Por Francisco Santana
Edición 459 – agosto 2020.
Fotografía: Shutterstock
Esto es así de sencillo: había una vez un hombre que preparaba los mejores cangrejos de Guayaquil. Y podría ser aún más sencillo: habrá no una sino todas las veces un hombre que preparaba los mejores cangrejos de Guayaquil. Le decían Ochipinti. Y nosotros tuvimos el honor de conocerlo.
Uno sabe que va a morir pero no piensa en eso. Uno se aferra a la eterna alegría de vivir de todas las maneras posibles, incluso haciendo trampa. Decir “con uñas y dientes” es un lugar común, pero en este momento importa poco; porque ahora todo vale para prolongar esa alegría mínima. A Ochipinti, el rey del cangrejo de Guayaquil, Jorge Briones Monserrate para el registro oficial, siempre lo recuerdo con una sonrisa. Uno llegaba a su reino y un saludo, un abrazo, y esa sonrisa de vuelta que de inmediato se convertía en risa, amable, pícara, un sello. Es necesario recordar que Ochipinti murió el pasado lunes 25 de mayo de un paro cardiaco.
Para mí siempre será un tipo sin derrota, vivaracho, alegre. En mi memoria queda fijo su retrato: indestructible y feliz, imprescindible. Tenía 84 años. Dice el escritor Jorge Martillo que desde los once ya vendía cangrejos por las calles de la ciudad. Nos queda el miserable consuelo de que, al menos, no se lo llevó la peste de la covid. Eso ya es bastante.
Pero no quiero hablar de la muerte ni de cuestiones tristes. Quiero escribir para celebrar al maestro de la verdadera sazón criolla. Sean el reconocimiento y la gloria para quien inventó el sabor y el movimiento. Su nombre está escrito con mayúsculas. Lo digo con sinceridad y hasta lo puedo jurar: en el Cangrejal OCHIPINTI de la calle Los Ríos, entre Pedro Pablo Gómez y Ayacucho, encontré gran parte de esa eterna alegría a la que todos los seres humanos tenemos derecho en esta vida. Aquí podría cerrar esto. ¿Para qué más palabras? Economía de lenguaje siempre, diría mi mentor Jorge Velasco Mackenzie. Mas, es justo y necesario contar algo de su historia. Sobre todo para que nadie la borre.
Hay un recuerdo. Una postal. Juan Fernando Andrade y yo llegamos un sábado a las once de la mañana. Nos fuimos a las 03:00 del domingo, cuando ya no había cangrejos. Todo lo que pasó en esas horas es como un relato de ficción: siempre en presente. Estamos ahí: mesa larga en la vereda, novias, todas las cervezas como un helado veneno, muchos cangrejos, salsa criolla con ají, arroz y maduro, música tropical, felicidad absoluta. Ya se hizo la noche. Hay que gritar para tratar de entendernos. Sudamos. El fuego, donde brilla la inmensa olla de los cangrejos, nos quema, nos calienta, nos hace sudar aún más. Estamos prendidos. El aire tibio circula y nos envuelve con el culantro y el orégano. La ciudad se consume en un magnífico incendio.
El calor es parte de la identidad guayaquileña, algo tremendo, un despropósito.
Llega un tipo cualquiera con dos mujeres. Todo lleno, no hay lugar para sentarse; nosotros tenemos la mesa larga y somos solo cuatro donde caben ocho con comodidad. El hombre saluda y pide permiso para compartir nuestra mesa. No hay problema. Se presenta. Dice que se llama Julio Lucio, que es dueño del hotel El Velero. Es aquí cerquita. Seguro lo conocen. No, no lo conocemos. Entonces no están en nada, afirma con suficiencia; hay algo de arrogancia en él, sus gestos, sus palabras. Ordena cervezas. Nos invita a beber como si fuera el dueño del mundo. Juan Fernando y yo estamos juntos, codo con codo, nos miramos y sonreímos. Lo adivinamos: el mundo de Julio Lucio es pequeño. Él es un guayaco bacán y tiene ganas de hablar y no se puede contener. Nosotros somos felices: bebemos y comemos los cangrejos con la receta secreta de Ochipinti y hacemos reír a nuestras mujeres. Brindamos por Guayaquil. Pienso en Federico Fellini. El italiano habría hecho una obra mucho más monumental si hubiera conocido esta ciudad repleta de situaciones límites y escandalosas, donde no es posible el sosiego. Julio Lucio se apodera del momento, él también desea dejar su marca. Nos invita a su negocio y reza su eslogan: “Hotel El Velero, si vas a culiar, paga primero”. ¿Para qué le vamos a corregir que el verbo es culear? Es inevitable reír. Es imposible no ser feliz. La ciudad del puerto contenida en el exceso, en el absurdo, en las palabras de Julio Lucio. Más cervezas. La noche es virgen, dice el tipo.
Él no come, solo bebe. Las mujeres que están con Julio Lucio devoran los cangrejos, casi ni nos miran. El hombre ataca otra vez, con mucho énfasis, dice: “Puppy love, mami love, ending love… mamá está presa”. No hay límites para la estupidez. Las carcajadas resuenan en la noche. Reventamos de risa. Yo sé que Puppy Love es una canción de Paul Anka. Cuando llegue el dúo Él y Ella a nuestra mesa, pediré que la canten. También pediremos todas las canciones que conocemos de Julio Jaramillo, sobre todo Elsa. Elsa, una y otra vez, Elsa. Y cantaremos y haremos el ridículo mientras Ochi nos mira con su sonrisa blanca brillando en su cuerpo moreno.
Fue Jorge Martillo quien me presentó a Ochipinti. Le dijo que éramos hermanos. Fue hace más de veinte años. Y es Martillo quien mejor lo retrata: En 1945 un niño de diez años se detiene ante un charol de cangrejos cocinados. El aroma que brota de las patas gordas es poderoso. El niño está abrazado a su cajita de betunar zapatos. La dueña del charol le pregunta: ¿Quieres un cangrejo, mijito? No, señora, responde digno, pero con ganas. La doña le lanza otra pregunta: ¿Quieres aprender el negocio? El niño manchado de betún responde sí. Dijo Ochipinti con orgullo: “Al siguiente día, me compré un atadito. Le dije a mi madre: cocínemelos que los voy a vender. Salí por Cuenca, Coronel, Febres Cordero, Capitán Nájera; en esas cuatro calles vendí los nueve cangrejos que tenía el atado. Después de vender mis cangrejos, iba a limpiar zapatos. A los once años, me dediqué solo a vender cangrejos, colocaba cuatro atados en un charol de madera que ponía sobre mi cabeza”.
En el relato que Jorge Briones le hizo a Martillo, recordó que en los años cincuenta se abrió el primer cangrejal de Guayaquil, el suyo fue el tercero y quedaba en Tulcán y Ayacucho. Así empieza la costumbre de comer cangrejos y beber cerveza por las noches. Y una bendita, además de buena noche de 1967, llegó Julio Jaramillo con unos músicos y por supuesto se armó la bohemia. “JJ cantó: Elsa, Fatalidad y más canciones. Se acabaron las cervezas y Alberto Cornejo, quien jugaba en el Everest me pidió: Ochipinti, anda a comprar más cervezas. Así nació el nombre de Ochipinti”, contó Briones. Para la anécdota queda que Glubis Occhipinti (con doble C) fue el primer futbolista paraguayo que jugó en Barcelona SC, era 1963.
Siento que Ochi me guiña un ojo cuando pido un tiro libre doble: arroz y cocolón, cangrejo, grasa y gordura del carapacho. Lo baño con un toque de cerveza. Me pienso el dueño del mundo y ahora voy a meter un golazo desde la media cancha. Como. Mastico lento y disfruto del que yo creo es el más exquisito manjar en esta tierra. Esto es la gloria. No hay nada superior. Una explosión de indescriptible belleza criolla-tropical en el paladar. Cierro los ojos y me fundo con la ciudad. Aquí está contenida la esencia, la indiscutible naturaleza de lo que somos. Este es el aroma de Guayaquil. Gracias Ochipinti, genio y emperador del sabor.