Briana Ortega Sánchez, la mujer piloto
Los tiempos han cambiado. Actividades, profesiones, oficios, que hasta hace pocos años eran privativos de los hombres, ahora los ejercen las mujeres. Todavía, ante eso, hay signos de estupor o de rechazo. Aquí van tres historias de mujeres que han roto prejuicios y, con su acción, demuestran que nada les está vedado.
Por Marcela Noriega
De niña, el juguete favorito de Briana era un avioncito de plástico. Su lugar preferido sigue siendo el cielo. Y su sueño: volar. Lo descubrió de pequeña cuando se montaba en un avión para ir a visitar a sus familiares en Cuenca. Miraba asombrada cómo era por dentro el estómago de aquel pájaro de metal, veía a las azafatas y quería imitarlas. Vio al piloto y no paró hasta conseguir ser como él, ese hombre al que llamaban capitán, y que comandaba el pájaro de metal. Lo logró a los 22 años.
Pero en el medio la vida hizo de las suyas; también la muerte. Briana, la menor de cuatro hermanas, perdió a su padre, Marcos Ortega, un agricultor bananero que de aviones solo conocía a los fumigadores. Su madre, Ivonne Chávez, un ama de casa, se quedó, de pronto, con cuatro hijas adolescentes que cuidar. Las hermanas llamaban a la menor “machona”. Su sueño de volar asustaba a su madre.
Al terminar el colegio, Briana se fue un año a Estados Unidos; trabajó, ahorró dinero, perfeccionó su inglés y volvió. Estudió Hotelería y Turismo, pero el dinero se acabó y no pudo terminar. Empezó a trabajar en una empresa de carga. Un día vio una injusticia y como buena soñadora se largó. La historia sigue con que vio un anuncio para ser auxiliar de cabina en Lan. El viejo sueño de volar aparecía de la nada. Aplicó, pasó las pruebas —saber inglés la puso en ventaja frente al resto—, fue a entrenarse a Chile. Regresó entusiasmada. Pero las rutas no se abrían. Lo bueno tarda, dicen.
En Chile aprendió cómo hacer evacuaciones, abrir puertas, lanzarse por el tobogán. Entendió que “el tiempo es oro” no es un lugar común cuando se trata de vidas. “Una vez que entré a un avión, supe que no quería estar ni en el tren de aterrizaje cuidando el avión todo el día —que era lo que hacía inicialmente— ni como auxiliar de cabina. Yo quería estar sentada allí adelante manejando el avión. Pero no sabía cómo”.
Empezó a trabajar para Lan como auxiliar de cabina y, durante dos años, ahorró para hacer el curso de piloto que es carísimo —actualmente, cuesta 12 mil dólares. Cuando reunió cinco mil, fue al Aeroclub del Ecuador y pagó de contado. Les dijo: solo me dan un mes de permiso en el trabajo para hacer el curso. ¿Es posible que me hagan piloto en un mes?
El Aeroclub es un club social de personas pudientes de Guayaquil, que tiene canchas, piscina, pero sobre todo tiene aviones. Aquí vienen los socios, alquilan un avión y se van a la playa o a donde les dé la gana. El capitán Xavier Triviño, actual presidente del Aeroclub, le dijo: “Es un desafío, pero si tú vas a estar aquí día y noche, en un mes te hago piloto”. Y así fue. A los 22 años, Briana aprobó el curso que la habilitó como piloto comercial, instrumental, multimotor y con nivel 4 de base —que es un nivel técnico de inglés—, y consiguió pilotear su primer avión.
Briana viste uniforme: pantalón negro, camisa blanca y palas de cuatro rayas, que la identifican como comandante de aeronave. En otras palabras: esta chica de 22 años, 1,68 de estatura y 125 libras de peso está entrenada para pilotear desde un Cessna 150, que es el avión más pequeño, hasta un Boeing 747 con cientos de pasajeros.
El avión en el que suele volar —gracias a una compañía que se lo permite y a las horas de vuelo que ella paga— es un Séneca 5 bimotor automático, de 2001, que pesa 4 700 libras y tiene capacidad para cinco pasajeros. En ese avión se va a Quito, Machala, Santa Rosa, Salinas, Posorja, San Vicente, Manta.
Briana, quien aprendió a volar un avión antes que conducir un auto y que ha terminado relaciones sentimentales al oír que “cuando nos casemos, ¡dejas de volar!”, ha sido auxiliar de cabina durante siete años. La mañana del 28 de enero pasado acumuló 535 horas de vuelo. Lo mínimo para volar un avión de aerolínea son 500 horas. Está lista.
Prefiere volar a cualquier otra cosa, incluidas las fiestas. Se parece a Amelia Mary Earhart —la primera mujer en cruzar el Atlántico e intentar darle la vuelta al mundo en avión—, en la perseverancia. “La cabina de un avión es el mejor balcón del mundo. Para mí volar es algo imprescindible. Si yo dejo de volar un día me siento mal, es como si no hubiera desayunado”.
Un día, cuando era alumna-piloto, le preguntó a un capitán si la escogería en su compañía.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque yo soy mujer y no sé si haya discriminación. Solo veo hombres en su compañía.
—Mira, Briana, para mí tú no eres mujer, para mí tú eres un piloto más, y como tal, te voy a tratar sin diferencia y te voy a exigir lo mismo que le exijo a cualquier hombre.
El auxilio de Mercedes
Por Galo Betancourt
No hace mucho Mercedes Flores fue feliz. Y hoy —aunque enfrenta el dolor del duelo a cuestas— ella es una madre entregada a sus tres hijos, a su hija, a sus dos perros, a sus dos cacatúas y sus dos pericos. Es un jueves cualquiera en que mientras ella prepara la sopa de lentejas para el almuerzo —a eso de las 11 de la mañana— una voz que se emite desde su radio, irrumpe la tranquilidad de su casa: “Atenta doña Mercedes, ¿me copia…?”. Ella responde que sí. Entonces escribe en su cuaderno de registro los datos de la asistencia mecánica que realizará en menos de 30 minutos: “Auto: Hyundai, modelo: Accent, color: azul. Problemas a resolver: descarga de batería y cambio del neumático delantero derecho”.
Mercedes tiene 40 años, aunque parece más joven. Es ama de casa y —a la vez— trabaja 24 horas en el auxilio mecánico de los conductores que, al norte de Quito, tienen problemas tan comunes como olvidar las llaves dentro del auto, dejar encendidas las luces, la radio, ponchar una llanta o quedarse sin gasolina.
Hasta la adolescencia no le gustaban tanto los autos, aunque ahora es casi una erudita en marcas y modelos. Soñaba con ser azafata. Lo tenía todo planeado, pero a los 14 años su madre murió inesperadamente. Creció junto a sus tres hermanas, vacía de anhelos, por un tiempo. Hasta que en una fiesta que organizaron en su casa, conoció al que sería su esposo meses más tarde.
Ella apenas tenía 20 años y él 43. No le atrajo de inmediato, eran solo amigos que poco a poco se enamoraron. Un día lo observó manejando su tráiler y desde ahí una especie de imán la atrapó. Lo acompañó en la carretera por muchos años. Fue asistente de su novio y después esposo. En poco tiempo aprendió que los tráilers tienen 17 marchas, frenos de aire y de máquina, que la velocidad se siente cuatro o cinco veces más que en un auto compacto.
Los dos transportaron vidrio por varias carreteras del país. Le encantaba pasar por la Costa, sobre todo por la Ruta del Sol, en Manabí, cerca de la playa. Sentía que la brisa entraba por su brazo derecho y, en segundos, refrescaba todo su cuerpo. Ni siquiera su primer embarazo la alejó de esos recorridos. A dos o tres meses de dar a luz, en la vía de Santo de Domingo de los Tsáchilas, un derrumbe los atascó por varias horas. Fue toda una noche de espera para que las autoridades decidieran dinamitar las toneladas de tierra y piedra y liberar el tráfico. Mercedes soportó el trajín sin complicarse.
Pasó el tiempo. Aún con su primer bebé en brazos acompañó a su esposo; pero ya con su segundo embarazo abandonó definitivamente la carretera. Se estableció en Quito y desde ahí se dedicó por completo a sus hijos: Jean Pierre, hoy de 17 años, Estefany, de 15, Alejandro, de 11 y Fernando de 7.
Tenía todo lo que se propuso: un hogar en orden, sus hijos y su hija con buenas notas en la escuela y en el colegio, y hasta compró algunas mascotas. Además, descubrió que tenía mucha habilidad en sus manos y construyó maquetas educativas. Conserva dos, una, de las primeras teorías sobre el globo terráqueo y otra de la producción agrícola en el Ecuador.
Hace unos cinco años y luego de cuatro décadas en las carreteras, su esposo decidió jubilarse y aliviar así el malestar de los constantes viajes que separaban a su familia. Eso sí, prefirió no descansar. Con el dinero de su liquidación quiso abrir otro negocio, referente a los autos. Resultó novedoso para él y para Mercedes la posibilidad de auxiliar a la gente cuando sufría algún contratiempo. Eligieron esa opción.
Compraron un vehículo para ofrecer el servicio, después otro más. Sin embargo, en ese momento de crecimiento económico y cuando estaban más juntos como pareja, al esposo de Mercedes le detectaron cáncer a la próstata. La noticia fue devastadora al principio. Después se prometieron luchar contra la enfermedad y —si no la vencían—, él quería trabajar hasta el último día de su vida. Por último, los dos querían construir una gran jaula de pájaros, que fue un anhelo del que siempre hablaban y nunca concretaban.
El cáncer no tuvo piedad con su esposo, a pesar de los tratamientos. Le quedaba poco tiempo de vida. Siguieron trabajando como él quería y levantaron aquella jaula. Apenas hace cinco meses murió. Mercedes, a pesar de la tristeza, asumió el negocio y su hogar.
Con su esposo aprendió a manejar, abrir autos de distintas maneras, cambiar neumáticos, cargar baterías… Se propuso ser una experta y hoy sabe de las características y las particularidades de decenas de modelos de camionetas, jeeps 4×4, 4×2, vans, automóviles…
Trabaja en toda la zona norte, desde la avenida Patria hasta las afueras de la ciudad. Lo hace las 24 horas y en tanto espera las llamadas de auxilio, cocina, plancha, ayuda en las tareas a sus tres hijos y su hija. Uno de sus primos la acompaña. Él maneja su auto y ella traza coordenadas para llegar más rápido al lugar donde la requieren. Apenas tiene 30 minutos, como condición.
“Cuando me ven llegar, la mayoría de hombres se sorprenden, sonríen y les gusta que una mujer los auxilie. Solo hay prejuicios a la hora de cambiar una llanta: casi todos se avergüenzan de que lo haga una mujer. Sin embargo, tengo una anécdota: la única queja que he tenido en este tiempo no fue de un cliente, sino de una clienta, que reclamó a la aseguradora porque no admitía que otra mujer realice este tipo de trabajo. Sintió que no le daba seguridad y pidió que, en adelante, solo la asistan hombres…”
Mercedes, antes de recibir la primera llamada del jueves, enseña una fotografía de cuando ayudó a salir de un aprieto al mismísimo José Francisco Cevallos (arquero y campeón con Liga de Quito de la Copa Libertadores), cuando se quedó sin batería. Él admiro y felicitó su labor. Hasta hoy conserva el registro de su llamada.
Son las 11:05. Mercedes tiene que salir presurosa. Le dice a su primo, Franklin, que encienda el auto, mientras ella anota la dirección: “Pedro de Alvarado y Vaca de Castro”. Su casa queda en el sector de Cotocollao y, a pesar de que algunas calles están cerradas, llegan al sector de San Carlos en menos de seis minutos. Mercedes ubica al Hyundai azul, modelo Accent. Se coloca unos guantes antes de bajar de su auto y saluda seria al cliente, que tiene unos 23 años. De inmediato soluciona el primer problema, el cambio de llanta. A pesar de que es delgada tiene la fuerza de una madre en los brazos. Luego levanta el capó. Coloca, sin temor alguno, el conector a su batería y a la del carro averiado. Le da corriente. En todo este tiempo no habla, se concentra y en los momentos de esfuerzo se muerde el labio inferior, con relativa fuerza.
El auto se enciende. Termina el trabajo en el tiempo récord de 14 minutos. Regresan a su casa. Mercedes tiene algunas cosas que le rondan en la cabeza: un deber que olvidó su hijo menor; la sopa y el arroz que tienen que estar listos a eso de la una, y limpiar, por la tarde, esa jaula que tanto ama y que mantiene impecable.
TÉCNICA EN REFRIGERACIÓN
NELLY CHIMBORAZO
Por Verónica Garcés
Desde hace 20 años trabajaba en un taller de refrigeración pero no estaba contenta, no la tomaban muy en serio y nunca la afiliaron al seguro social. Cada vez que preguntaba al respecto, le señalaban la puerta. Hasta que un día decidió salir y nunca más volver. Tenía 34 años.
Por ese entonces su marido la botó de la casa a ella y a sus tres hijos. Ella le metió un juicio, pero solo logró que le diera una pensión durante dos meses, luego le dijo que, si quería, lo hiciera meter preso, pero que no le iba a dar ni un centavo más. Y así sin más se desentendió del asunto. Todo bien, no iba a estar mendigando, sabía trabajar; solo tenía que conseguirse un contrato.
Pero nadie la quiso emplear. Tocó las puertas en decenas de empresas y la respuesta fue unánime y brutal: estaba demasiado vieja. Además, preferían contratar hombres, aunque esto último no se lo decían a la cara, pero era evidente. Deje nomás, no nos llame, nosotros la llamaremos…
Desesperada, puso un anuncio en El Comercio. “Reparamos toda clase de electrodomésticos”. Así en plural, reparamos. Lo mismo hacía cuando llamaba un cliente: sí, como no, deme la dirección y le visitamos. Su hija mayor tenía ocho años y el menor, dos. Vivían en un departamento pequeñito dentro de una casa en Carapungo, dos cuartos, sin teléfono. Cada vez que la llamaba una clienta (casi siempre amas de casa), el casero le gritaba: ¡¡vecina, teléfono!! y ella corría a contestar. —Sí, como no, señora, ya le atendemos.
Iba en bus con todos sus equipos: suelda, bomba de vacío, tanque de oxígeno. Al llegar siempre, siempre, recibía la misma respuesta anonadada: ¿Usted es el técnico?, ¿con usted hablé?, pensé que era la esposa. —Pero… ¿sí sabe?, ¿ha hecho esto antes?… Las mujeres se enojaban, se sentían engañadas. Hubo muchas que le dijeron, deje nomás, hágame solo un presupuesto, quiero que esto me haga un hombre. Así literal.
Al principio se iba con el rabo entre las piernas, lloraba y se sentía morir. Luego optó por respirar profundo, tragarse las lágrimas y pedirles una oportunidad, si no le arreglo bien, no me pague y llame a un hombre, pero déjeme trabajar. A veces funcionaba, a veces no. Todas las veces que la dejaban, era capaz de resolver el problema. Sin embargo, sus clientas seguían desconfiadas, no le querían pagar. —Yo decía: este trabajo cuesta 150 000 sucres y me decían tengo 15 000, si quiere, tenga…Y claro, necesitaba, quería.
Nancy Chimborazo recuerda esa época con dolor. Llora un poco. Pero su voz transmite paz. Dice que por entonces encontró a Dios y su fe la ayudó a salir adelante. Tiene 53 años y vive en una casa de dos pisos en una urbanización cerrada en su barrio de toda la vida, Carapungo. Sentada en el sofá de la sala, muestra las fotos de sus hijas, que desde hace unos diez años viven en Italia. La mayor, que es dueña de esta casa, tiene 30 años y está casada con un italiano, la segunda, con un salvadoreño o nicaragüense, no está muy segura. Aquí vive con su hijo menor, que ya cumplió los 21 y tiene un niñito de 4.
En principio estudió corte y confección, pero un día que vio a los técnicos reparando las máquinas de coser de la empresa donde trabajaba, supo que lo suyo era eso: las máquinas. Soñaba con arreglar esas máquinas enormes pero no se animaba. Se casó. Y un buen día se fue a preguntar al Secap, pero le dijeron que esos cursos daban unos gringos que ya se habían ido y nadie sabía cuando volverían. Solo quedaban los cursos para técnico en línea blanca, así que por ahí se fue. Su esposo que era radiotécnico, y tal vez fue por eso que la enamoró, le dijo que estaba loca y lo mismo le dijeron todos. Pero cumplió su sueño, terminó en el curso y empezó a trabajar.
Al hablar de su presente, Nancy se pone contenta, porque los tiempos han cambiado. Las mujeres son menos machistas y ella es más dura. Ya no llora cuando otras mujeres la discriminan, sino que las convence con calma, las confronta con tino e inteligencia, les arregla sus refrigeradoras y se va, sintiéndose grande y poderosa.
Una de las últimas refris que arregló antes de esta entrevista era de un coronel del ejército que también desconfió de ella, tan solo con verla. Ya había pedido un diagnóstico a un técnico especializado antes y le pidió el de ella solo para ver si coincidía. Y coincidió. Nancy recuerda que el hombre parecía confundido. —¿Y usted la puede arreglar? —Sí señor, solo hay que comprar estas piezas que están rotas. Al coronel le pareció divertido, o eso le pareció a ella, porque dijo: —A ver, vamos a ver si es verdad. Y fue con ella a comprar las piezas. De vuelta en la casa, Nancy se puso a trabajar y al cabo de un rato la refri estaba buena y sana. Para ella no fue ninguna sorpresa escuchar al motor ronronear como si la tubería no se hubiera roto nunca, pero el militar estaba ojiplático.
—Me voy a ir a comprar un sombrero ahora mismo —le dijo.
—¿Disculpe?
—Que me voy a comprar el sombrero para sacármelo ante usted la próxima vez que la vea. La felicito señora.
Nancy sonríe. Hoy tiene casa propia o casi. Y un auto parqueado afuera, que aunque viejo, rueda. Logró darles el estudio a todos sus hijos y cada vez son más los clientes que sienten la necesidad de ir a comprar sombreros.