Nelsa Curbelo: su nombre es Libertad

Fotografía: José Sánchez

Libertad, así, con mayúscula, pues sus padres le pusieron este segundo nombre quizás como una premonición que el tiempo se encargó de cumplir, ya que esta defensora de los derechos humanos no ha hecho más que pelear por eso: por una sociedad libre de violencia y de desigualdad. Aun luego de renunciar a la presidencia y vocería de la Comisión de Diálogo Penitenciario y Pacificación, creada por el Gobierno a raíz de las revueltas que dejaron en jaque al sistema carcelario en el Ecuador, su lucha sigue más viva que nunca.

Nació en plena Segunda Guerra Mundial y su padre, Juan Carlos Curbelo, no dudó en bautizarla con dos nombres que significaban mucho para él: Nelsa, por el acorazado inglés Nelson y el héroe naval británico Horatio Nelson; y Libertad, porque lo que más anhelaba era la caída de Hitler. Dos nombres que evocan la guerra y la paz.

Dos nombres que reflejan fielmente la causa que ha motivado su labor como defensora de los derechos humanos y que también remarcan una dualidad y una contradicción, algo que no ha faltado en su vida considerando que cultivó una vocación religiosa en medio de un ambiente familiar ateísta; que en su etapa de formación espiritual siempre hizo prevalecer sus conceptos particulares de Dios más allá del dogma; o que cuando estaba a punto de ordenarse de manera definitiva, al final terminó por dejar los hábitos para dedicarse a trabajar de cerca con las comunidades, pues entendió que ese era su verdadero llamado.

Es que Nelsa Curbelo es así: siempre ha hecho lo que ha querido y nunca han podido obligarla a ir en contra de sus creencias. Lo confiesa con orgullo y no es para menos, tratándose de una mujer que nació en 1941 y que desafió todo lo que su familia y la sociedad de aquella época esperaban de ella para hacer realidad sus aspiraciones.

Las hermanas Nelia Gladys (parada sobre la piedra) y Nelsa Libertad.

Pese a provenir de un hogar ateo, se bautizó por la fe católica a los dieciséis años y a los veinte abandonó su Montevideo natal para entrar a la congregación de las hermanitas del Sagrado Corazón en Montpellier (Francia). Estuvo cinco años allí y, nuevamente, se le presentó una contradicción.

Por un lado, fue muy feliz porque “esa primera etapa me dio muchas raíces, no solo a nivel religioso de comunidad católica, sino a nivel espiritual. Creo que eso es lo que hasta ahora me nutre. Más allá de que fuera una religión, era el encuentro con algo que es más que una misma”, afirma.

Pero, por otro lado, no abrazaba por completo las jerarquías. Sus superioras lo notaron y la mandaron a España, que fue la primera oportunidad que tuvo de hacer las cosas a su manera: alquiló un departamento pequeño y se puso a trabajar en una fábrica.

Ocho meses le duró su independencia. Al regresar a Francia, su asignación fue estudiar Teología en la Universidad de Toulouse y luego hacer labor en un país árabe: “‘Ni loca voy’, dije. ‘Dejen a los árabes tranquilos, que ellos tienen su religión’. Nadie en esa época se rebelaba así.

Me preguntaron dónde quería ir y respondí: al Ecuador, donde hay un obispo que se llama (monseñor Leonidas) Proaño, que trabaja con los indios. Lo conocía porque yo leía en las revistas sobre la labor de este sacerdote con los indígenas. Vinimos de cuatro nacionalidades y empezamos en Riobamba”.

Así comenzó su historia de amor con el Ecuador, un país que le ha dado mucho y al que ella dio todo: como defensora de los derechos humanos, al fundar —junto con el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel— el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj); como autora de libros y editorialista de importantes medios locales; y como mediadora en conflictos, como el primer levantamiento indígena contemporáneo (realizado en el Gobierno de Rodrigo Borja), las pandillas en Guayaquil o la actual crisis carcelaria, por lo que el presidente Guillermo Lasso le pidió que encabezara la Comisión de Diálogo Penitenciario y Pacificación. Lideró dicha Comisión entre diciembre de 2021 y abril de 2022.

Nuevo mundo, nueva vida

—¿Cómo fue su primer encuentro con el Ecuador?

—Fue otra etapa y fue lindo. Yo vendía en el mercado con los indígenas y aprendí muchísimas cosas. Pero también era una novedad para mi comunidad religiosa porque no era más el estilo de ir a África o los países árabes. Acá estábamos en territorio cristiano; esto era otra cultura y otra manera de acercarse a Dios.

Había comunidades de base a las que yo iba y a veces incluso era su coordinadora, y en nuestra congregación eso no se podía porque decían que había que ocupar siempre el último puesto. Ahí empezaron nuestras discusiones teológicas porque yo decía: ¿cómo que el último lugar? El último lo ocupó Jesús, que yo sepa; ha de ser el penúltimo.

Nos regresaron a Francia a todas las religiosas que habíamos venido al Ecuador y allá tenían otra manera de vivir Dios. Nosotras traíamos el periódico, comentábamos las noticias, era un estilo que no tenía nada que ver, así que nos salimos (de la congregación) todas al mismo tiempo. Después, como a los cinco años, dijeron que teníamos razón al no manejar una obra específica, sino compartir la vida de la gente. Pero ya era tarde. Yo ya estaba metida en otras cosas.

—¿Fue entonces cuando decidió llevar su vocación a un plano más allá del religioso de forma definitiva?

—No sé en qué momento exacto salí porque no tengo idea de una ruptura. Fui la primera que no usó hábito, la primera que trabajó fuera de la comunidad, la primera que vivió sola. Fui siempre la que marcó un cambio, pero para mí eso era normal. No lo sentí como: “A ver, me voy a separar”. No. Y el día que no fui más de la comunidad (religiosa), ni cuenta me di tampoco.

(De Riobamba pasó a Guayaquil, y ya nunca más se fue).

—En Riobamba estuve unos seis años y vine a Guayaquil porque me lastimé la columna trabajando en el mercado. Monseñor Proaño se puso de acuerdo con el padre (José) Gómez (recordado sacerdote de la parroquia Cristo Liberador en la ciudadela La Ferroviaria, el barrio donde reside Nelsa) en que me traerían aquí porque yo era inmanejable y decía que no necesitaba ir al médico.

Acepté viajar la siguiente semana, pero cuando el padre Pepe me fue a ver le expresé que ya no iría porque estaba bien. Entonces él me dijo algo que me marcó: “Usted me dio su palabra y la palabra compromete”. Y eso de “la palabra compromete” para mí tiene más fuerza casi que la palabra escrita. Así que viajé, me operaron la columna, una cosa trajo la otra y ya me quedé aquí.

Al inicio la Costa no me gustaba, pero en realidad soy más cercana a ella que a la Sierra por el temperamento, porque Uruguay también es un país con mar, con río, qué sé yo. Cuando regresé como a los cinco años a Riobamba, sentía que tenía que caminar en punta de pies porque aquello era tan silencioso comparado con el ruido de Guayaquil.

—Sin embargo, usted le atribuye a la comunidad de Riobamba su vocación de mediadora porque ayudó en los diálogos durante ese levantamiento indígena en el Gobierno de Rodrigo Borja.

—Era impresionante eso. No sé cómo fui a parar ahí, pero los indígenas pidieron que fuera, así que fui. Lo único que hacía era escuchar porque estaba tan embelesada en ver este conflicto entre el Gobierno y los indígenas y cómo ellos negociaban, que tenía poco que agregar. Ahí había que aprender, y era fascinante. Fue una de mis mejores escuelas.

—¿A qué atribuye la organización social que tienen los indígenas? ¿Influyó monseñor Proaño en eso?

—Monseñor fue un gran oyente, yo diría un gran escuchador. Era problemático estar con Proaño porque no hablaba hasta que alguien lo hiciera. Me acuerdo que una vez, cuando ya era famoso, fue un periodista a hacer una cobertura y el obispo lo citó a las 10:00. Para los indígenas las 10:00 podían ser las 14:00, no funciona igual para ellos, e iban llegando de a poco. El periodista estaba impaciente, hasta que le dijo al obispo: “¿Hasta cuándo va a esperar?”. Y monseñor le respondió: “¿Usted está cansado? Ellos llevan quinientos años esperando”.

Proaño era como el páramo, era una roca de meditación, de profundidad y de cuestionamiento. Eso enseña a cualquiera. Los indígenas tienen su propia cultura y su manera de ser, pero él también les dio las bases para que hicieran esta especie de parto, que es sacar lo que quieres, y lo sacan en comunidad y lo van complementando. Eso es lo que hubo en esa negociación, esa especie de parto común en que todos se expresan, se oyen y van acomodando el puzle. Eso me marcó.

—¿Es lo que le atrajo de la mediación?

—El tema de la paz para mí era recurrente desde pequeña, siempre soñaba con eso. Lo que de verdad me interesa es encontrar soluciones a las dificultades. Y eso puede ser la mediación o lo que sea, pero es el poder encontrar una brecha por donde hallar una solución a algo. Es una cosa que para mí es mi vida entera. Cuando existen problemas, intento ver por qué parte hay algo que permita encontrar una salida, que no sé cuál es.

—Y eso en cada caso es diferente, porque usted ha trabajado con pandillas, con los indígenas y, recientemente, en el tema carcelario.

Evento pacificación Fundación Ser Paz.

Así es, siempre es diferente y siempre es muy novedoso. Con el tema de las cárceles aprendí cosas que me hacen decir: “Quizás por eso no me morí aún”, porque esta parte de la historia no se me hubiera ocurrido nunca todo lo que me enseñó. Te encuentras con un ser humano que es igual que tú, que a su vez puede ser un asesino, un ladrón; o puede ser alguien que está ahí, pero que no tiene que estar ahí; o alguien que cometió un delito, pero que no era tan grave.

Y todos tienen una historia atrás. Otra de las frases que me marcó es: “En el estiércol nacen flores, en los diamantes no”. Me ha tocado estar mucho en el estiércol, entonces ves cosas que no se dan en otros ambientes: solidaridad, responsabilidad, apoyo sincero de quien menos lo esperas. Hay gente que hasta da la vida por otro en un ambiente de una decadencia moral impresionante. Eso me ha trastornado la vida, me ha dado otros valores, me ha enseñado a ver más allá de mis narices y, dentro de lo posible, a no juzgar.

Cárceles: pequeños y grandes cambios

Nelsa Curbelo ha comparecido en dos ocasiones ante la Comisión de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra; recibió un doctorado honoris causa de la Universidad Ramón Llull de Barcelona (España); fue coordinadora a nivel latinoamericano del Servicio Paz y Justicia (Serpaj); es autora del libro Con el pueblo de camino y ha sido catedrática en varias universidades.

Fue nominada dos veces al Premio Nobel de la Paz por su trabajo en resolución de conflictos, materia en la que tiene un posgrado y vastos conocimientos que aplicó en su rol como presidenta y vocera de la Comisión de Diálogo Penitenciario y Pacificación.

—¿Es posible hacer un cambio auténtico en el sistema de cárceles en el Ecuador?

—Hay que cambiarlo, no hay opción. Lo que tengo claro es que, cuando se habla de pacificación en un tema de cárceles, todos piensan que tienen que entregar armas. El entregar armas es un fruto, no un comienzo. Tú entregas un arma cuando sabes que no te van a atacar o no la vas a utilizar, pero no empiezas un cambio por ahí. Eso es un punto de partida falso. Si tú haces eso, quiere decir que tienes más y te puedes deshacer de estas, pero no quiere decir que nunca más vas a usar un arma.

—Porque no hay un convencimiento genuino para hacerlo.

—Así es. Algo importante también es que, si tú quieres hablar de hacer una tregua, para eso tienes que confiar en el otro. Y esa garantía de la confianza cada vez la tenemos menos los seres humanos porque cada vez desconfiamos más unos de los otros, y es en toda la sociedad ecuatoriana. La sociedad ecuatoriana que me enamora es la de la gente cordial, la de la gente que se ayuda; pero ahora se acerca alguien y tú piensas que te va a atacar o robar.

—Entonces, ¿cómo se puede construir paz?

—La paz no es solo la ausencia de guerra o de enfrentamiento; la paz tiene que ver con la justicia, con la equidad, con condiciones de vida mejores. Hay que cambiar las condiciones en que se vive dentro de los centros carcelarios y en que se vive afuera, porque están relacionadas. Eso de pronto no es tan visible como una entrega de armas.

A mí, el día que me digan que entregarán una tonelada de droga, creeré que se está construyendo algo. Es más importante que entreguen droga a que entreguen armas porque el problema no está acá, está allá. Pero la adaptación de la construcción de la paz a las realidades que se viven es un aprendizaje que hicimos todos en la Comisión conjuntamente. Y dentro de esas realidades descubrimos cosas muy importantes, por ejemplo, el trato a las mujeres que van de visita íntima o de visita regular.

Es nefasto, y nadie decía nada de esto, pero esas mujeres tienen que bajarse sus pantalones e interiores hasta las rodillas, hacer sapitos, saltar y después desnudarse en la parte de arriba. ¿No es una tortura todo eso? ¿Y qué es lo que produce esto en las familias? Es una violencia muy agresiva que genera mucho enojo y violencia de respuesta. Entonces, con solo cambiar esa parte del engranaje de la violencia interna que existe, ya habría un impacto en el todo.

—Usted habla de la droga. Ya hemos visto en el país asesinatos al estilo de los carteles de México. ¿Hay un punto de retorno?

—Yo sí tengo fe. Todo se puede revertir porque este desastre lo hemos hecho los seres humanos, y los seres humanos somos capaces de cambiar. Algo fundamental es encontrar maneras de vivir que no dependan del negocio de la droga. Tener un trabajo que te haga ver que tú puedes obtener recursos sin necesidad de meterte en este mundo. ¿Y hay algún trabajo para las personas privadas de la libertad? No. A los cinco días estamos en lo mismo y a los diez estarán otra vez allá porque no hay dónde, no hay cómo.

—Es que no existe una verdadera rehabilitación social.

—No hay. Y esa rehabilitación pasa por tener la capacidad de que, cuando salgas, cuentes con un trabajo para poder sostener a tu familia. Otra de las cosas que quizás estaba descuidada y que ahora sí se menciona es que no hay una atención psicológica para los que llegan pero, además, para las personas que ya están adentro, sean de cualquier bando, porque han sufrido traumas que no pueden olvidar.

¿Cómo olvidar las balaceras que se produjeron, las muertes, todos los horrores y las fogatas que vivieron? Todo eso ya forma parte de una experiencia personal que es traumática. ¿Quiénes las vivieron? Las personas privadas de la libertad, los funcionarios, los guías, los cocineros, los policías, los militares, ni hablar de las familias de los reos, y las vivimos tú y yo que las vimos por las noticias. Es algo que se debe atender.

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