Mirar un árbol y encontrar un pez

El oficio de escribir
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta

Fue hace once años. Yo estaba sentada en la banca de un parque, sola. Algunas palomas volaban por un cielo quiteño luminoso. Pensé en algo, ya no me acuerdo en qué. Lo que sí recuerdo es que quise escribirlo. Entendí que solo a mí me importaba, que ese algo funcionaba mejor en letras escritas que en palabras habladas. Entonces supe, en ese instante como un rayo cálido, que quería escribir. Que escribiría.

Escribir sobre escribir es un tema inagotable entre las personas que escriben. Amamos ese pequeño metalenguaje, la serpiente que se muerde la cola, el texto escribiéndose a sí mismo.

Yo escribo porque tengo mala memoria. Porque leo y veo películas, veo pájaros o nubes o fantasmas, y no quiero olvidarlos. Entonces anoto en un papel. A veces me siento como un espíritu o como media mujer. Un cuerpo que se persigue a sí mismo a través del tiempo, que busca sus pasos como si no hubiera sido él quien ha experimentado la vida en su carne. Como en Memento, esa película de un amnésico que se escribe pistas en la piel para no olvidar quién es, qué hace, dónde va.

Y escribir también es publicar. “Publicamos para dejar de corregir borradores”, decía Borges. Cuando empecé mi blog, hace más de diez años, lo hice principalmente por dos razones: necesitaba ponerle fin a mis interminables apuntes y sabía que no lo haría sin un deadline (en este caso, la autopublicación online).

La otra razón era la que ya he nombrado, debía dejarme huellas a mí misma. Hacerme acuerdo de lo mucho que me habían marcado libros como Cosmos, obras como La extracción de la piedra de la locura o películas como Castillos de cartón.

Escribir es también una manera de contar las cosas que nadie quiere escuchar, porque no tienen tiempo, porque no les interesa. Cuando nadie te quiere escuchar, escribes. Y es también mirar una rama y encontrar el mar, o ver el mar y encontrar miles de ojos devolviéndote la mirada.

Es curioso. Una vez, por ejemplo, vi a un vecino fumando y esa imagen inspiró un texto largo. Cuando mi madre lo leyó pensó que me refería a alguien cercano o importante para mí, y cuando le revelé de quién se trataba, no lo pudo creer. Resulta que ese vecino no era muy querido en el barrio, era parco, incluso grosero. Pero yo había visto algo en él. Había visto lo que me daba la gana. El personaje de mi texto no era ese hombre, sino alguien o algo que yo había vislumbrado a través de él. 

Los que escribimos hacemos cosas raras. Nos escapamos del trabajo, del banco o de las compras para ir a buscar la casa de la infancia. ¿Para qué? Para nada. Para mirar un detalle, los diseños de una baldosa, la rama de un ciprés, la grieta del cemento en el camino, el filo de la ventana, y sentir una cascada en el pecho. Caes a un agujero y regresas a los nueve años, ves por ahí a tu madre, a tu perro, tus esmaltes, tu vida pasada. ¿Para qué? Para nada. 

Dice Rosa Montero que hay dos tipos de escritores. Los de buena memoria, como Tolstói, y los de mala memoria, como Conrad. Yo me identifico con los del segundo grupo. No suelo recordar rostros y menos aún asociarlos a nombres. Por eso escribo, para no olvidarlos. Para inventar eso que ya no olvidaré. 

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