No todo lo que brilla es cinturón negro.

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.

Edición 442 – marzo 2019.

Firma--HuiloMi tío Eduardo, el militar, tuvo tantos hijos que se fue del mundo sin conocerlos a todos. Desde entonces era costumbre en la familia que a cualquier hora brotara un vástago suyo, a veces hasta con prole y casi siempre con problemas. Un tipo enorme, musculado y con los párpados hinchados, como los míos, me visitó una tarde: hola, primo, me dijo, como si nada. Se llamaba Eduardo, igual que nuestro tío fecundo.

Mientras compartíamos un café me ahorró la incomodidad del momento yendo al grano: tenía un amigo, cinturón negro en karate, que había escrito una novela y su pedido era que la leyera y lo ayudara a publicar. Así, como soplar botellas. Antes de que yo dijera nada, sacó de la mochila un sobre manila del que resbaló a su otra mano la mencionada novela. Del campo a la ciudad, era su título. Aunque viniendo de un cinturón negro no tuviese que esperar nada bueno, tal escueto y decidor título automáticamente me despertó un miedo concreto: que el karateca, de un tijeretazo de piernas, me dejara en piezas por decirle que su tal novela era un bodrio. Así es que, aprovechando que el mensajero del novelista karateka era mi nuevo primo, le confidencié que en nuestra aldea literaria ese tipo de favores lecturales terminan creando enemistades. Y, para sustentar mi temor, le conté a breves rasgos el caso del licenciado Pérez, quien dejó en silla de ruedas al PhD Argüello por haber publicado en la prensa que su novela no tenía personajes sino muñecos cortados a tijera. En cuanto a lo editorial, me fui más bien por la tangente: no hay que complicarse mucho, lo mejor es inventarse un sello editorial propio y financiar la impresión, ya que las editoriales, por encargarse de lo mismo, triplican su costo. Sin mayor esfuerzo, el nuevo primo aceptó la idea editorial, pero sobre mi lectura de la magna obra no cedió un pelo. Esgrimiendo argumentos de vendedor de aspiradoras y con un progresivo aire de karateka —que también lo había sido, aunque sin cinturones—, mezclado con cierta gravedad de mafioso ante mi negativa, insistió lacónicamente: tamadre, no me puedes hacer esto, primo. No tuve otra alternativa que reiterarle una condición: leería el librejo, si el karateka, bajo palabra de honor, aceptaba guardar respeto y compostura ante la opinión que me suscitara la lectura del manuscrito. Trato hecho, fue la frase del primo, antes de darme un abrazo que hizo sonar mis costillas. Esa misma noche, entre sorbos de un té de hierbaluisa con limón, me avalé el paquetazo. Unas cien páginas de lugares comunes, atentados inmisericordes a la sintaxis, paternalismo, colonialismo, obviedades mayores que las telenovelas, en suma, una suerte de Huasipungo hecho mierda y con final mal copiado de Cumandá.

Metí la hojarasca en su sobre original, me deslicé en la cama y pasé mil horas tratando de dormir. A la final eché a un lado las cobijas, encendí un cigarrillo y volví al sobre manila. En efecto, como pichones de pavo real atrapados en la maleza, como diamantes guiñando en la negrura del carbono, reencontré tirados al azar ciertos sintagmas, ciertos destellos y rizomas que parecían haber caído de otro planeta. Los subrayé para no volver a perderlos, mientras los saboreaba en voz alta, y volví a la cama. Pero tampoco pude dormir a causa del deslumbramiento que me produjo palpar tan de cerca y por primera vez, en mi larga vida, el brote, la germinación, de un escritor nato.

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