Entrar a este texto es entrar en territorio minado. Todo lo que aquí se diga —o no— puede herir un sinnúmero de sensibilidades. En todos los rangos del espectro.
No debería ser así, pero como dice Murakami en su texto breve Abandonar a un gato: “Solo podemos respirar el aire de la época en que vivimos, sobrellevar las cargas de nuestro tiempo, y crecer dentro de esos confines. Así son las cosas”. Con la animosidad como moneda de cambio casi exclusiva de estos tiempos, hablar de género, no a favor o en contra, solo mencionar la palabra es estar dispuesto a ser desollado… Pero este es un tema impostergable. Hablemos.
Para empezar: la palabra. El ejercicio cotidiano de nombrar el mundo. Todo lo que no tiene un nombre sale de escena, se pierde, es, de alguna manera, asesinado; esta idea es una paráfrasis de una de las decenas de reflexiones con las que la ensayista estadounidense Maggie Nelson puebla su libro The argonauts (2015), en el que teoriza sobre el deseo, la identidad, el género, el sexo, la pertenencia, la familia… Lo hace a través de la remembranza del nacimiento y consolidación de su relación con Harry —artista queer y hombre trans— y también de su experiencia de la maternidad. Un exquisito (re)aprendizaje de la otredad, la subjetividad, el lenguaje, es decir, de la vida.


“Lo que eriza cada fibra de la piel de los hispanohablantes es que les toques el idioma”, dice, con asombro resignado, al final de nuestra conversación, María Amelia Viteri, PhD en Antropología Cultural. Que nos toquen el idioma (me siento aludida), y que nos propongan —¿obliguen a?— incorporar palabras que encontramos ajenas —¿incomprensibles? ¿pecaminosas?—.
Confusión, en su acepción de “perplejidad, desasosiego y perturbación del ánimo”, así como en la de “equivocación o error”, es quizás la palabra que más se ajusta a la reacción correspondiente a una materia que se ha vuelto políticamente contenciosa: el abordaje de forma conjunta de las identidades de género y el lenguaje.
¿Por qué “perplejidad, desasosiego y perturbación del ánimo”? Seguramente porque las disidencias en general y las de género en particular incomodan; por razones religiosas, casi siempre. No tendría que ser así, pero lo es —otra vez Murakami: la carga de nuestro tiempo, la época dentro de cuyos confines hemos de crecer—.
Un estudio publicado por Viteri en 2020, en el marco de una investigación regional sobre retroceso de los derechos de género, hace referencia a un concepto muy popularizado actualmente, originado en la década de 1990: ideología de género, acuñado por “el Vaticano y sus aliados intelectuales”. La misma Viteri, sin embargo, señala que no todos los católicos —o personas religiosas que conforman otras denominaciones— pliegan a estas iniciativas que limitan la expresión de la diversidad humana. Pero sí lo hace su parte menos ecuménica y más bulliciosa.
Este estudio muestra una constatación preocupante: las ofensivas antigénero serían parte de lo que se conoce como “dinámicas de desdemocratización”. Estas se diferencian del autoritarismo de toda la vida en que no surgen de “un golpe de estado clásico (…) son más bien una erosión gradual del tejido democrático de la política que potencialmente transforma la arquitectura institucional de regímenes democráticos”.
La clave estaría en la penetración sostenida del conservadurismo religioso en el Estado y sus políticas. En palabras de la teórica política estadounidense Wendy Brown, estamos viviendo la “repolitización del campo religioso”. En medio de este panorama, una disidencia sin disimulos —estridente, si se quiere—, como la ejercida por distintas minorías de género en la actualidad, sacude no solo el tablero sino también los cimientos.
La confusión reinante que se manifiesta en este tambaleo ininterrumpido de la plaza pública, física o virtual, se origina en parte también en una “equivocación o error”. Aunque algunas personas, equivocadamente, piensen que así es, nadie está obligando a nadie, al menos no en el sentido de someter al cumplimiento de una ley, a que hable de una manera, ni a que utilice ciertos términos y formas que son nuevos en el contexto de lo que estudiosos del género y activistas llaman “lenguaje inclusivo”.
Es una propuesta, una idea nueva (no muy entusiasmante desde el punto de vista lingüístico), algo descosida quizá, pero es solo eso: una propuesta para que muchos otros, otras, otrxs, otr@s y otres sientan que finalmente pueden hablar y que se habla de ellos.
Se puede rechazar la propuesta, tomar solo una parte de ella o aplicarla a rajatabla… Pero lo que no se puede hacer es demonizarla (o se puede, pero ese es el peor de los mundos). ¿Diciendo todes, tod@s, todxs se solucionan los problemas de fondo: la desigualdad, la injusticia, la falta de derechos y oportunidades para todos? No, ni de lejos (aunque desde la ingenuidad y el populismo se crea o se quiera hacer creer que sí).
Lo que definitivamente ha hecho esta propuesta es que empecemos a pensar en esos problemas de fondo, a ponerles nombre y rostro. Porque lo que no es nombrado sale de escena, desaparece, como dice Nelson.
No son pronombres o identidades, son personas
En frío, sin revestirlas de la humanidad que les corresponde, las propuestas de cambios lingüísticos que enfrentan varios idiomas, como parte de una cruzada internacional de teóricos y activistas afines a las minorías sexuales y de género, pueden parecer un plomazo.
Otra cosa es tener una charla, tan interesante como cálida, con Young Joon Kwak (un extracto de la cual se publicó en El Comercio, en julio de 2018), sobre cómo su obra artística es indisociable de su identidad de género: femenina; aunque en su partida de nacimiento diga que nació varón —es decir, con pene— hace 38 años, en Estados Unidos, hijo de inmigrantes coreanos.
Su posición no es ingenua ni impositiva, sabe que no es posible pedir que de un día para otro se deje de pensar en términos de género binarios. Pero propone una expansión progresiva y no se limita al lenguaje, sino a la comprensión del cuerpo como multidimensional y no solo desde su función sexual.
Young Joon sabe que muchos no aceptan la posibilidad de otros cuerpos y géneros porque les son confusos. No los juzga. Ella misma se reconoce confundida en relación con las complejidades que la componen como ser humano en cuanto artista, persona queer y miembro de una familia evangélica coreana que no podría estar más alejada de su realidad.

¿O qué tal intentar ponerse en los zapatos de Nelson durante sus primeras citas con Harry haciendo malabares para nunca usar un pronombre, sino exclusivamente su nombre? Era un gesto de profundo amor y respeto. Ella da cuenta de este funambulismo lingüístico más o menos así: “Soy veloz en la evasión del uso del pronombre. La clave es entrenar el oído para que no importe escuchar una y otra vez el nombre de la otra persona. Hay que aprender a resguardarse en los callejones gramaticales sin salida, a relajarse en una orgía de especificidad”.
Lo que Nelson relata como parte de su experiencia vital es una de las técnicas recomendadas cuando hay una interacción entre personas con identidades de género diversas. Otra forma —si el contexto es adecuado— es preguntar a la persona con qué pronombre se identifica. La guía infalible es actuar con respeto. “Reconocer la dignidad humana de la otra persona”, dice Viteri.
Es curioso que, aunque estas realidades hayan existido siempre y en todas las culturas —ahora son solo mediáticamente más visibles, por ejemplo, con las más de cincuenta opciones de identidad de género que Facebook lanzó en 2014; o las 37 que hoy ofrece Tinder—, haya un clima de incomodidad generalizado, de lado y lado, ante la posibilidad de tener que relacionarse con el diferente.
A propósito de la celebración de las diversidades sexuales en junio pasado, una mujer trans perteneciente al Coro Trans de Los Ángeles relajó la conversación cuando con ánimo pedagógico decía que no pasa nada si una persona se equivoca en su pronombre cuando se refiera a ella, porque lo único que ocurrirá es que se lo aclarará. Es decir, ni cadalsos ni escraches virales por errores de buena fe (las dobles intenciones o maledicencia son otra cosa).

Decía que es curioso este desencuentro porque la diversidad de género no es una teoría inventada ni importada, es una realidad con la que convivimos hace siglos, en el orbe entero. Están los muxes en Oaxaca, México, donde una familia se siente bendecida de tener un integrante del tercer sexo; como explica Viteri: para ellos esa persona “está más cerca a dios”. O las hijras en India que, antes del colonialismo inglés, “eran consideradas deidades”.
En el Ecuador los enchaquirados dan testimonio vivo de una práctica milenaria en la que las relaciones homoeróticas y homoafectivas son cotidianas, no se censuran y cumplen una función social perfectamente aceptada por la sociedad engabadeña.

Algunos de ellos se autodenominan gais; y los varones con los que ellos se relacionan, pero que no se reconocen como enchaquirados y que, por lo general, también mantienen relaciones formales con mujeres, se autodefinen como heterosexuales. Nadie los calificaría tampoco de homosexuales o bisexuales; es una cuestión de percepción, cultura, lenguaje.

En ese pequeño universo que constituye Engabao se puede ver nítidamente el meollo de la identidad de género: la autopercepción y el derecho a expresarse y ser respetado como tal. Y es, precisamente, la autopercepción la que ha propiciado el reconocimiento reciente y la elaboración —por lo menos en Occidente— de una nueva nomenclatura, que tiene que ver, más que nada, con las emociones y el alma.
Hace cinco años, National Geographic publicó un especial sobre género en el que echó mano del extenso glosario creado por los académicos Eli R. Green y Luca Maurer, que también es la referencia principal en este artículo para algunos de los términos básicos y más comúnmente usados en esta realidad más amplia. Para la cual “los dos cajones de occidente” —en palabras de Viteri— son por demás insuficientes, “arbitrarios y antinaturales”.
Terminología de género y sexualidad
La grima ante la posibilidad de cambios drásticos en el uso del idioma no es patrimonio exclusivo de los hispanohablantes. Angloparlantes y francófonos también la resienten. Un solo ejemplo: el they singular, utilizado por las personas no binarias, y que, ciertamente, es un reto para la comprensión, pero es la solución (tampoco nueva, ya algunos tratados médicos la utilizaban en el siglo XVII para referirse a una persona intersexual) que más satisface a sus usuarios por ahora.
Teorías y discusiones aparte, esta realidad y estas personas existen y han expresado su voluntad de autodefinirse y ser nombradas como se sienten. La tarea —ecuménica, democrática— es aprender, por lo menos, los términos básicos de esta nueva nomenclatura.

Glosario
Agénero: describe a las personas que no se identifican con ningún género.
Andrógino: combinación de rasgos masculinos y femeninos.
Aromántico: tener poco o ningún sentimiento romántico hacia los demás.
Asexual: Que no siente ningún tipo de atracción sexual.
Cisgénero: término para describir a una persona cuya identidad de género coincide con la sexualidad biológica que se le asignó al nacer (“cis”).
Demichico/a: subtipo de demigénero en el cual una persona se siente parcialmente conectada a ser hombre o mujer.
Gay: Hombre que se siente atraído por personas de su mismo sexo.
Genderqueer: sujeto cuya identidad de género no es de hombre ni mujer, sino que está en medio o más allá de los géneros, o es alguna combinación de ambos.
Género fluido: persona cuya identidad o expresión de género cambia entre masculino y femenino, o cae en algún punto dentro de este espectro.
Heteroaliado: término coloquial que describe a los seres heterosexuales que apoyan los derechos civiles, la igualdad de género y los movimientos LGBT.
Identidad de género: sentido bien asentado y personal del ser.
Intersexual: persona con una configuración reproductiva, genética, genital u hormonal que resulta en un cuerpo que no suele ser fácil de categorizar como hombre o mujer.
Lesbiana: Mujer que se siente atraída por personas de su mismo sexo.
LGBT: son las siglas que identifican a las palabras lesbiana, gay, bisexual y transgénero.
No binario: espectro de identidades y expresiones de género basadas en el rechazo a la asunción binaria de género.
Orientación sexual: atracción de una persona hacia otras. Puede ser atraída por un sujeto del mismo sexo, del sexo opuesto, de ambos sexos o no tener preferencia con el sexo o el género.
Pansexual: adjetivo identificar a las personas que sienten atracción sexual por otras independientemente del género.
Poliamor: grupo de personas que mantienen una relación afectiva, íntima, emocional y sexual entre ellas.
Polisexual: Orientación de quienes sienten atracción emocional, afectiva y/o romántica hacia más de un género, pero no hacia todos.
Transexual: término viejo que se usa para referirse a una persona transgénero (que es el término preferido) que pasó por intervenciones hormonales o quirúrgicas para cambiar su cuerpo y alinearlo con su identidad de género.
Transgénero: abreviado como “trans”, describe a una persona cuya identidad de género no corresponde al sexo biológico.