El largometraje fue filmado en Quito, en 2011, bajo la dirección de Anahí Hoeneisen y Daniel Andrade. Es una coproducción ecuatoriana, argentina y alemana. Fue grabada en 35 mm.
Por Daniela Merino Traversari
Viví en los ochenta. Aunque solo era una niña, ciertos eventos de aquella década me marcaron de por vida. Esto sucedió porque esos años fueron, en general, muy determinantes para toda la humanidad. Si hoy vivimos lo que vivimos es por el impulso de la marea de aquel tiempo. Los ochenta cambiaron la política mundial, revolucionaron la cultura a través de la moda, el cine y el deporte, transformaron para siempre la tecnología y las comunicaciones. Fueron años de una profunda inflexión. Me siento afortunada de haber visto lo que vi y de ser testigo directo de tantos acontecimientos. Hoy, gracias a Ochentaysiete, la última película de Anahí Hoeneisen y Daniel Andrade me he transportado a esos maravillosos años en los que viví en La Mariscal, en una de esas casas antiguas, rodeada del silencio de los arupos, pero también de los gritos y las risas de otros niños de la vecindad, cuando llegaba a todas partes en bicicleta y nos guarecíamos en una de esas casas majestuosas y sin dueño para jugar a ser Madonna, Prince o Michael Jackson.
Justo en el año 87, yo cumplía mi primera década. Un año antes dos acontecimientos me habían dejado profundamente impresionada: 1. la explosión del trasbordador Challenger, cuestionándome por primera vez el sentido de la vida y 2. el gol de “la mano de Dios,” pero que no era de Dios sino de un futbolista argentino llamado Maradona. Yo era pequeña y no entendía nada de fútbol, pero Maradona se convirtió en mi ídolo y desde entonces me hice adicta al mundial —no al fútbol— pero sí al mundial y esperaba con ansias que llegara el año 90 para disfrutarlo una vez más. En esto me parecía a Pablo, el personaje principal de la cinta (hijo de los directores en la vida real), quien tenía su cuarto lleno de pósters de Maradona y era hijo de una pareja de inmigrantes argentinos, los cuales probablemente llegaron al Ecuador huyendo de la dictadura.
Aunque Pablo, Andrés, Juan y Carolina son un poco mayores en la película de lo que yo fui en aquella época, me sentí bastante identificada con los detalles de su vida cotidiana: las tardes frente al televisor jugando algún videojuego, especialmente Pacman, esa gran invención japonesa que revolucionó la vida de todos los niños; esa quietud de la vida del barrio quiteño (ahora prácticamente inexistente gracias al progreso y a la modernidad), el contestar un teléfono de carne y hueso, firme como una roca (y no una minicomputadora), unos paseos apasionados en un Ford Maverick (aunque en mi caso se trataría de un Peugeot 504 bastante más desgastado). Ver a esos muchachos vivir en un Quito ya perdido en aquella década, divirtiéndose, pero también sufriendo por sus dolorosas historias familiares, me inundaron de nostalgia.
Mientras llegaba el siguiente mundial y se acababan las dictaduras en Latinoamérica, y caía el muro de Berlín, intenté varias veces peinarme como Tina Turner. Fracasé en todos mis intentos. Mis rizos no eran lo apropiado y mi pelo no llegaba tan alto. Tuve que conformarme con un copete un poco escuálido. Hoy sé que esos peinados y maquillajes tan estrafalarios de los años ochenta le dieron un poco de mala fama a esa época, pero solo un poco, al igual que Madonna cuando hizo su aparición desafiante a unos premios MTV en un vestido de novia y quemaba cruces en su video Like a Prayer. Ella era la provocación encarnada y a mí su música me encantaba. En mi walkman la escuchaba cada tarde regresando en el bus del colegio y mi canción favorita era Isla bonita.
Se podría decir que cualquier película de este estilo sería capaz de movilizar así la memoria, pero no es así, algunas cintas solo calcan al tiempo, sin producir sensaciones, quizá porque su atmósfera no es tan contundente como para transportarnos a otro momento histórico, pero no solo con el intelecto sino también con el cuerpo y el corazón. Esto es mérito de unos directores que dicen mucho más de lo que se ve, porque para ellos cada detalle es transcendental, dotándolo de una importancia casi como si fuese un personaje más que esconde una historia particular. Y esto lo vemos a lo largo de toda la cinta, a través de sus casas, calles, automóviles, muebles, vestimentas, aparatos electrónicos, etc. Y si a esto también se lo llama escenografía, entonces es impecable.
Un elemento que también ayudó fuertemente a la creación de esa estética ochentera es su formato en 35 mm, un lujo que solo Hollywood puede darse en estos tiempos. La fidelidad que la película debía tener a esta década era prioritaria y debía sobrepasar cualquier limitación económica de la producción. La decisión de filmar en película y no en formato digital resultó muy acertada, pues la textura del celuloide acentuó el look de la época, ese toque vintage que coincidencialmente está tan a la moda en estos días. Hacer algo en digital hubiese sido demasiado pulido o realista y por eso la película de 35 mm resultó ser lo acertado. Esta decisión visual, la iluminación delicada y las tomas largas de Daniel Andrade, más ese dominio escenográfico de Alicia Vázquez, el cual fue ampliamente investigado, hace que la cinta consiga un lenguaje visual cohesivo, propio de unos directores que dominan la producción estética.
Aunque el cine ecuatoriano ha tenido su evolución, el hacer una película en este país siempre implica un gran reto, más aún si se trata de una cinta retro. Daniel y Anahí tardaron siete años en consolidar este proyecto y han logrado transmitir las sensaciones de esta era específica de manera exitosa.
Por mi lado, mi entusiasmo resultó insoportable cuando llegó el mundial de Italia 90, pero este se desinfló trágicamente hasta que Argentina y Maradona perdieron contra Alemania. Para colmo de males me mudé de la Mariscal a un departamento frío y oscuro en la Colón. Sin embargo, aunque esos maravillosos ochentas habían terminado, lo que más me hacía feliz era saber que mi Madonna seguía siendo la reina del pop.