“No hubo dicha que no conociera…”

Edición 442 – marzo 2019.

Mundo--1

Era, y nadie lo ponía en duda, el hom­bre más rico y poderoso de su tiempo. Más poderoso que el emperador de Bizancio, que el califa de Bagdad y que el gran so­berano chino. Cuando empezó a gober­nar, en el año 912, recibió un tributo de 12’045.000 dinares de oro, que equivalían a unos cincuenta mil kilos, además de diez mil caballos y diez mil mulas, mil corazas de cuero y mil tahalíes para que los gue­rreros de su guardia personal portaran sus espadas. Sus destrezas políticas y militares eran temibles y el esplendor de su corte era legendario.

Córdoba era por entonces, siglo X, la ciudad más grande y reluciente de Europa, con un prestigio y una vitalidad sin rivales. Tenía decenas de mezquitas, abundancia de baños públicos bien surtidos de agua me­diante extensos acueductos, una biblioteca con cuatrocientos mil libros, una universi­dad de fama y un bazar inmenso, bullicioso y surtido con productos llegados de todo el mundo árabe, de los reinos cristianos fronterizos y hasta de las comarcas asiáticas más distantes. Sus habitantes ya eran medio millón, muchos de ellos descendientes de la primera legión de combatientes y predica­dores musulmanes que conquistaron la Pe­nínsula Ibérica en el año 711. Abderramán III era uno de ellos.

Cuando él nació, en enero de 891, Cór­doba ya era una ciudad espléndida. Funda­da en el siglo II antes de Cristo, había sido capital de la Hispania Ulterior en la época de la República Romana y de la Provincia Bética durante el Imperio. Allí nació Séneca, contemporáneo de Cristo, y allí la dinastía omeya estableció su emirato en 756. Y, por ser su capital, era allí donde estaba constru­yéndose la Gran Mezquita, de 23.400 metros cuadrados, símbolo grande de la España Musulmana, que aún estaba inconclusa en 912, cuando Abderramán III llegó al trono.

Nieto de Abd Allah, séptimo emir in­dependiente de Al-Ándalus, Abderramán, ‘Siervo de Dios’, transcurrió su infancia en el harén palaciego de su abuelo, donde vivían las esposas y las concubinas —entre ellas su madre, Muzna, una cristiana de origen vascón—, además de eunucos, amas de cría, comadronas, sirvientes y esclavos. Su juven­tud fue silenciosa y dedicada al estudio, lo que hizo de él un hombre firme, perspicaz y con singulares conocimientos de historia y de derecho musulmán. Al morir su abuelo y en ausencia de su padre —que había sido asesinado muchos años antes—, Abderra­mán ascendió al trono. Tenía veintiún años.

En Córdoba gobernó diecisiete años como emir, sofocando rebeliones de prín­cipes rivales y confrontando tanto a sus ad­versarios   musulmanes de la dinastía fatimí asentados en el Magreb, al otro lado del Me­diterráneo, como a los reyes de los estados cristianos del norte de la Península. Todo lo hizo a sangre y fuego, aunque no le faltó misericordia ante sus vencidos. En enero de 929, en la cúspide de su poder, se proclamó ‘khalifa rasul-Allah’, ‘califa, sucesor del en­viado de Dios’. Y como califa gobernó 33 años más.

Quiso hacer de una nueva ciudad pala­tina, Medina Azahara, la de mayor belleza en el mundo y el símbolo de su magnificen­cia. Empezó su construcción en 936 y a ella trasladó la corte en 945. Estaba al oeste de Córdoba, en la Sierra Morena. Cada detalle fue atendido con minuciosidad, pues para Abderramán era imperioso demostrar el poder del califato y, en especial, su superio­ridad frente a los fatimíes del norte africano y a los abasíes de Samarra. Y, en efecto, su lujo y su esplendor opacaron a cualquier palacio de su tiempo. Fue la Versalles de la Edad Media. Allí vivió y reinó Abderramán III hasta su muerte, en octubre de 961.

(Dicho sea de paso: Medina Azahara fue asaltada por los bereberes en 1010 y saquea­da, despoblada y destruida. De su conjunto monumental sólo quedaron ruinas, que se perdieron bajo el polvo del tiempo. De ella no volvió a saberse nada y hasta fue común preguntar si alguna vez había existido. Re­cién fue encontrada en 1911.)

Poco antes de morir, Abderramán escri­bió así: “Reiné medio siglo, envuelto por completo en victoria y paz, amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, bien avenido con mis aliados. No hubo dicha te­rrenal que no se agolpara a halagarme. Ante tan sumos logros, he recapacitado sobre el número de días en que pude paladear una alegría profunda y cabal. Ascienden a 14. Tan sólo a 14. ¡No cifréis, congéneres míos, vuestro amor en el mundo de aquí.

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