
Lucas, mi hijo de cuatro años, vive su propio tiempo.
Le encanta repetir la versión de Star Wars que ha construido a partir de leyendas que le cuenta su papá y fragmentos de película. Mi hijo quiere hablar todo el tiempo e interrumpe a los adultos que quieren hablar del clima, del gobierno, del cine.
A los adultos, grupo al que, aunque no quiera, pertenezco, nos importa mucho comer, sacar un préstamo o hacer listas en cuadernos. A los niños no les importan las listas ni el dinero, tampoco les interesa mucho comer, a menos que sea un pancito con manjar o un helado. ¿Por qué pensarían en comer cuando hay una guerra galáctica en sus cabezas?
“Daría lo que sea para volver a ser niño”, suelen decir algunas personas, pero cuando yo era pequeña lo único que quería era crecer.
Era mala para ser niña. No me gustaban las fiestas infantiles, me aburrían algunos juegos, prefería leer. Pero resulta que soy aún peor para ser adulta. No sé ser adulta. Por ejemplo, solo sé hacer un postre que no incluye batidora; no sé escoger el regalo adecuado en los cumpleaños, no conozco ningún dato curioso sobre India, no tengo nada que decir sobre la serie de moda (porque no la he visto o seguramente la veré dentro de cinco años cuando ya no sea tema de conversación), y suelo pensar en cosas como por qué los arupos solo florecen en agosto. A veces, incluso, finjo seguir el hilo de una conversación, temiendo que se lea en mis ojos que no la entiendo bien o no me interesa en absoluto. De hecho, creo que tengo rasgos Asperger, no entiendo metáforas ni sentidos figurados. Si me dicen, por ejemplo: “Yo estoy con Fidel”, sería capaz de responder: “¿En serio?, ¿dónde?, ¿no había muerto ya?”.
Y es que no hice el colegio tradicional, tomé varios cursos de arte, y tengo algunos vacíos culturales. No me sé las capitales de varios países, las fechas exactas de las guerras; no leo el periódico ni veo las noticias, no tengo Twitter, no sé los nombres de los actores de moda. Y no es que me enorgullezca de esto, es que cada vez que quiero informarme sobre estos temas me entran ganas de dibujar o leer un libro o regar las plantas. O armar un rompecabezas con mi hijo.
Aquí quedaría perfecto decir que, ante el aburrido mundo de los adultos, prefiero seguir jugando con los niños, pero estaría mintiendo. Me cuesta mucho jugar, sobre todo a los aviones o superhéroes, y cuando saco las muñecas el Lucas se aburre. Sin embargo, hemos encontrado otras actividades que nos unen, como salir a tomar el sol, comer alguna fruta y contar historias. Ese es el plan más maravilloso que pueda existir en la Tierra.
Volviendo al tema de los adultos, tampoco es que sea una ermitaña que no soporta la gente ni tiene amigos. A pesar de no tener batidora ni juego de tazas me atrevo a ofrecerme como anfitriona para las reuniones sociales y, aunque jugando Pictionari no pueda dibujar un gladiador porque no sé a ciencia cierta qué es, obvio que disfruto del mundo adulto y obvio que mis amigos no son todavía tan viejos ni tan ñoños para combinar las cortinas con el juego de sala o para sorprenderse de las imperfecciones de mis tazas… por eso todavía me gusta hablar de cosas que de pronto para los demás no son interesantes: seguramente finjan que es interesante escucharme hablando sobre Woody Allen, mientras piensen en cosas como la diferencia entre maremoto o tsunami, pero la vida también es así, un cúmulo de soledades que se tocan, que se acompañan, que vuelan separadas y juntas al mismo tiempo.