Neville Chamberlain no lo podía creer: había ido tres veces a Alemania y, tras unas discusiones largas y ásperas con un tipo tan obsesivo y resuelto como Adolf Hitler, había logrado un acuerdo formal, firmado, que garantizaba la paz en Europa, a pesar de lo cual Winston Churchill, el terco, sarcástico y desagradable Winston Churchill, le había criticado con una de esas frases hirientes y altisonantes que tanto le gustaban: “Al primer ministro le fue dado elegir entre el deshonor y la guerra, eligió el deshonor y tendrá la guerra…”. ¿Quién se cree Churchill que es?
Sí, ¿quién se cree? Porque no sólo hubo una multitud ovacionándolo cuando llegó al aeropuerto de Heston, en Londres, sino que ahí mismo, al bajarse del avión, recibió una carta del rey Jorge VI en la que le expresaba a él, Neville Chamberlain, su gratitud por el acuerdo que había conseguido en Múnich y, más aún, lo invitaba para que fuera de inmediato al Palacio de Buckingham, donde le transmitiría en persona esa gratitud. Y en el trayecto (que duró una hora y media por el gentío aglomerado a lo largo de esos catorce kilómetros) el pueblo lo aclamó con emoción evidente. Y los ministros lo felicitaron. Y la prensa, casi sin excepciones, lo elogió. Y, no obstante, el incorregible de Churchill lo criticó. ¡Qué tipo insoportable!
En efecto, Chamberlain había lidiado fuerte con Hitler. El ‘führer’ estaba dispuesto a atacar Checoslovaquia y darle a Alemania los Sudetes, una región montañosa de unos treinta mil kilómetros cuadrados, donde por entonces, 1938, vivían unas tres millones de personas, muchas de ellas, tal vez la mayoría, de etnia, cultura y lengua germanas. Incluso, según se decía en Berlín, ya había fecha para la operación: el 25 de septiembre. Chamberlain quería impedirlo, por lo que le pidió a Hitler una reunión cara a cara. Fue el 15 de septiembre en el “Nido del Águila”, la residencia de verano del líder nazi en los Alpes austríacos.

Allí, en Berchtesgaden, y una semana después, el 22, en Bad Godesberg, Hitler estuvo inconmovible: ocuparía los Sudetes y los integraría a Alemania. Pero Chamberlain logró que el ‘führer’ aplazara el ataque hasta el 1° de octubre. Pero eso fue lo único que logró: el 29 de septiembre, en Múnich, en una reunión a la que también asistieron los gobernantes de Italia y Francia, Benito Mussolini y Édouard Daladier (pero ningún representante de Checoslovaquia), Chamberlain aceptó que Hitler se apoderara de los Sudetes a cambio del ofrecimiento de que no haría ninguna otra reivindicación territorial, lo que se concretó el 30 de septiembre en una declaración de tres párrafos, con la que, feliz y optimista, el primer ministro volvió a Londres. Y allí, triunfal, proclamó cuál había sido su conquista: “¡Paz para nuestro tiempo!”. Al día siguiente los Sudetes fueron ocupados.
Esos “Acuerdos de Múnich” fueron la concreción de la política de apaciguamiento diseñada por Chamberlain (y respaldada por Daladier) para detener los ímpetus de Hitler: entregarle los Sudetes para que saciara sus afanes expansionistas y, así, garantizar la seguridad de Europa. El resto de este relato ya es conocido por todos: menos de cinco meses más tarde, el 15 de marzo de 1939, las tropas nazis invadieron toda Checoslovaquia y la desmembraron.
Británicos y franceses no hicieron nada. La política de apaciguamiento no detuvo a Hitler, sino que lo alentó a seguir con sus planes de conquista. El 1° de septiembre, aliado con Stalin, invadió Polonia para repartírsela con los soviéticos. La Segunda Guerra Mundial había empezado. “Eligió el deshonor —había augurado Churchill— y tendrá la guerra…”