía, ya fuera corriendo o en bicicleta, se daban palabras de aliento, palabras que tanto el uno como el otro, en el siguiente cruce, devolvía a su propietario.

“Vamos”.

“Fuerza”.

“No queda nada”.

Expresiones que aisladas pueden parecer carentes de sentido, pero al final de una carrera de cinco días se sienten como un abrazo.

Esa mañana el diálogo, si bien no demasiado extenso, alcanzó casi el grado de conversación. Rodríguez le dijo que cuando llegara la parte del trote se apurara, así podría ganar al guatemalteco que iba primero y le llevaba poca ventaja. Hombre de pocas palabras, el noruego asintió con la cabeza.

Como sucede en cada instante de nuestra vida, ninguno podía esperar lo que vendría un rato después. Ni Rodríguez ni el noruego: tampoco la nena mexicana, cuyo nombre no conoceremos pero que casi termina muerta.

2. CAER A 65 KILÓMETROS POR HORA

Una hora y doce minutos después de sumergirse en la tibieza del lago, Rodríguez y el noruego salían del agua, tras haber nadado los 3 800 metros. Se sacaron el traje, la gorra y las antiparras. Desatentos al paisaje de sierras y cielo que los empequeñecía, subieron a las bicicletas. Pronto, Rodríguez dejó de verlo (el noruego pedaleaba rápido). Luego de un rato, decidió detenerse y almorzar en un restaurante al lado de la ruta. Comió pausado, tranquilo pero alerta. Después de pagar, pasó por el baño y se volvió a subir a la bicicleta. La calza, ensangrentada en la entrepierna, se le pegaba a la piel.

El puente cruzaba una especie de pantano, no tenía baranda. Antes de que Rodríguez empezara a recorrerlo, el noruego aceleraba sin detenerse en una pendiente pronunciada: se acercaba, raudo, al guatemalteco, que iba primero. Cerca de allí, había una escuela primaria. Seguramente desconociendo que en ese momento, a pocos metros de allí, un noruego grandote descendía en bicicleta a 65 km/h, la nena mexicana caminaba por la senda de los ciclistas. Al verla, Olsrud maniobró. A esa velocidad, es poco lo que un cuerpo puede hacer: Henning Olsrud consiguió esquivarla.

3. OPERANDO AL CORREDOR

A dos kilómetros de allí, Rodríguez atraviesa el puente. Delante de él, una camioneta del parque Metropolitano de León acelera y salpica agua. Rodríguez ve el charco e intenta esquivarlo. La rueda de atrás de su bicicleta patina, pierde el control y cae. Un momento después, la sangre se diluye en el agua del lago. Durante unos segundos, Rodríguez queda allí: detenido, hasta que la aceleración del cerebro y la del cuerpo se asimilan.

Dos guardaparques que ven la caída se acercan a ayudarlo. La bicicleta tiene rotos el acople, la rueda y un pedal. 

Alertado por los guardaparques, un auxiliar médico de la carrera, que llega en moto, lo revisa. Le dice:

—Cerca de aquí hay un puesto de abastecimiento de comidas y bebidas. ¿Puede seguir?

—Puedo.

—Sígale, pero pida que lo acompañen al hospital.

Al llegar al puesto, un hombre de la organización le pide a Rodríguez que suba a una camioneta. Le dice: antes de ir al hospital deberían pasar a buscar a un noruego que se cayó en una bajada peligrosa. Cuando Rodríguez ve la venda que le cubre la cabeza a Olsrud, piensa que los enfermeros mexicanos habían exagerado. ¿Por qué le habrían puesto tantas gasas?

Ya en el pasillo del hospital, esperan. El noruego no puede hablar. Rodríguez no dice nada. Un médico conversa con otros dos. Hacen pasar a ambos corredores a una sala. Al rato llega un cuarto médico, pelo muy blanco, supuestamente cirujano. El hombre le saca las gasas al noruego y Rodríguez resuelve la duda surgida en la camioneta: quien lo vendó no exageraba, el noruego está grave en serio. Lo acuestan en una camilla. Le hacen radiografías de cabeza, cuello y cara.

Los doctores hablan en español sin saber que el segundo corredor, el de la pierna ensangrentada, Rodríguez, es argentino y, además de un fluido inglés, habla castellano a la perfección.

—Aquí no podemos hacer esa cirugía.

—Es demasiado. Habría que mandarlo a Querétaro.

La encía desgarrada, el labio sin un triángulo, la nariz rota, pérdida de dos dientes, labio superior quebrado, labio inferior a punto de estallar.

En un inglés prolijo y sangrante, el noruego le pregunta a Rodríguez: —

¿Qué está pasando acá?

—No hay, aquí, médicos que hagan cirugía reconstructiva y cirugía maxilofacial —contesta Rodríguez, que a esa altura se había olvidado de los raspones en el hombro, las manos, la espalda y la pierna derecha, pero no de la carrera: no quería perdérsela—. El último Ironman de los cinco.

—Si estás de acuerdo, yo puedo hacerlo.

Antes de que Henning responda, Rodríguez dice:

—Señores —y los dos médicos parecen asustados, tal vez repasando mentalmente lo que acaban de decir delante de ese hombre que, aunque no lo supieran, los entendía.

—En Argentina hago este tipo de cirugía maxilofacial. Puedo encargarme de esta operación.

—No puede —dice el más joven—. No tiene licencia aquí en México. Habría que pedir un permiso o derivarlo al hospital de Querétaro, a doscientos kilómetros de aquí.

Rodríguez traduce. El noruego se desespera.

—Yo confío en vos. Yo quiero que vos lo hagas.

Llega el hermano del organizador de la carrera, cirujano del hospital. Habla con Rodríguez que le traduce a Olsrud. El noruego se impacienta. Rodríguez le da la mano, lo tranquiliza, le miente.

—No es grave. Si lo solucionamos, vas a poder volver a la carrera —dice y piensa: “No hay chances. Demasiado calor. Mucha humedad. La lesión es grave”.

El golpe había sido tan fuerte que el casco se había partido. Si no hubiera llevado casco, piensa Rodríguez, seguramente estaría muerto.

—El problema —le dicen— es que todos los quirófanos están ocupados.

Vestido con la ropa de ciclismo, después de haber recorrido más de dos mil kilómetros en los últimos cuatro días, Rodríguez revisa la herida. La lesión es grave. En la parte del mentón falta un pedazo de piel y carne. Aunque la boca está cerrada, igual se ven los dientes.

En esa sala de emergencia, viendo la herida, Rodríguez habla con el médico mexicano.

—Si no se habilita rápido un quirófano, el tejido puede perder vascularización: está sangrando mucho.

Está a la vista: si introdujera el dedo en la boca del noruego, lo vería aparecer por la nariz. Hay que actuar con rapidez. Dice: “Él puede asistirlo”.

Apenas se pone el barbijo y los guantes, Rodríguez se concentra en la tarea. Pasa de corredor a cirujano.

Tres horas después la intervención termina. El noruego, con unos cincuenta puntos entre los dientes, quiere volver a la carrera.

Rodríguez dice: “De ningún modo”.

El noruego insiste. Suplica. Dice que vino de tan lejos a cumplir un objetivo. Le pide que se ponga en su lugar. En ese quirófano improvisado, Rodríguez le pregunta al médico mexicano qué opina.

—No hay fracturas serias ni daño neurológico, doctor, la decisión es suya.

El noruego implora. Parece a punto de llorar.

—¿Cuánto te falta? —pregunta Rodríguez.

—Catorce kilómetros de bicicleta y el maratón.

—Hace 36 grados, Henning. No estás en condiciones.

Los suben a una camioneta. Los llevan a ambos al lugar de la carrera. Durante el trayecto, el noruego insiste, ruega, implora. Por favor. Por favor. Por favor.

Al llegar, Rodríguez habla con uno de los organizadores. La bicicleta del noruego está destruida. Acuerdan, puede hacer los 42 kilómetros del maratón pero si camina despacio.

Recién al subirse a la bicicleta, Rodríguez se acuerda de la pierna, llena de sangre y piedras, de la caída en el puente. Le faltan sesenta kilómetros pero, se dice: “Puedo”. La transpiración arde en la herida. Pedalea con más fuerza de la pierna izquierda, porque le duele mucho. Solo piensa en llegar. “Es el último tramo”, se repite. El dolor pasa. Pero el dolor no pasa, se centra en la pierna y sube por la panza, las costillas, el codo, y lo lentifica.

A las dos horas, se baja de la bicicleta y trota hasta que se encuentra con el noruego que, sin otra opción, camina lento. Siete horas después, alrededor de la una de la madrugada, terminan juntos la maratón del quinto día.


El cirujano Jorge Ariel Rodríguez, en medio de la carrera Iroman en México, le reconstruyó la cara a un rival noruego.

Jorge también se encontraba herido. Cuando llegó a la clínica donde tenían que curar las heridas en sus piernas, supo que el atleta nórdico estaba en quirófano y no había un cirujano que lo operara. Sin dudarlo, vestido con la ropa de competición, se puso guantes, cofia y barbijo, y comenzó a operar a Henning Olsrud.

Henning Olsrud después de la competencia.

Terminaron juntos la carrera.

Premios World Fair Play. En todos los casos se entregan menciones, diplomas y trofeos, según la importancia del gesto. En el caso de Jorge, se llevó el máximo galardón.

4. EL DOLOR LLEGA MÁS TARDE

Luego de decirle a Olsrud que se fuera al hotel, que se pusiera hielo y que al día siguiente lo iría a ver, Rodríguez saludó, uno por uno, al resto de los corredores y organizadores, que lo esperaron allí para felicitarlo por el gesto.

Llegó a su habitación a las dos de la mañana. Sumergido en la bañadera, intentó con dolor quitarse las piedras que desde hacía horas tenía pegadas en la piel.

Al día siguiente, antes de bajar al comedor del hotel, leyó los mails, los mensajes de texto. Vio los cientos de mensajes en Facebook, los posteos del corredor suizo, del italiano, el brasileño.

Después de desayunar, pasó por la habitación de Olsrud. Descubrió que no tenía elementos para curarlo. Fue a una farmacia. Compró antibióticos, antiinflamatorios, gasas, alcohol y guantes. También compró una papilla nutritiva para bebés: no había posibilidad de que el noruego pudiera morder.

Durante los tres días que siguieron (hasta que el noruego viajó en avión a Oslo y él se fue al Distrito Federal en un auto que manejaba un amigo, siete horas de viaje con la pierna estirada hacia arriba), Rodríguez repitió los cuidados en la habitación del otro competidor. A la tarde, se sumergía en la bañadera de su habitación y se aflojaba las costras de la herida que, de a poco, también iba sanando.

Luego de agradecerle repetidas veces, el noruego le contó que al llegar a su país los médicos le dijeron que el trabajo había sido impecable: solo le cortaron los puntos, le hicieron un peeling para quitarle algunas marcas y le recetaron cremas con vitamina A y ácido hialurónico. Una vez recuperado, el noruego volvió a entrenar. En los días siguientes, Rodríguez recibió mensajes y mails de los familiares del noruego. Por medio del correo, quedaron en contacto.

Un año después, en el Palacio de Egmont, en Bruselas, Bélgica, en una ceremonia organizada por el Comité Internacional de Fair Play, Jorge Ariel Rodríguez cenaba en la misma mesa que Pete Sampras. Unos minutos después, el tenista y otros deportistas de nivel internacional aplaudían de pie al cirujano argentino que recibió el trofeo Pierre de Coubertin: una medalla “al verdadero espíritu deportivo”.

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