Por Manuel Montecristo.
Ilustraciones: Paco Puente.
Edición 453 – febrero 2020.
Entrar a Estados Unidos, incluso cuando se llega por avión y con los papeles en regla, no es siempre una experiencia feliz. Este es el testimonio de un ciudadano ecuatoriano que fue retenido en migración y pasó por lo que ahora se conoce como discriminación por apariencia.
Durante los ocho años de Gobierno de Barack Obama, su política migratoria se centró en cazar y expulsar a inmigrantes indocumentados con expedientes criminales serios o a recién llegados sin mayores antecedentes. Finalmente, deportó a más de cinco millones de personas. Yo pude haber sido una de ellas.
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Septiembre, 2016: Migré a Nueva York para estudiar una maestría. Aún con limitaciones económicas (necesitaba más de cien mil dólares en promedio), y legales (requería una visa de estudiante), me lancé. Mi objetivo nunca fue quedarme de indocumentado, venía a buscar vías legales para quedarme después de mi viaje. A esto se sumaba mi novia. Llevábamos cinco años juntos cuando a ella le salieron los papeles y decidió viajar a la gran manzana.
Hice las respectivas despedidas con mis grandes amigos, saqué mis ahorros del banco y viajé con visa de turista. En Nueva York me esperaban una tía y su casa, construida a punte sacrificio y años de autoexilio.
Viernes 23 de septiembre, 10:00: Hice escala en Miami. Iba “bien vestido y perfumado” para que no me paren. El turno me llegó y un chapa de ascendencia cubana, facciones cuadradas y estreñido como una piedra, me entrevistó. “Hi”, le dije. No me respondió y al silencio le siguió el sonido de las teclas. Cogió mi pasaporte con fuerza y lo abrió casi al punto del desgarro.
En el silencio incómodo me tomó la foto y escaneó mis dedos. Mientras mi cuerpo y mi identidad se sistematizaban, me preguntó, “¿A qué vienes?”. “De vacaciones”, le dije. “¿Por cuánto tiempo?”. “Tres meses”.
Alzó el sello que registraría mi entrada. Abrió el pasaporte ¡Chack! Aunque “legalmente” ya estaba admitido en Estados Unidos, dudó. Tachó el sello de entrada y me dijo: “Párate a un lado. Tenemos que hacerte la doble inspección”. Esperé unos minutos, vi a mi alrededor y reconocí a muchos otros en mi situación: todos hombres de mediana edad o jóvenes solitarios y asustados agarrados a sus maletas.
El segundo filtro estaba en una típica sala de estar, sillas sucias de agencia burocrática y cubículos simétricos en los cuales agentes de Migración se postraban con su poder. Había la típica máquina de colas y snacks, y una televisión sintonizada en el canal de ventas.
11:00: Durante mi espera llegaron nuevos detenidos. Especialmente latinos de la tercera edad con green cards, hombres africanos y familias de Medio Oriente. La selección era más que evidente. Esto tiene una explicación y se llama racial profiling o discriminación por apariencia.
Según la American Civil Liberties Union (ACLU), una de las organizaciones no gubernamentales más importantes de Estados Unidos, el racial profiling sucede cuando “agentes del orden y seguridad privada apuntan a gente de color (no anglosajón) para humillarla y comúnmente aplicar detenciones, interrogatorios y búsquedas violentas sin evidencia de actividad criminal, solo basados y percibidos con base en la raza, etnicidad, nacionalidad o religión”. Es decir, gente sospechosa únicamente por tener su origen en el Tercer Mundo.
12:00: Mientras me tragaba el miedo y escondía los nervios en los bolsillos de mi chompa, me llamaron. “Manuel Montecristo”, gritó un agente de talla XL y ascendencia asiática. Me acerqué y lo primero que me preguntó fue si tenía pasaje de regreso. Le dije que sí. Revisó su computadora y tras un largo silencio me dijo: “Entonces, ¿por qué estás aquí?”. “No sé”, le respondí. “Mi plan era comprar mi pasaje a mi regreso para que me salga más barato. Pero lo compré ayer en la noche porque, si no, no me hubieran dejado salir de mi país”, añadí torpemente.
Si en algún momento les inspeccionan en Migración o si es que van a sacar la visa, deben saber que con este tipo de autoridad es sí o no. Corten la explicación. Mientras más breves sean las respuestas, mejor. Esto me lo dijo una abogada experta en migración. “Si sobreexplicas, de seguro van a asumir que estás escondiendo o justificando algo porque los agentes tienen la potestad de interpretar y hacer lo que les da la gana”.
Este poder, casi ilimitado, les otorgó Bush hijo después de los ataques terroristas del 9/11, provocando una de las reestructuraciones institucionales, económicas y de seguridad nacional más grandes desde la Segunda Guerra Mundial. Mediante el Homeland Security Act of 2002, el presupuesto para asegurar las fronteras pasó de 19,3 billones en 2002 a 55,3 billones de dólares en 2010; el uso de base de datos y escaneos exhaustivos fue justificado en cada puerto, y se creó la ICE, la infame agencia encargada de cazar inmigrantes. Además, los agentes de Migración recibieron el poder para juzgar y deportar a viajeros en los puertos, algo que solía ser trabajo exclusivo de jueces migratorios.
12:30: En medio del interrogatorio le dije al oficial que revisara mi historial migratorio. Había entrado al país más de una decena de veces desde mi infancia y nunca había extendido mi estancia ilegalmente; tenía otro tipo de visas en mi pasaporte y tampoco había infringido la ley con ellas.
“¿Dónde vas a llegar?”, me preguntó. “Donde una amiga”, mentí, porque decirles que tienes una novia en Estados Unidos es alimentar su paranoia. “¿Tienes la dirección y el número?”, preguntó. Por los nervios entré en tara y se me borró la memoria. Aunque tenía guardado su número, le dije que no y que solo me comunicaba por su antiguo número de WhatsApp. En ese momento me pidió mi celular y como yo no escondía nada, se lo di. Otro consejo: nunca entregues tu celular. Primero, porque es ilegal que un agente de Migración revise tu información privada, y segundo porque puede ser usada en tu contra.

El agente asiático le pidió a otro agente, latino, que tradujera la conversación. Sudaba porque era evidente que “mi amiga” era mi novia, y tenía conversaciones con mi tía en las que ella me decía: “No dirás que tienes novia acá./ Dirás que solo vienes de paseo./ Dirás que vienes por quince días”.
12:50: Me volvieron a llamar. Mientras caminaba el corazón se me disparó, los cachetes se me entumecieron y una sensación de vacío me jaló al piso. “¿Estás relacionado sentimentalmente con esta chica?”, preguntó el agente. Lo negué. “Pero eso no muestran las conversaciones que tienes aquí”, dijo. “O sea, estamos en algo”, respondí. El chapa se rio y cogió los papeles. “Te vamos a hacer otra inspección”, agregó. La noticia me molestó pero no me asustó.
13:00: Me metieron a un cuarto, me cachearon, me quitaron la correa y los cordones de los zapatos (lo hacen para que no trates de ahorcarte con ellos). “Ponte una chompa que donde vas hace frío”, me dijo el oficial latino.
Llegamos a una puerta de metal. Era una celda fría y nauseabunda. Dos detenidos sentados en las bancas alzaron su cuello flojo y rendido para ver a su nuevo compañero. Tuve un sacudón emocional cuando vi un par de colchones sucios en el piso.
Con toda la sinceridad del mundo, me dije: “Me cagué”.
Sentí ese calor del miedo lastimando mis huesos. Me di la vuelta y por primera vez reclamé: “No me han leído mis derechos y tampoco me han explicado cuál es el proceso”. “Tienes que esperar a que venga un supervisor, él leerá tu caso y te dará un veredicto”, dijo el chapa y cerró la puerta.
15:10 (aprox.): No me moví en varias horas. El miedo me tenía pegado al asiento y el silencio carcelario no ayudaba. Cada detenido estaba luchando contra su cabeza, tratando de no rendirse al pánico. Cuando el silencio me cansó, pregunté: “¿Cuánto tiempo llevan aquí?”. “Un par de horas antes que usted”, me dijo uno. Eran dos hermanos, de Venezuela, caribeños, altos, mulatos y casi rapados. Uno estaba sentado, temeroso y cabizbajo. El otro, quien me habló, lucía frustrado. “Yo ya he pasado por esto. Te hacen esperar un par de horas hasta que venga el supervisor, lee tu caso y te suelta. Hacen esto para justificar su trabajo”. Tenía las manos guardadas en los bolsillos de la chompa y movía desesperadamente las piernas. “Yo sí pasé Migración. Al que le detuvieron fue a mi hermano. Él no sabe mucho inglés, se puso nervioso, le abrieron la maleta y encontraron unas botas. Los oficiales dijeron que eran de trabajo y, por eso, lo detuvieron. A mí me tocó regresar de afuera”. Se levantó y fue hacia la puerta. ¡Pum, pum, pum! “Quiero mi llamada”, dijo. Nadie respondió.
16:00 (aprox.): Un oficial nos trajo comida de microondas y aprovechamos para preguntar cómo iba el proceso. “Aún no viene el supervisor”. Nunca antes una comida tan radiactiva me supo tan bien. Devoré el almuerzo y fui al baño, traté de cerrar la puerta, pero no tenía seguro. El olor era insoportable, los desechos estaban a la vista y no había agua, la cortan a propósito para que no te deshagas de posibles evidencias.
Oriné porque no tenía otra, regresé al cuarto y seguí la conversación. “Solo quiero regresar a mi país y de ahí vuelvo a entrar”, dije. “¡No!, no puedes hacer eso”, me dijo uno de los hermanos venezolanos. “Si te regresan, te deportan”. Aquí fue cuando finalmente entendí la complejidad del asunto y cuando la idea de la deportación me abrió un hueco en el pecho.
Si eres deportado en un puerto migratorio, o al poco tiempo de estar ilegalmente en el país, automáticamente tienes un veto de cinco años, durante los cuales no podrás siquiera aplicar a una nueva visa en una embajada porque, si lo haces, el veto será de diez años.
En ese momento todo se me fue al piso. Temí por mi relación, mis ganas de estudiar y todo ese futuro privilegiado que uno se pasa por la cabeza. Y pensé en las miles de personas que viajan diariamente a Estados Unidos por razones mucho más urgentes. Padres y madres que abandonan su país para mantener a su familia; familias centroamericanas que huyen de la violencia: miles de mexicanos que arriesgan el pescuezo para huir de la guerra sanguinaria auspiciada por el narcotráfico y que terminan en centros de detención sistematizados y en trabajos forzados.

18:00: Oré como nunca. Conversé con Dios, le dije que me eche una mano y que todo se lo entregaba. Mi compañero seguía golpeando la puerta. ¡Pum, Pum! “Hay que pedir la llamada antes de que hagan el cambio de turno. Si no nos procesan antes del cambio, vamos a pasar aquí la noche”.
19:00: En medio del silencio escuché unas llaves que abrían la pesada puerta de metal. Un oficial llamó al venezolano más afectado.
19:15: Volvieron a abrir la puerta y a la celda llegó la selección del Tercer Mundo: sudacas, centroamericanos, asiáticos y hasta un rumano. Una diáspora migratoria controlada por la ansiedad y la desesperación. Ya nada me importaba. Solo quería llamar a mi familia y decirles lo que pasaba.
19:30: Mientras un oficial abría la puerta para repetir el menú precalentado, vi al oficial asiático. Me paré y en el filo de la puerta le dije: “He estado horas aquí sin ninguna noticia. Solucionemos esto”. Se burló, sopló aire entre los dientes y me dijo que volvería. Pasaron unos cuantos minutos. El hermano venezolano regresó y nos dijo: “Me van a deportar”. Sentimos su derrota como propia, la asumimos, la interiorizamos.
19:35: “¡Manuel!”, llamaron. Me paré y traté de no tropezarme con mis zapatos sin cordones. El oficial asiático me llevó a una oficina aparte. Entonces llegó el supervisor, un policía fornido, barbudo y cuarentón, de ascendencia dominicana, moreno como yo. Se sentó y el asiático le dio mi caso.
En la computadora llenaban mi documento de deportación. En ese momento no lo sabía, pero en ese papel ponen tu nombre y te obligan a firmar diciendo que tuviste derecho a comida, baño y que no violentaron tus derechos. El latino, recién entrado en turno, trataba de hacer su trabajo. El asiático, de salida, le dijo: “Llena lo que sea. Ya no importa”.
Le dije al oficial que necesitaba hacer mi llamada. Marcó el número de mi madre. “Mami”. “Hola, hijo, ¡ya llegaste!”. “No, estoy detenido ya ocho horas en el aeropuerto”, dije. “¿Por qué?”. “No sé. Dicen que quiero quedarme ilegalmente. No sé por qué quieren hacer esto. Por fa, llame a Nueva York que deben estar preocupados”.
El latino abrió una carpeta y sacó mi celular junto a mi caso: un papel escueto que resumía mi situación en cuatro líneas. Lo leyó con minuciosidad. “¿Qué pasó?”, preguntó. “No sé, el otro dice que quiero trabajar y, por eso, me detuvo. Te voy a contar la verdad —le dije—, al otro no le pude decir nada porque estaba nervioso. No quiero quedarme aquí a trabajar. Solo vengo a visitar a mi novia que no la he visto en seis meses”. “Pero eso no dice aquí”, respondió. Se levantó, salió del cuarto y trajo de vuelta al oficial asiático.
“Él me dice una cosa y tu informe dice otra”, dijo el latino. “Pero todo está ahí, todo está claro. Quiere trabajar. Hay que deportarlo. Revisa sus conversaciones, revisa su celular”, presionó el asiático.
El oficial latino prendió mi celular y comenzó a leer mis conversaciones.
“Revisa cuántas veces he entrado al país, revisa mi visa. Nunca la he usado indebidamente”, dije. “Ustedes quieren venir a trabajar acá. Ganan en un día de trabajo lo que ganarían en meses en su país. Y lo hacen en dólares”, dijo el asiático. “Nuestra moneda es el dólar”, respondí.
Hubo silencio.
“¿Lo deportamos?”, preguntó el oficial asiático”. “Sí, lo deportamos”, respondió el oficial superior. Luego salieron de la oficina y me dejaron solo.
20:00: A los dos minutos regresó el superior. Vi el conflicto en su rostro. Tomó asiento y suspiró. “Este es tu día de suerte”, me dijo. Abrí bien los ojos y dejé de respirar por unos segundos. “Mira, yo sé que tú eres un hombre enamorado, pero hay otras formas de hacer esto. Te voy a dar un mes para que entres y soluciones las cosas con tu novia. Cásate, no sé. Haz lo que sea”. Se lo agradecí. No sabía qué más hacer. “A ver, ¿cómo se llama tu novia y dónde vive?”. Le dije todo. La fecha de su cumpleaños, su estatus migratorio, el nombre de sus padres, todo.
20:25: Después de verificar la información cogió mi pasaporte, lo abrió, lo selló y me volvió a repetir: “Te voy a dar solo un mes. Si no sales dentro de ese mes, te vamos a ir a buscar y te vamos a deportar”. Salimos de la habitación, fuimos a un armario y cogí mis maletas. “Ponte los cordones porque no quiero que andes así por ahí”, fueron las últimas palabras que me dijo.
***
Me reencontré con mi novia, pero después del mes en Nueva York regresé sentimentalmente desgastado al Ecuador. Aunque me quedé con un miedo intenso, un año después, volví a entrar legalmente a Estados Unidos. Hoy vivo en Nueva York, voy por el segundo año de mi maestría, quien era mi novia es ahora mi esposa, tengo ataques de ansiedad y Trump es presidente. Pienso en lo afortunado que fui. Que soy. A diferencia de Obama, Trump tiene una política de cero tolerancia. No solo caza a inmigrantes con récord criminal, sino también a niños, abuelos, familias, padres y madres trabajadoras indocumentadas. La ICE tumba puertas, entra violentamente a casas y fragmenta familias. Porque ahora migrar en busca de un reencuentro familiar, especialmente si eres de un “shit hole country” del Tercer Mundo, como dijo Trump, es un crimen.