No se admiten mujeres (desde hace mil años) ///
Por Jorge Ortiz ///
Las legiones del islam estaban ya en posesión del extremo oriental del Mediterráneo y, siguiendo las consignas del profeta Mahoma de expandirse por el mundo, miraban con codicia las tierras ubicadas más allá de los Balcanes. Era el siglo X, una época de augurios siniestros y de presentimientos obscuros por la cercanía, ya inminente, del cabalístico año 1000, tan esperado pero también tan temido.
En el occidente de Europa, mientras tanto, ya se levantaban voces muy potentes reclamando que los grandes imperios cristianos, poderosos y desbordantes de esplendor, lanzaran sus ejércitos a la reconquista de los Santos Lugares, en una guerra de causa justa, que llevaría como estandarte la cruz de Cristo. Sí, era una época de tensión y preocupación, que anunciaba tiempos aún peores.
Pero en un extremo del Mediterráneo, en un brazo de tierra montañoso y crispado, coronado por el monte Athos, un grupo de monjes permanecía ajeno a las vicisitudes de la época, no pensando en guerras ni en contiendas, sino dedicados a levantar un monasterio en esa península casi inhóspita, rocosa y sin acceso terrestre. El empeño de su líder, Anastasio de Athos, había sido apoyado con entusiasmo por el Imperio Bizantino, que era por entonces —y desde hacía seis siglos— la sede mayor de la cristiandad.
Con el monasterio, esas tierra altas, conocidas como la ‘Montaña Sagrada’, se convirtieron en un lugar sin par de devoción y misticismo, donde hasta el siglo XV fueron levantados otros cien lugares de devoción y culto. Pero, entretanto, el Imperio Bizantino había declinado, hasta que en 1453 fue sojuzgado por las legiones del islam, que en unas pocas generaciones convirtieron toda Bizancio a la fe de Mahoma.
Al caer Bizancio, muchos de los integrantes de sus estratos altos buscaron refugio en la Montaña Sagrada. El catolicismo ortodoxo la hizo lugar de peregrinación y recogimiento. Pero, sin sus protectores bizantinos, el monte Athos cambió una y otra vez de situación jurídica, al ritmo de los vaivenes de guerras y alianzas: fue protectorado, república autónoma, territorio libre, estado monástico… Al terminar la Primera Guerra Mundial, en 1914, la Montaña Sagrada era, en la práctica, tierra de nadie.
Así permaneció hasta 1926, cuando, por un acuerdo entre el gobierno de Grecia y los monjes ortodoxos, surgió el ‘Estado Monástico Autónomo de la Montaña Sagrada’, con territorio propio (de 360 kilómetros cuadrados) y bandera distintiva (el águila bicéfala del antiguo Imperio Bizantino). La única forma de llegar es por mar: su puerto, Dafni, está conectado por lanchas con Uranópolis, en Grecia.
Su administración está repartida entre un poder legislativo (que es una asamblea monacal que representa a los veinte monasterios que han sobrevivido al paso de los siglos) y un poder ejecutivo con un gabinete de gobierno cuyo presidente se renueva cada año y que comparte el poder con el ‘Gobernador de la Montaña’, que, de acuerdo con el convenio de 1926, es el ministro de Relaciones Exteriores de Grecia.
Como todo país que se precie, el Estado Monástico Autónomo de la Montaña Sagrada tiene sus propias leyes. Como aquella que establece que no más de cien personas pueden desembarcar cada día en Dafni, de las que al menos noventa deben profesar la religión ortodoxa. Y nadie, excepto los monjes y los fieles de los monasterios, puede permanecer allí más de cuatro días. Pero la restricción más dura se refiere al sexo femenino.
En efecto, la presencia femenina está totalmente prohibida: ninguna mujer puede, por ningún motivo, ser admitida en Athos. Nunca. Pero no sólo las mujeres están proscritas. También lo están las hembras de toda especie (aunque se han hecho unas pocas excepciones con gallinas ponedoras). Y así, sin tentaciones, apartados del mundo laico y hedonista, sus dos mil habitantes viven dedicados a la búsqueda de Dios. Y así lo han hecho desde el año 963. Nada menos.