Texto y fotografías: Manuela Botero.
Edición 465 – febrero 2021.

Vivo en Quito desde hace veinte años. Y en el ejercicio ciudadano del día a día, vivo brava con muchas cosas. Especialmente con la indolencia de la burocracia. A veces tengo un sueño macabro: pegarme un tiro en la cabeza frente a un burócrata ecuatoriano y que al día siguiente salga en las noticias un título que diga algo así: “Ciudadana (la nacionalidad en este caso poco importa) rebasada por la desesperación ante la ineficiencia de xxx (un trámite cualquiera, porque pueden ser todos) se pega un tiro frente al coordinador de procesos institucionales que la atendía en la oficina de la Secretaría para la Gestión de xxx. Solo dejó una nota que decía ‘¡Para que aprendan!’”.
Esta noticia, publicada por el diario Extra, causaría revuelo entre cientos de funcionarios que comenzarían a susurrarse de ventanilla en ventanilla: “¿Supiste lo de la señora que se suicidó cuando le mandaron por cuarta vez a Turubamba para corregir la inscripción de xxx?”. Una anécdota inquietante que tal vez pronto se convertiría en burla, chismorreo, cinismo y probablemente ningún aprendizaje. Aunque, siempre es posible que aquí, como en Islandia, exista algún funcionario con ocho centímetros de frente, que se sienta interpelado por el acto simbólico cometido.
También vivo brava con otras cosas. Entre ellas, el amontonamiento de cables que ensucian con su ruido estruendoso el paisaje de la ciudad. En veinte años que llevo aquí, solo una administración se ocupó de meterlos bajo tierra en un pequeño tramo de la acera de la avenida 6 de Diciembre y en la República de El Salvador (hablando solo del norte de Quito), lo que generó unos alegres malecones urbanos, por hablar solo del norte de Quito, antes de la pandemia, por supuesto.
Imposible no mencionar otro tema urbanístico que afecta a la ciudad en su conjunto (incluso a los paraísos privados de los valles), y se refiere a la pobreza y la crueldad, sí, crueldad, de la arborización urbana. Esos arbolitos que vemos en las aceras, cuando las hay, sometidos a una cuadrícula de cemento de 15 x 15 que exhalan desnutrición.
Pero hay una cosa que le agradezco todos los días a Quito, desde hace catorce años que me mudé de un hermoso jardín privado en Tumbaco a la ciudad: sus parques públicos.


Quito tiene cerca de dos mil hectáreas de parques (1827 si solo contamos la red de parques metropolitanos). Créanme que eso es un lujo en cualquier ciudad del mundo y especialmente en Latinoamérica. El Parque Metropolitano Guangüiltagua, con 557 hectáreas (ha), es el único del vecindario que aparece en la lista de los parques urbanos más grandes del mundo (de más de cuatrocientas hectáreas y contenidos enteramente dentro de los límites metropolitanos de la ciudad). Solo México, Brasil y Argentina, en Latinoamérica, tienen parques urbanos de mayor envergadura, los cuales son en su mayor parte bosques ubicados en las afueras de ciudades no capitales. En nuestro caso, aún no aparece incluido en la lista el Parque Metropolitano del Sur que tiene 620 ha.
Esta eterna cuarentena que hemos vivido el último año, al menos a mí me permitió sentir el privilegio que es vivir en una ciudad que, si bien no tiene todos los parques que debería tener según el ideal de metro cuadrado por habitante, sí cuenta con una decena de zonas verdes y recreativas de gran envergadura. Un hecho que me parece plausible de la planeación urbana de Quito. Aunque, como es de esperarse, muchos se abalanzarán contra esta mirada positivista con mil peros.
Frente al encierro del que se lamentaban a través de las redes sociales (las nuevas ágoras en tiempos de covid-19) amigos y parientes en los valles de Tumbaco y Los Chillos, y en ciudades que usualmente se erigen como ejemplos de desarrollo urbano, dígase Medellín, yo tuve la fortuna de vivir el confinamiento en una ciudad donde ¡hay parques urbanos para respirar! Si bien es cierto que estos estuvieron cerrados durante el confinamiento total, a partir de junio volvieron a alegrar mis días y los de muchos. Porque eso es lo más lindo de los parques de Quito, ¡que la gente los usa!
Mi hijo, por ejemplo, que tuvo que regresar en marzo de un hermoso campus en el estado de Nueva York, lo que más extrañó durante el confinamiento fue poder ir a caminar a La Carolina; ese paraíso colectivo donde todos sonríen y juegan a lo suyo: taichí, pelota, skate, bici de agua, bicicross, bailoterapia, carreras, acroyoga, se toman fotos o, simplemente se pasean con su perro y miran perezosos todo lo que hacen los demás. Ir a La Carolina en la mañana es reconciliarse con la humanidad para comenzar el día.
Como La Carolina, hay en Quito otros parques llamémoslos “mundanos”, pensados para el esparcimiento colectivo, como Las Cuadras o El Bicentenario; parques tipo jardín con instalaciones deportivas, enclavados en zonas densamente pobladas y muy frecuentados.


Hay otros parques de espíritu más meditabundo, con extensos bosques de eucalipto en los que asoman a ratos jóvenes avenidas de acacias, jacarandás y cholanes. Tienen senderos exigentes físicamente para montar en bici o caminar, obras escultóricas y arquitectónicas, laberintos y adecuaciones para hacer pícnic al filo de balcones naturales que miran a la ciudad y su fantástica topografía circundante. En esta categoría están el Parque Metropolitano Guangüiltagua, el Parque Metropolitano del Sur o el Parque Chilibulo-Huayrapungo (320 ha). Lo rico de esos parques, además, es que son tan grandes que despiertan el bichito de la exploración sin tener que ir muy lejos de la ciudad.
También hay la combinación entre ambos. Son parques que fueron concebidos originalmente como imponentes jardines de haciendas operativas hasta no hace mucho, como el Itchimbía, el de Guápulo o Las Cuadras, al sur de la ciudad. Son parques para pasear y contemplar, que han servido también como asiento para viveros municipales como Las Cuadras y el de La Armenia que desde 2011 se adecuó como ágora natural para los habitantes del valle de Los Chillos, lujo que aún no consiguen los habitantes del otro gran valle poblado de Cumbayá y Tumbaco.
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Yo no crecí en una ciudad con parques. Y los pocos que había estaban abandonados por “peligrosos” o eran peligrosos por abandonados. Solo había ladrones, exhibicionistas y “marihuaneros”, decían. Tal vez por eso disfruto y agradezco tanto los parques de Quito, esa ágora verde que permite el encuentro ciudadano por contraposición a los herméticos paraísos privados. Creo que lo mismo les pasa a los venezolanos. Los gozan como niños. Antes de la pandemia, ellos eran los reyes de las clases de salsa y de zumba en La Carolina, y ahora que no se permiten aglomeraciones, siguen siendo los principales ocupantes de las canchas de fútbol, de básquet. Hasta se armaron una de béisbol en El Bicentenario. Como turistas en un país “desarrollado” (porque, ¿qué hay más desarrollado que tener espacios colectivos?), se toman fotos, se mojan, se ríen y se olvidan de sus miserias, como lo hacemos todos en el parque.


PARQUES DE QUITO
(por hectáreas)
• Parque Metropolitano del Sur: 620.
• Parque Metropolitano Guangüiltagua: 557.
• Parque Metropolitano Chilibulo-Huayrapungo: 320.
• Parque Bicentenario: 125.
• La Carolina: 67.
• Parque Metropolitano Itchimbía: 54.
• Parque Metropolitano La Armenia: 48.
• Parque Metropolitano Las Cuadras: 24.
• Parque Metropolitano Cuscungo: 12.