No eres un impostor

Por Óscar Molina V.

Ilustración: Shutterstock.

Edición 467 – abril 2021.

¿Has sentido que, pese a tus logros, eres un fraude, un hijo de la suerte, y que pronto te descubrirán? Bienvenido al club. Pero no te estreses: el síndrome del impostor no es nada que la autovalidación no espante.

Nos pasa a todos. A casi todos.

Naces, creces, empiezas a perder la vida para ganártela (Quino dixit). Pero algunas veces, de hecho, ganas. Vives de lo que te gusta: de lo que siempre soñas­te. Consigues becas, medallas, ascensos, renombre, pero tarde y temprano una voz —tu voz— te repite: todo esto es pura suerte, un milagro, un error de pa­ralaje. Pronto, mañana mismo, tus jefes, tus colegas, el mundo, sabrán la verdad.

Todo es mentira. Tú eres una menti­ra. Un impostor.

Da igual que digan que eres la mejor cantante de jazz de tu época, que hayas sido la primera primera dama afroame­ricana de Estados Unidos o que hayas li­derado la construcción del brazo robótico de la nave que aterrizó en Marte. La voz —la insistente voz— te hará dudar, sospe­char, desmerecer. Pasa y les ha pasado a tantos que, en 1978, este lastre fue estu­diado e identificado como el fenómeno o síndrome del impostor.

Las psicólogas clínicas Pauline Rose Clance y Suzanne Ament Imes lo nom­braron así. En un artículo publicado en la revista especializada Psychotherapy, lo describieron como una “experiencia in­terna de falsedad intelectual que parece ser particularmente prevalente e intensa entre una selecta muestra de mujeres de alto rendimiento”. Clance e Imes analiza­ron a más de 150 mujeres, entre estudian­tes y expertas con doctorados, y notaron que, pese a sus méritos y reconocimien­tos, ninguna se sentía exitosa. Todas creían que no eran inteligentes “y estaban convencidas de que habían engañado a cualquiera que pensara lo contrario”.

Las engañadas, claro, habían sido ellas. Ciertas dinámicas familiares y los estereotipos de género eran las causas de esa insuficiencia nociva, irreal, que las atormentaba.


1948: Billie Holiday —la dama del jazz— anuncia su primer concierto en el Carnegie Hall de Nueva York después de salir de la cárcel por posesión de drogas. Los boletos se agotan en horas. Días des­pués, en una entrevista radial, Billie cuen­ta que salió temblando al escenario. La acogida la conmovió. Ella no se conside­raba una artista. Los actores y las actrices sí lo eran. “Ellos me hacen llorar, me ha­cen feliz. Yo no sé si logro eso, la verdad”.

2018: En una entrevista con The Guar­dian, Michelle Obama —la primera prime­ra dama afroamericana de Estados Uni­dos— cuenta que entró a estudiar Leyes en Harvard con un estigma en su cabeza. “Sentía que no pertenecía ahí”. Ella mis­ma se preguntaba todo el tiempo: “¿Seré lo suficientemente buena?” “¿Seré lo sufi­cientemente buena para tener todo esto?”. “¿Seré lo suficientemente buena para ser la primera dama de Estados Unidos?”

2021: La colombiana Diana Truji­llo —ingeniera de la NASA, directora de vuelo de la misión Marte 2020— cuenta en la BBC que a los diecisiete años dejó Colombia para ir a Estados Unidos. No tenía dinero, no sabía inglés, pero en su país no tenía futuro. “Una de las razones por las que vine fueron las expectativas de lo que la sociedad estaba diciéndome que tenía que hacer. Sentía que para poder ha­cer lo que yo quería tenía que demostrarle a todo el mundo que yo puedo hacer más”.


A Jennifer Yépez le sorprende pero no le extraña que Michelle Obama haya luchado contra el síndrome del impos­tor. Luchar no es un verbo exagerado, y Jennifer lo sabe. Ella es ingeniera en Sis­temas, tiene 36 años y una maestría en Computación Forense y Ciberseguridad por la Universidad de Greenwich, en Londres. Jennifer es cuencana, docente de la Universidad Politécnica Salesiana.

En agosto de 2020 Jennifer y dos co­legas ganaron el primer lugar del Virtual Cyberwomen Challenge Ecuador, coordi­nado por la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la empresa Trend Micro. La competencia duró seis horas y constó de 35 desafíos de ataques ciberné­ticos. Su equipo ganó entre alrededor de cien participantes y representará al Ecua­dor en la próxima competencia regional.

—Este es mi mayor logro hasta ahora —dice contenta.

Jennifer también participó en 2019, pero perdió. En 2020 no quería inscri­birse, pero se animó. Venció a la voz que reaparece de vez en cuando y le dice “no estás preparada”, “vas a fraca­sar”. La escuchó por primera vez en la escuela, después de una prueba de his­toria. Jennifer se olvidó de la prueba, no estudió y sacó una calificación baja. Sus padres no la regañaron: no fue nada grave. Para ella, una niña estudiosa, fue su primer “fracaso”.

—Una vez hablé de esto con una psi­cóloga y me dijo que me exijo demasia­do, que soy muy dura conmigo misma.

El perfeccionismo, según un artículo publicado en 2011 en la revista Interna­tional Journal of Behavioral Science, es uno de los factores que influyen en el síndrome. Otro es el ambiente familiar. Los psicólogos Jaruwan Sakulku y James Alexander, sus autores, citan el estudio de Clance e Imes —quienes creían que afectaba solo a mujeres profesionales— y agregan que se ha demostrado que afec­ta a una “amplia gama de personas” de ambos géneros, de “distintas culturas” y con distintas ocupaciones: estudiantes de Medicina, académicas, gerentes de mar­keting, asistentes médicos.

—Pero también hay que aclarar que, desde la mirada científica, esto no es ni un trastorno ni una enfermedad.

Quien lo afirma es Esteban Prado, psi­cólogo clínico y psicoterapeuta. Él dice que el “síndrome”, hasta ahora, no ha sido con­siderado ninguna de las dos. Un artículo de 2019, publicado en la revista Journal of General Medicine, respalda su criterio. “El síndrome del impostor —dice el texto— no es un trastorno psiquiátrico reconoci­do: no aparece en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría, ni figura como diagnóstico en la Clasifica­ción Internacional de Enfermedades”. Esta última es publicada por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

—Eso no quiere decir que no exista este pensamiento que las personas tienen de que son un fraude —dice Prado—. Esta es una distorsión cognitiva que debe ser explorada individualmente porque puede deberse a otras cosas. Quizá la persona esté ansiosa, deprimida.

Como pensamiento, agrega, es nor­mal. Les suele pasar, por ejemplo, a quie­nes empiezan su vida laboral. El problema surge cuando es tan frecuente e intenso que afecta la rutina y hace que quien lo padece no le haga caso a la realidad. Que se paralice.

—La persona, entonces, niega la rea­lidad y le hace más caso al pensamiento. Le pueden dar el Premio Óscar y va a creer que fue por suerte, que ya mismo se van a dar cuenta del error. Pero la rea­lidad es la que te debe dar el feedback, la confianza, la seguridad.

Quizá para muchos suerte es una palabra inofensiva, buena onda. Para Ana Isabel Uzcátegui, sin embargo, es­cucharla tanto y tan seguido con rela­ción a su carrera ha sido un fastidio, un motivo de irritación. Ana Isabel es con­sultora en Korn Ferry, una compañía de consultoría en estrategia y talento. Ella dice que su trayectoria profesio­nal ha sido la que ha buscado: buenos puestos, buenos jefes, buenos horarios. Pero eso que para Ana Isabel ha sido es­fuerzo para otros han sido apenas gol­pes de suerte.

—Pero no es suerte. Es mi trabajo, son mis números, es mi gestión.

Ana Isabel dice que, justamente para evadir los pensamientos de ser un far­sante, es clave autoconocerse: desarrollar la competencia de autoconocimiento. Desde su experiencia como evaluadora de perfiles para cargos altos, ella dice que aquellos candidatos que no son capaces de autorreconocerse son descartados más rápido en las entrevistas de trabajo.

—Autoconocerse es hacer un inven­tario de nuestros logros reales.

Es saber bien lo que hemos alcanza­do, cómo hemos aportado o influido en un logro y, sobre todo, no temer hablar en primera persona, desde el yo: yo hice, yo conseguí, yo alcancé. Y esto aplica para las entrevistas de trabajo y para la vida en general.

—Yo pude tomar un avión sola, irme a otro país a hacer una maestría y cami­nar por una ciudad que no era la mía sin perderme —dice Jennifer Yépez.

Cada vez que ella empieza a escuchar el taladro de la duda, recurre a las veces en las que la felicitaron, en las que venció sus miedos. Jennifer, en su mente, vuelve a Londres. A los pocos días de haber lle­gado, tuvo que cambiar un foco. Fue a la tienda, habló con un vendedor, pero no entendió el acento y se frustró. Se dijo a sí misma: “¿Cómo voy a terminar la maes­tría si ni siquiera le entiendo al señor de la tienda?”. Meses después Jennifer tuvo que hacer su primera exposición en inglés. Ella, que temía hablar en público, la noche anterior no durmió, pero lo hizo. Lo logró. Su profesora la felicitó.

“La realidad es la que debe darnos confianza, seguridad”, decía el psicólogo Esteban Prado. Celebrarse, reconocerse: al final se trata de eso. De cultivar y soste­ner —con coraje y disciplina— el respeto a uno mismo.

Porque si prescindimos de eso, como dice la escritora estadounidense Joan Didion en su brillante ensayo On Self Respect, nos condenamos a “ser el espec­tador involuntario de un interminable documental que detalla nuestros fraca­sos propios, tanto reales como imagina­rios”. Mira, ahí está la vez en la que no fuiste el primero de la clase, la otra en la que no conseguiste la beca, esa en la que no pudiste negociar, por enésima vez, tu sueldo. Carecer de esa autovali­dación es resignarse a pasar noches en vela “contando los pecados por comisión y omisión. Las confianzas traicionadas, las promesas sutilmente rotas, los dones irrevocablemente desperdiciados por pereza o cobardía o descuido”.

Tener “ese sentido intrínseco de valía propia”, en cambio, predica Didion, “es te­ner potencialmente todo: la habilidad para discernir, amar y permanecer indiferente”. Amén.

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