El 22 de enero de este año, Antonio Guterres, Secretario General de la ONU, emitió un mensaje en el que nos invitaba a mirar por la ventana. ¿Qué novedad voy a encontrar?, me dije con asombro. Como si él hubiese escuchado mi pregunta, adelantó: “Sombras oscuras que existen en todas las sociedades”. Esto no pinta nada bien, concluí.
Por precaución no me acerqué a la ventana. En cambio, recapacité en que con semejante pronóstico el sentido de la vida era un sinsentido elaborado por un profeta del desastre. Para evitar confusiones entre miopes, cegatos y descreídos, él mismo enumeró las causas de estas tinieblas: “injusticia, desigualdad, desconfianza, racismo y discriminación… Cinco aceleradores que son el combustible para un infierno”. Entonces tuve el presentimiento de que Nietzsche no andaba errado en su pesimismo cuando recurría a la mitología griega para explicar nuestro origen: “de la sonrisa de Dioniso nacieron los dioses; de sus lágrimas, los hombres” (El origen de la tragedia).
Convertir la vida en un infierno es una catástrofe diabólica que parece no incomodar a los pocos elegidos que ya preparan maletas para alojarse en la Antártida o en los refugios espaciales que orbitarán alrededor de la Tierra. Plan de escape para unas minorías que no temen el infierno porque han construido albergues en el cielo bienaventurado y también en los hielos donde el fuego infernal se agradece, pues con este calefactor se ahorran el importe del combustible.
Guterres había descrito una sociedad que se enorgullece de sus adelantos tecnológicos y científicos, mientras deja sin resolver los problemas sustanciales de la convivencia social. Para evitar el tremendismo había omitido otros daños colaterales: la pobreza extrema, los desplazamientos de etnias, la corrupción, la desigualdad entre géneros, la avaricia, la contaminación medioambiental, la saturación de las redes sociales, el dolor causado por la desobediencia civil de los irresponsables negacionistas de la epidemia.
El mensaje anunciaba un futuro donde se liquida a la raza humana sin proporcionar una solución ni la forma de gestionar el desastre. Ante una calamidad tan funesta, reflexioné en que todos somos corresponsables de esta situación y que no es el momento para una quema de brujos, tampoco para inquisiciones ni meas culpas sino para un cambio radical en la educación, en las formas de producir y consumir, de relacionarnos con los prójimos. El arrepentirse y cruzarse de brazos no nos devolverán el Paraíso.
Como si hubiera escuchado mis reparos, tal vez para no ser tildado de catastrofista con su mensaje apocalíptico o con el deseo de sembrar alguna esperanza, a renglón seguido Guterres añadió el plan para evitar el infierno: “hay que restaurar la dignidad y la decencia humana para prevenir la muerte de la verdad y hacer que la mentira vuelva a ser un mal”. Enorme tarea que implícitamente admitía el fracaso de la Carta Magna de la ONU porque los derechos establecidos en ella son papel mojado.
Guterres ponía el dedo en la llaga y proponía una reforma social e individual, sin embargo la tarea de cumplir esas metas es una labor muy compleja. ¿Cómo se restauran la dignidad y la decencia humana? Este es un problema ético. ¿De qué forma se previene la muerte de la verdad? Un gran misterio hasta no saber a qué verdad se refiere: científica, epistemológica, moral, técnica. ¿Qué hacer para desterrar la mentira cuando se la propaga como si fuera verdad? Otra gran complicación moral.

La propuesta de Guterres pretende desenmascarar la falsedad, ahora más vigente que nunca porque se ha creado un sistema descontrolado para difundir, rápidamente y sin ninguna censura, cualquier patraña o falsedad. La circulación de la información se ha centuplicado y con ello también las interpretaciones, desinformaciones, datos, explicaciones, novedades, divertimientos y opiniones.
Tras el caos informático, peligra la existencia de la verdad, sustituida por el ruido, por la frivolidad y las experiencias pasajeras, a tal punto que la racionalidad se desvanece. La abundancia de estímulos y el fácil acceso a ellos va destruyendo lo más frágil de nuestra existencia: encontrar algo verdadero y tener conciencia de ello. Si a los estímulos naturales sumamos los artificiales, es normal que el cerebro se sature y haya pérdida de atención, confusión y desorden en la mente. “Lo real solo es el hijo natural de la desilusión.
No es más que una ilusión secundaria. De todas las formas imaginarias, la creencia en la realidad es la más baja y trivial” (J. Baudrillard, El crimen perfecto). ¿Por qué algo ilusorio nos afecta? Precisamente porque llega a nuestro cerebro como algo supuestamente racional. Si la realidad es una ilusión, la realidad virtual y el espectáculo lo son doblemente, pues son copia manipulada de la ilusión que denominamos realidad. El resultado es habitar en el espejismo de un desierto o dentro de una burbuja donde nos intoxican con mensajes.
Encontrar una verdad es una actividad racional, por ello los animales no poseen verdades ni discuten acerca del tema. Con la seguridad de una experta, una comentarista de televisión afirmaba que la vacuna contra la Covid era un engaño. Relató que se había vacunado, pero que a las dos semanas se había contagiado. En consecuencia, había sido engañada por los expertos e invitaba a los espectadores a no vacunarse.
La irracionalidad de su argumento es evidente: 1. de un caso particular no se infiere un ley universal, 2. la vacuna no garantiza la inmunidad, pero previene y atenúa los efectos en caso de contagio, 3. siempre existe un margen de error que puede depender de las condiciones fisiológicas del individuo y del grado de exposición al virus. El argumento de la comentarista era racionalmente una patraña, pero los espectadores indecisos creían porque tenían un pretexto ejemplar para no vacunarse.
¿La verdad es una gran mentira o es mentira que poseemos la verdad? Tal vez ni lo uno ni lo otro, sino lo contrario, es decir, que la verdad existe, pero siempre se nos escapa cuando creemos haberla alcanzado. La sobrecarga de estímulos no produce verdades sino confusión. Las apariencias impiden el acceso a la verdad y los humanos somos engañados hasta que llega el desengaño. El pronóstico del Secretario General de la ONU es trágico y la tragedia nunca tiene un final feliz, pero lo peor es que sabiéndolo nos produzca risa.
Bienaventurados los adormecidos porque no tardarán en dormirse”.
(F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra).