No todos los caminos conducen a Roma.

Por Juan Fernando Andrade.

Edición 441 – febrero.

Cine--1La película Roma, del director mexicano Alfonso Cuarón, fue celebrada incluso antes de su estreno. Ganó el León de Oro en Venecia y está nominada a los premios más importantes de la industria. Esto, sin embargo, no quiere decir que le haya gustado a todo el mundo.

Ese viernes, 14 de diciembre de 2018, salí temprano del trabajo. Me escapé cui­dándome de que nadie me viera o pudiera preguntarme por qué me marchaba antes de hora. Era una fecha importante para mí, había algo que tenía que ver y la fuga de la oficina representaba el tamaño de mi esperanza. Manejé desesperado entre el insoportable tráfico navideño de Quito, llegué a mi apartamento, bajé las cortinas de mi cuarto hasta que se hizo la oscuridad a plena luz del día, apagué mi teléfono y prendí el televisor. Ahí estaba, como se ha­bía anunciado meses atrás, Roma, la nueva película de Alfonso Cuarón.

Estaba ansioso e ilusionado, pero igual­mente asustado o más bien algo recelo­so. Después de todo, Gravity, la cinta con la que Cuarón ganó dos Óscares en 2014 (mejor director y mejor editor), me había decepcionado bastante: fue un logro de la técnica, de la factura, de la carpintería de un cineasta, pero no se le encontraba corazón por ninguna parte o ese corazón no latía. Ahora, con Roma, Cuarón volvía a Méxi­co, su país, su tierra, y no solo eso, volvía a su barrio y a su familia, volvía a su propia historia, y eso era lo que yo quería, conocer su verdad.

En 2001, cuando se estrenó Y tu mamá también, toda una generación de cinéfilos quedó, quedamos, enganchados con Cua­rón, rendidos a sus pies. Era una película que salpicaba vida, llena de pulsaciones distintas, de excesos personales, de transpa­rencia autoral, de emociones revueltas que desembocaban en la psiquis de cada perso­naje y, claro, también en la nuestra. En Y tu mamá también Cuarón tenía claro que los personajes son, por mucho, más importan­tes que la historia, pues de nuestra relación con ellos depende el nivel de atención o interés que podamos sentir por su destino.

Por eso Roma prometía tanto. Un di­rector cuyo nombre pesa en Hollywood desde hace rato, que quizá podría escoger proyectos de gran presupuesto y rodearse de estrellas y celebridades, opta por volver la mirada hacia su pasado y contar qué pasó ahí, al comienzo, poniendo en el centro de la historia a un personaje basado en la nana/empleada que ayudó a criarlo cuando era niño. Era su oportunidad de redimirse, de demostrar que no necesita de la indus­tria para contar lo que quiera contar. Pero falló. Mejor dicho, me falló. Por algo dicen que es mejor no esperar nada de nadie.

Cinco días después de haberla visto por primera vez, el miércoles 19 de diciembre, y habiendo escuchado de amigos y colegas lo mucho que les había gustado, afectado, cuánto habían llorado, cómo se habían estremecido hasta la médula, cuánto les recordada a Buñuel y a Fellini, porque no se trataba solamente de una película sino de cine-cine, volví a verla. Fue por encar­go, para hacer —contra mi voluntad— este artículo, y con un par de preguntas en la ca­beza. ¿Soy yo o son los demás?, ¿me perdí de algo?, ¿qué es lo que no entiendo?, ¿decir que te gustó Roma te hace mejor persona o simplemente esnob?, ¿decir que no te gustó te convierte en el enemigo?, ¿solo se vale amarla u odiarla? Preguntas tontas pero ne­cesarias. Y así volví a verla y confirmé mi desamor a primera vista.

Desde las primeras escenas, en las que Cleo, la principal, pasea por la casa limpian­do pisos y recogiendo ropa sucia, corriendo de un lado para otro, siempre apurada, siem­pre ocupada, entendemos que estamos frente a un cineasta que filma como los dioses: cada plano de la cinta, en blanco y negro, es mejor que el anterior, y todos juntos componen una especie de colección digna de una exposición en una galería de arte o en el ala de un mu­seo. Cuarón, qué duda cabe, está en el punto más alto de su artesanía, dispone cuadros que impresionan por sí solos, sin que hagan falta acciones o diálogos. Pero la estética no puede sostener una película entera.

¿Cuánto aguanta una película que se apoya solamente en sus imágenes?, ¿quin­ce minutos?, ¿media hora?, ¿una hora? No más que eso. No, al menos, para el público cinéfilo que, a diferencia de los iniciados (me imagino una sala llena de cineastas masturbándose al mismo tiempo, quizá unos a otros, sin desprender los ojos de la pantalla), necesita establecer un lazo emo­cional con los personajes, necesita que­rerlos y ponerse de su lado, sentir lo que ellos sienten, reconocerse en ellos (sin que importe de dónde vengan) y preocuparse por lo que les pueda pasar: así, juntos pú­blico y personajes, es como se llega al final de una película en el mejor de los casos. En pocas: uno debería sentir por un personaje lo que siente por un amigo o un familiar, y en Roma eso simplemente no pasa.

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Cuarón pretende acercarnos a Cleo, la usa y la explota como elemento social, como si su condición de nana/empleada basta­ra para que nos preocupemos y suframos por ella (en esto, Roma corona una larga y tramposa tradición del cine latino: creer que ser humilde o sumiso o pobre es algún tipo de mérito que se merece, de parte nuestra, al menos un par de lágrimas). Pero ahí está el problema, uno no debería sufrir por Cleo sino con Cleo. De nada sirve mirarla con compasión (al contrario, esto produce emo­ciones forzadas que solo existen de la boca para afuera), si no podemos ser sus cómpli­ces y acompañarla y atravesar con ella lo que le depare el guion.

Es entendible que por la posición en la que se encuentra Cleo, de origen indígena y trabajando con una familia blanca de clase media, tenga un carácter introspectivo, que se guarde cosas, que no sienta la confianza suficiente para expresar sus emociones en libertad; pero a Cuarón se le va la mano porque lo que termina pasando es que, ante la poquísima vida interior que nos muestra de Cleo, nos transmite una versión filtrada por su visión de director y, claro, manipula­da por las trampas de la memoria al servicio de la ficción. Es decir: nunca vemos a Cleo, vemos una versión de Cleo, y no llegamos a conocerla ni se nos revela la intimidad pro­metida desde el comienzo.

Cleo, interpretada por Yalitza Aparicio, cuya actuación ha dejado sin palabras al público.
Cleo, interpretada por Yalitza Aparicio, cuya actuación ha dejado sin palabras al público.

(Aquí un paréntesis. En Y tu mamá también salí del cine con la certeza de haber conocido, y muy bien, a la gente que aca­ba de ver en pantalla; o cuando menos de haber presenciado, de cerca y casi en carne propia, un momento clave de sus vidas, un punto de inflexión en su existencia. Después de ver Gravity, me convencí de que Cuarón estaba al nivel de cualquier gran director del mundo aunque hubiese preferido la forma al fondo, la hazaña cinematográfica a los sentimientos. Y ahora, en Roma, tengo la extraña certeza del olvido). En cuanto a la familia, que está lidiando con su propia crisis, el padre ha decidido marcharse para vivir otra vida, pasa algo parecido. Cuarón la muestra por partes, asignando pequeños momentos a cada uno (cuatro niños, una madre, una abuela) en una narración que resulta coral y dispersa: con ninguno pasa­mos el tiempo suficiente como para encari­ñarnos. Y sin que importe la intensidad de algunas/varias escenas, es imposible apro­ximarnos en serio o ser parte del hogar (in­cluso cuando la madre anuncia, casi al final, que se divorciará del padre, lo que se per­cibe es una especie de frialdad burocrática y cursi, un mero trámite, como si el asunto no fuera tan grave). No se puede, o yo no pude, mirar a los miembros de esa familia a los ojos o hablar con ellos. La familia es funcional como herramienta de contraste en la vida de Cleo, pero este es un truco que se agota demasiado rápido.

Viendo Roma tuve la sensación de ver algo que está a punto de romperse pero que nunca se rompe, nunca explota, nunca llega a cambiar verdaderamente la vida de nadie (ni siquiera las escenas que incluyen el en­frentamiento entre estudiantes y militares, visto desde lejos y desde muy cerca, me de­jaron la conmoción que se supone deberían transmitir secuencias de ese tipo). Me da la impresión, y estas son flores de mi cosecha, de que a Cuarón le sobró y le estorbó el res­peto y el afecto que le debe a su familia y so­bre todo a Libo Rodríguez, la persona que inspiró el personaje de Cleo: aunque, todo hay que decirlo, su dos grandes momen­tos, en la clínica, cuando da a luz un niño muerto; y en la playa, cuando —sin saber nadar— se mete al mar a rescatar a los ni­ños que cuida, dan muestra de un personaje que puede armarse de irracionalidad si eso es lo que hace falta para proteger de la ma­nera más primitiva lo que quiere.

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Quizá hubo demasiados compromisos de por medio, y me refiero, otra vez, a los que el autor mantiene con sus propios recuerdos. ¿Puede un artista darse el lujo de recrear su vida sin pretender que haya daños colate­rales?, ¿debe un artista pensar en las conse­cuencias de su creación?, ¿cuánto pierde un artista cuando lo limita su propia moral?, ¿se puede hacer arte sin hacer daño?

Roma, ya lo dije, puede ser una película bellísima en la superficie, Cuarón sorprende y domina como director de fotografía (in­cluso en momentos innecesarios, como el incendio en una hacienda de millonarios, digno de verse pero francamente omisible), pero cuando debería hundirse y buscar en el fondo de cada personaje, escarbar en el in­terior de cada uno sin que le importe lo que pueda encontrar, enfrentándose a la realidad de que todos guardamos partes indeseables, prefiere flotar con comodidad y dejarse lle­var por una corriente de aguas mansas.

Ese viernes, 14 de diciembre de 2018, me encontré con un amigo justo después de ver Roma. Él, que había podido verla en cine, tampoco estaba muy conmovido que diga­mos y me alivió saber que yo no era el único porque, de ahí en adelante, solo escucharía halagos más cercanos al fanatismo religioso que a la afición cinéfila. Mi amigo me dijo algo clave: “Esperaba salir eufórico, saltan­do, gritando, como de un partido de fútbol que hubiera ganado, pero la peli no me hizo nada”. Yo también quería salir así, agitado, sacudido, excitado, o por lo menos con esa sensación de que la vida era mejor después de Roma. Nos esperábamos mucho, quizá demasiado, y ese siempre es un error. Espe­rábamos que, jugando de local, Cuarón fuera el mismo de Y tu mamá también, no el mis­mo director de hace casi veinte años, pero sí la persona que entonces dejó ver sin reparos su mundo interior. Pero nada, no se puede viajar en el tiempo ni pretender que la gente en la que confiamos nos dé todo aquello que queremos o merecemos o deseamos.

Todavía pienso en esa frase de mi ami­go, eso de la peli no me hizo nada”. Supon­go que juntos compartimos una especie de derrota que muy probablemente ni siquiera nos correspondía: aunque, seguro, hubiése­mos sentido su triunfo como propio porque las películas que nos gustan y nos ayudan y nos alientan terminan siendo nuestras. Hu­biésemos preferido, en todo caso, odiarla, hablar mal de ella en público y destrozarla en frente de la gente que la amó. Eso hubie­se sido, al menos, divertido. Pero Roma no nos hizo nada y no puedo pensar en algo peor que decir sobre ella. Ni quiero.

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