
Dionisio está satisfecho. Como ya anotaba en un artículo anterior, la parálisis y el miedo a la covid-19 ha dado paso a la fiesta y el desenfreno.
Como en Grecia, hace más de 2500 años, se entregaban por días a festejar a este dios imperfecto y pecador, ahora festejamos la tregua pandémica y la vida frágil que conocíamos, con dios o sin dios, ateos, agnósticos y creyentes por igual.
Pero no todos los dioses son iguales y por eso resultan fascinantes aquellos que poblaban el Olimpo ¡Qué distancia inmensa entre el Dios omnipresente, perfecto, juzgador e infinito de la tradición judeocristiana, con estos dioses caídos, carnales, viciosos y mundanos de la mitología griega!
Mientras en el cristianismo resulta que como hijos de Dios no somos dignos del padre, la mitología griega operaba para aliviar a los humanos del peso existencial bajo la lógica contraria: siendo más humanos que los seres humanos, siendo falibles e imperfectos, lejos, muy lejos de ser la encarnación de la moralidad universal. Estos personajes vivían tragedias mayores que los propios griegos: amores imposibles, desgracia, incesto, lujuria, envidia y otros tantos de los pecados mortales.
Los festivales griegos, lejos de exaltar la racionalidad y moralidad de los asistentes, les hacían experimentar aquello que Nietzsche llamaba la “unidad primordial” o la unidad con el todo. Alejados de la experiencia individualista que se constituyó como uno de los ejes de la tradición occidental que, a partir de la época de los filósofos griegos, erigió al individuo racional como pilar de una cosmovisión basada en el intelecto y en la búsqueda de la verdad, estas experiencias conducían a algo más vital: las pulsiones instintivas, la conexión con el resto de seres humanos a partir del vino, el teatro, el baile y sobre todo la música.
Parafraseando a Nietzsche, diríamos que, sin música, la vida carece de sentido. Y es que es mediante la música que se logran estas experiencias de unidad, pasión y abandono de la autoconciencia.
En la época contemporánea, producto del sistema capitalista que exalta el individualismo, cada vez más hemos perdido la oportunidad de vivir estos episodios experienciales de salir de nosotros mismos (de la obsesión de nuestros egos) y de esta suerte de ilusión de separación de nosotros con el resto y con la naturaleza.
Sin embargo, como el ser humano tampoco puede prescindir de estos instantes de felicidad colectiva, existen en nuestra vida cotidiana momentos que nos recuerdan los bacanales de la antigüedad.
La locura y sobresalto de los hinchas en un partido de fútbol, donde su equipo está ganando, es un momento de anulación de la personalidad y de abrazo de la colectividad, igual los conciertos en donde la música te transporta y los asistentes vibran con los ritmos al unísono. La embriaguez, con la pérdida absoluta de la vergüenza, es dionisíaca en esencia, aunque para la borrachera contemporánea no se invoque a dios alguno.