Por Ana Cristina Franco
Edición 458-Julio 2020
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta
Extraño caminar por la Amazonas. Ir hasta mi oficina sin prisa, un poco como detective, un poco como fantasma, un poco como extranjera, como colegiala fugada, como recién jubilado, como abuela tomando el sol o como perro callejero: como una persona extraviada o como un prófugo o un náufrago. Extraño encontrar las carpas de libros viejos, mirarlos, hojearlos, leer ciertas partes, olerlos, encontrar a Huidobro por un dólar y algún otro título tipo Los fósiles o Cómo se abrió camino el ser humano entre los monos. Yo era fanática de esos libros inútiles de páginas amarillas con ilustraciones sobre la evolución o preguntas filosóficas básicas. De qué año serían, ¿de los sesenta? No sé, pero en ellos se explicaba de manera rupestre, con lujo de detalle, el origen del universo o el color de las plantas; el cuerpo humano, “el hombre”. Libros patriarcales y homocentristas, sí, pero tan divertidos que empecé a coleccionarlos. Me fascinaba cómo se explicaban en ellos las cosas más elementales, explicaciones disfrazadas de ciencia, porque yo sabía que en realidad esos libros eran poesía pura y dura. Entonces, calladita, con libro en mano, me metía en una de esas cafeterías que más parecían imaginadas que reales, pedía un café y me ponía a leer como quien ejerce una travesura. Como una infiltrada, robándole tiempo al tiempo productivo.
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