
Daniel Lofredo llegó al café Mediaagua con un disco de vinilo en sus manos. La cubierta era de color amarillo intenso, casi naranja. Éramos pocos y nos sentamos al aire libre bajo la luz tenue de unos foquitos que iluminaban un corredor con enredaderas de jazmines. A corta distancia se escuchaba una de las canciones del disco que trajo Daniel, “Cansados pies corazón mío”, una tonada del dúo Mendoza-Ortiz. Una melodía tan agridulce que me dolió la piel. Etérea y llena de todos nuestros pasados, se disolvía en el aire como un suave susurro, un secreto del tiempo.
Y ahí nos contó, con cierta timidez, pero con la seguridad y el orgullo que le da el ser dueño de una historia fascinante. El disco es el primer volumen de una recopilación de las cintas que encontró en la oficina de su abuelo, Carlos Rota, cuando murió en 2014. Pensé en la fuerza de los objetos de nuestros abuelos, en ese magnetismo insondable que cruza generaciones y nos conduce a destinos inesperados.
Daniel sostenía el disco como quien sostiene a una criatura viva, frágil y hermosa, que está abriéndose al universo para dar sus primeros pasos. El título del vinilo, The Paths of Pain (Los senderos del dolor), parece el epítome de la historia de la condición humana. Sin embargo, aquellos mismos senderos pueden conducir al lugar de lo sublime, a lo que nace detrás de lo incomprensible y lo inaceptable.
Lo poco que Daniel conocía de su abuelo eran retazos de un ser desquiciado, obsesivo y violento. Carlos Rota era la sombra que acechaba la historia familiar. Daniel solo podía mirarlo a través del vidrio del estigma que marcaba a su familia. Todos se alejaron de él para protegerse del dolor que provocaba. Daniel lo vio únicamente un par de veces en su vida.
Una vez su madre Francesca señaló a Carlos en una feria de libros: “Ahí está tu abuelo”, le dijo. Daniel tenía apenas doce años. Entusiasmado, corrió a saludarlo, pero Carlos Rota le contestó con absoluta seriedad: “Señor, no sé quién es usted”. Decirle “señor” a un niño que, además, lleva en las venas su misma sangre, era una extravagancia demasiado punzante. Carlos Rota, una vez más, mostraba las vetas de su demencia.
El abuelo murió y una tarde de abril de 2014, Daniel, su hermano Nicolás y su primo Iván fueron llamados a vaciar su oficina. Al abrir la puerta, un río de papel ahogó sus miradas: revistas, calendarios, escritos del abuelo, catálogos de equipos militares, fotos de diversos productos, partituras, estampillas arrancadas de sobres y miles de periódicos apilados desde hace varias décadas.
Daniel leía los titulares: “Escuadrillas de aviones del Reich bombardean Varsovia”, no lo podía creer, la historia de Occidente parecía estar archivada entre esas cuatro paredes. Rota era un acumulador compulsivo, no solo de papel, también de teléfonos, de máquinas de escribir y de retratos de personajes peculiares como el estadista turco Mustafa Kemal Atatürk.

Y había más. Bajo esa ciudad de 3,6 toneladas de papel se escondía un tesoro. Los nietos hallaron unas cintas de grabación y, entre estas, las matrices del catálogo de la discográfica Caife, de la cual Carlos Rota había sido productor ejecutivo. El sello disquero funcionó en Quito desde 1959 hasta 1968. Las cintas por sí solas ya representaban una herencia significativa.
Había la opción de guardarlas en algún armario como se guarda un álbum familiar o una caja con recuerdos, pero también existía la posibilidad de sumergirse en ellas, con todo el ímpetu de la historia y la fuerza de la sangre. El alma revuelta y apasionada de este joven músico no dudó. Daniel estaba dispuesto a dejar su orilla para aventurarse mar adentro, sin salvavidas, pero con todo su ser.
Una conversación después de la muerte
La grabadora que encuentra Daniel en la oficina de su abuelo, una Grundig TK20, funciona. Titila una luz azul, es el primer faro en el horizonte. La voz parece surgir de algún túnel entre las cavidades del tiempo. Es una melodía tosca, indescifrable e insensata. “Una mezcla entre el horror y lo sublime”, dice Daniel al describir aquella voz. Los opuestos coqueteándose.
La belleza oculta detrás de la locura era la herencia que su abuelo le estaba dejando. Desde su alma artística, Daniel quiere hacer todo por entender esa extraña belleza e incorporarla a su piel, a sus entrañas. La voz monstruosa se atraganta de todos los momentos de su vida. La posibilidad de reinventarlo todo está aquí y ahora, delante suyo.
El fantasma del abuelo desea materializarse. No lo consigue. Daniel prueba con otra grabadora, una Ampex ATR700 que estaba reparándose bajo un plástico en una mecánica de la avenida El Inca. Todo es como un rompecabezas que poco a poco se arma dentro de una línea de tiempo cósmica.

Esta vez la voz emerge cristalina, vibrante. Es la voz de aquel que dijo alguna vez: “Señor, yo no sé quién es usted”. Es la voz de Carlos Rota. Da largas conferencias sobre Goethe, cuenta hasta diez en alemán, repite mantras infinitas veces, contesta llamadas telefónicas, hace chistes pesados, negocia con clientes y graba relatos para alguien que algún día lo escuchará y lo comprenderá en su excentricidad.
El nieto se obsesiona con todo lo que escucha. Horas de horas, días enteros pegado a la grabadora, como a una máquina respiradora. Sin dormir, sin comer, sin pensar en nada más que en esas cintas. Su familia se preocupa por él, por su salud mental; creen que las grabaciones son un disparate más del abuelo y, esta vez, esa locura lo está afectando directamente a él.
Le piden que deje de desenterrar los huesos del pasado familiar, que se olvide de las cintas y que continúe con su vida. Las cintas son su vida y Daniel no puede dejar de escuchar. Es una fuerza que lo tira hacia su sangre y ya no tiene el control. Escuchar es excavar en los cimientos de su propia genética. En sus adentros intuye que esta es la llave maestra para consolidar su identidad y su sentido de pertenencia.
Y de tanto escuchar, la grieta del tiempo comienza a cerrarse. Abuelo y nieto se encuentran, tienen casi la misma edad. Por primera vez Carlos Rota va tallando su propia figura en la memoria de su nieto: una escultura hecha de piezas con información extravagante. Después de todo, Daniel es el nieto que se parece a él, en su gran altura, en su rostro fino y alargado, en su creatividad y ambición.
Él es la persona precisa para rescatarlo del olvido. Charlan cientos de horas sobre budismo, atahualpismo (versión de Rota sobre el indigenismo), políticos ineptos, genialidad, de la luz y la oscuridad. El abuelo está aquí; es un loco alucinante, un energúmeno paranoico de una simpatía total. Perspicaz y brillante. Ambicioso y audaz. Ocurrido. Espiritual. De un humor exquisito y de una mente intelectual. Esa voz, tan despierta a la vida, llevaría a Daniel hacia otras voces, voces ancestrales, que cantan los lamentos de estar vivos, con melodías dulces y amargas, con poesía contradictoria y muy poderosa.
Caife
Daniel no conocía aquellas voces, aunque podía identificar que venían de su Ecuador profundo. Esa música formaba parte del catálogo del sello discográfico que su abuelo había creado: Caife forma parte de lo que conocemos como música nacional. Las cintas reproducían pasillos y pasacalles, sanjuanitos, danzantes, albazos y tonadas, y había más de cuatrocientas.
Aun siendo músico, Daniel no distinguía entre los distintos géneros. Sin embargo, su belleza, sus letras resilientes y a la vez melancólicas, le trastocaron el alma. A través de ellas, su abuelo le seguía susurrando al oído, en el idioma que mejor conocía: la música.
Al querer preservar este canon musical, Carlos Rota manifestaba su sensbilidad particular por una expresión artística muy auténtica, de origen indígena y mestizo, que tuvo gran alcance en nuestra región, definiendo lo que se conoció en los años sesenta como la Época de Oro en la historia de la música nacional del Ecuador.
Gigantes de la música habían sido parte de Caife: Biluka y los Caníbales, Benítez y Valencia, las Hermanas Mendoza Suasti, Segundo Jiménez, Olga Gutiérrez, Los Hermanos Castro, Los Tres Ases, Lucho Muñoz, dúo Aguayo Huayamabe, Raúl Emiliani, Héctor Bonilla, Segundo Bautista y el Conjunto Caife, que era la banda de la casa.
No todos los artistas habían dejado rastro y muchas canciones eran irreconocibles, entonces Daniel comenzó a investigar, como un detective frente a un caso que había que resolver con urgencia, pues se trataba de lo más bello que había creado su abuelo y muchos de los músicos estaban desapareciendo.
Daniel colocó afiches por las calles del centro de Quito buscando a los artistas perdidos, contactó a musicólogos, a los familiares de los cantantes que aún estaban vivos; incluso su madre, Francesca, comenzó a buscar pistas en las tiendas de discos que aún había en el centro. Y de tanto buscar, las respuestas llegaban solas, una y otra vez.
Hace poco, apareció nueva información sobre Biluka, un músico afrobrasileño que tocaba con una hoja de ficus. Biluka vivía en Santo Domingo y se quedaba en el hotel Victoria, fue ahí que conoció a Luis Alberto Valencia. Sus almas conectaron entre alcoholes y boleros. Según el hijo del dueño del hotel, Fernando Segovia, fue Valencia quien llevó a Biluka a grabar para Caife.
Después de ocho años de una labor intensa, Daniel Lofredo ha logrado digitalizar el catálogo completo del sello Caife, alrededor de cuatrocientas cintas. La disquera inglesa Honest Jon’s ha tomado el proyecto para producir varios volúmenes de discos con las canciones de la discográfica para distribuirlos a nivel mundial. La compilación de las piezas se ha hecho con la gran colaboración de Ramona Stout y Mark Ainley.

Daniel nunca se imaginó que, debajo de esas montañas de papel inútil, encontraría los senderos para regresar a sí mismo. La música de Caife marcó su destino, era la pieza final de una trama generacional que tejería las incógnitas ligadas a su identidad y, sobre todo, cicatrizaría esa herida que comparte su familia.
La dimensión histórica que iba cobrando el proyecto le permitió estar cada vez más presente en su propia vida. La membrana entre su historia individual y la colectiva se fue quebrando, revelando una sola vida y una sola historia. Daniel amasó el trauma y la tristeza familiar, transformándolos en un regalo que ilumina todas nuestras historias.