Por Juan Pablo Meneses
A diferencia de un buen paseo, en un buen viaje siempre pierdes algo.
Si viajas en un barco con ucranianos que, al llegar a puerto se juntarán con otros ucranianos que emigraron antes, puedes descubrir que perdiste más de lo que pensabas.
Ahora vamos hacia los mares más peligrosos del mundo. Todos lo comentan acá arriba del barco, aunque la frase no es novedad: ya la dijo antes el propio Francis Drake, el famoso pirata de la historia. Así como los andinistas tienen su Everest, los hombres de mar tienen el cabo de Hornos. Y hacia allá navegaremos una vez que zarpemos de Valparaíso: el puerto chileno que alguna vez fue el más importante del Pacífico y que hoy, cien años más tarde, no pasa de ser una más de las pintorescas ciudad patrimonio de la humanidad. Un lugar cariñoso, de esos donde las putas siguen yendo al embarcadero a despedir a los marinos. Como esas tres chicas de allá abajo, dos rubias y una morocha, vestidas con jeans ajustados y zapatos altos, que mientras zarpamos nos agitan pañuelos y lanzan besos color rosado brillante. Los marineros ucranianos les sacan fotos con sus cámaras con rollo. Los turistas alemanes las filman con sus equipos digitales. Se ha iniciado un viaje que, tras tres semanas mar adentro, nos llevará hasta Buenos Aires. Eso sí, si logramos atravesar con vida este cabo de miedo.
Por el horizonte se va alejando Valparaíso, con sus cerros repletos de casas colgantes a punto de derrumbarse, habitadas por ancianos a punto de morirse y jóvenes a punto de largarse a probar suerte a otros sitios. El sol está comenzando a bajar y un batallón de gaviotas nos escolta mar adentro. Navegamos arriba del Khersones, el buque escuela de la marina ucraniana, una fragata fabricada en Polonia en tiempos de la Unión Soviética. Pero como sabemos, el gran viaje soviético terminó con la caída del muro. Entonces Ucrania volvió a ser un país independiente de Rusia y Ucrania fuera de la URSS resultó ser pobre, ridículamente pobre, tan pobre que para que los nuevos marinos hicieran sus viaje por el mundo, tuvieron que vender la mitad del Khersones a turistas alemanes, de la Alemania Occidental, de esa Alemania que hoy es dueña de la mitad de las empresas de Ucrania: la otra mitad es de la mafia rusa, me dicen acá arriba.
Es extraño este viaje hacia el fin del mundo. Por un lado, se ve un turista de Berlín, con chaqueta North Face de amarillo eléctrico, y al lado pasa un severo oficial ruso que grita instrucciones a los cadetes ucranianos, de entre 16 y 18 años, que están encaramados en los mástiles.
Primer y Tercer Mundo navegando por el fin del mundo.
Una vez que está oscuro, se indica por los parlantes que la cena ya está servida: salchichas con dos huevos fritos.
Subo a mi camarote y, luego de un ingenuo intento de leer, apago la luz. Me quedo sacando cuentas, mientras el barco avanza. Sacando cuentas de que voy camino al temible cabo de Hornos. De que estoy en una estrecha cabina de seis camarotes donde, junto a mí, duermen 11 alemanes. Sacando cuentas de que navego en un barco donde todas las indicaciones de emergencia están escritas en alfabeto cirílico. Sacando cuentas de que estaré tres semanas en este lugar maloliente, navegando a vela, conviviendo con rusos y alemanes, antes de llegar a Buenos Aires. Sacando cuentas que recién ayer me avisaron de este viaje, y que colgué mi corbata para venir a escribir esta historia. Pensando que en 24 horas he pasado de oficinista a cronista de viajes. Pensando que este puede ser el viaje de la vida. O de la muerte.
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Los primeros días a bordo del Khersones suceden apaciblemente. Las comidas son anunciadas por parlantes con precisión militar: 8:30, 12:30, 16:30, 20:30. “Este no es un buque de placer. Los peligros de la travesía son infinitos y las medidas de seguridad rigurosas. El racionamiento de agua será estricto”, advierte de entrada el capitán Sukhina, un tipo de 56 años, bigote cano, nacido en Sebastopol.
Explica que la situación económica de Ucrania no permite al Gobierno financiar viajes de instrucción. “Por eso nos hemos asociado a la empresa alemana Inmaris Perestroika Sailing, quienes han vendido a turistas la mitad del barco”, y luego se queda callado. Como si quisiera llorar o reír. Al verlo uno recuerda que el turismo suele hacer bolsa todo lo que toca. Pero a veces y eso parece decir la resignación de Sukhina, también puede sacar a flote un país que los políticos hicieron bolsa mucho antes.
Aquí arriba y mar adentro, no hay tiendas chic para recomendar, ni bares con onda, ni datos de cabarets, ni tiendas imperdibles. El barco es nuestro universo y todas las recomendaciones son más bien de supervivencia: no asomarse mucho en cubierta en días de temporal, no soltar el arnés si el barco se mueve, tener a mano las pastillas para los mareos y no caer al mar, ni de chiste, ni de broma: si te caes al agua en los mares del sur, tardas 10 minutos en morir congelado.
Los hombres de mar son viajeros enfermos. O enfermos de viajes. Tipos tan desarraigados que, al parecer, las únicas raíces que les van quedando son las de sus dientes. Yuri, el electricista, un tipo alto con dentadura de oro como muchos de la Europa de Este, me dice que pasa dos meses al año en casa. Y que a las pocas semanas, ya quiere regresar al océano. Yury, que tiene 30 años, y habla un mal español que rescata de un libro soviético para quienes viajaban a Cuba. En su camarote tiene fotos de sus hijos: el chico tiene nueve años y estudia gimnasia olímpica en Kersh, Ucrania. Su hija tiene ocho años y estudia para concertista en piano. Todo parece demasiado soviético, le digo, mientras a nuestro lado un par de turistas alemanes juega Tetrik en sus computadores portátiles.
En las travesías largas mar adentro la vida cambia a partir del quinto día. Funciona siempre igual, me dicen. Casi como reloj. Al quinto día se te olvida la tierra. En mi caso, en tierra quedó la oficina que abandoné por venirme a este viaje insólito que —ahora entiendo por qué— ninguno de los periodistas del staff de la Revista del Domingo quiso realizar. Hoy la tierra se ve lejana.
—Así se sienten los cosmonautas cuando se van mucho tiempo al espacio. Después de un tiempo, se olvidan de que existe la tierra —me dice Yuri, y usa la palabra cosmonauta, que en el mundo de hoy suena tan extraña como Lenin, proletariado o igualdad.
De existir un pensamiento tercermundista global, de seguro una palabra nueva sería migrante.
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Una noche a las cuatro de la madrugada, suenan las alarmas. El suelo se mueve como un terremoto de esos que dejaría a todo el DF en el suelo en nueve minutos. De pronto todo es un caos. Si estuvieras aquí, verías que tu cuerpo, empujado por balanceos que superan los 35 grados, rebota entre un armario y la pared. Una oficial de la empresa turística, rubia y maternal, nos provee de barandas de aluminio para las camas. Me trago una pastilla para los mareos. En la oscuridad se escuchan las carreras de los cadetes. La voz del capitán, por los parlantes, ordena cerrar las escotillas y mantener la calma. Con dudoso humor, la alemana comenta: “El cabo manda saludos”.
Ese mismo día se prohíbe transitar por cubierta sin arnés y se suspenden las subidas a los mástiles. Entonces uno recuerda que son casi diez mil los marinos muertos y no menos de 800 los barcos hundidos al tratar de cruzar el cabo. Y también vuelven las palabras de Francis Drake: “Aquel que no cruza el cabo de Hornos, a vela, no es marinero”.
Cada vez estamos más cerca del cabo. Por las tardes de los días que siguen, algunos alemanes fanáticos se reúnen frente al televisor del comedor a seguir las travesías —filmadas en cine y en blanco y negro— de los primeros veleros que cruzaron el cabo de Hornos con cámaras.
Bodo Muller tiene 40 años, es cineasta en Hamburgo y tiene locura por el mar. Se arruinó hace unos años filmando en Cuba Oro y galeones, una película sobre piratas que fue un perfecto fracaso. Ahora debe realizar reportajes fotográficos para subsistir a las perdidas del filme. “El próximo mes debo estar en una competencia de yates en Albania”.
Hans es un berlinés de 42 años, práctico del puerto de Hamburgo, quema tabaco frente a la pantalla: “Cuando mi padre murió yo solo heredé un pequeño yate de tres palos”. Tiene miles de historias, como la de “aquel día navegando cerca de Tahití, un frente de mal tiempo rompió una vela y, encerrados, la marea nos empujó hasta isla de Pascua”, y explica que en Inglaterra, en bares de marinos, hay salones a los que solo ingresan quienes hayan cruzado el Hornos a la vela.
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No muchos lo saben, pero la obsesión marinera por cruzar el cabo de Hornos tiene fama mundial. Para varios ucranianos de esta historia, esto no pasa de ser un buen negocio que les permite, gracias al dinero de los turistas —cada uno pagó ocho mil dólares—, hacer su crucero de instrucción. Pero para los alemanes, esto sea tal vez el viaje de sus vidas. Porque si algo queda claro aquí arriba es que todo marinero que se precie, alguna vez en la vida, debe buscar la forma de cruzar el cabo de Hornos a vela. La leyenda del cabo llega a tanto que, desde 1937, existe la Cofradía Internacional de los Caphorniers. Fue fundada en Saint Malo, Francia, y hoy tiene sedes en varios países del mundo.
Los días que siguen serán testigos de cómo nunca más me separé del salvavidas. Y de cómo algo tan rústico como tomar una sopa se transformó en un desafío al ingenio con tanto bamboleo. Y de darme cuenta de que el chorro de una ducha puede toma vida propia cuando el suelo se mueve tanto. Y de aprovechar cualquier momento de lucidez por tragar pastillas para el mareo, tal como en tierra firme se tragan ansiolíticos.
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Vemos tierra el noveno día. El viento permite navegar a un promedio de 7,7 nudos. El Hornos está cerca. Por enésima vez, en el casino se pasa el video de los primeros Caphorniers. Cerca del mediodía y, cuando aparecen unos tibios rayos de sol, se escucha el primer “¡Tierra! ¡Tierra!”.
—Son las islas Idelfonso —comenta un alemán, parecido a Santa Claus, mientras hunde su compás en la carta.
Un francés llamado Claude, que es fanático de los libros marinos de Francisco Coloane, dice que está obsesionado con el cabo de Hornos y que ahora, que ahora que queda nada, tiene ganas de llamar a sus amigos de Saint Tropez para decirles que lo va a conseguir, que lo va a lograr, que puede morir tranquilo después de hoy. Y la emoción de Claude me da envidia: ¿Cuántas veces, en todos nuestros viajes, hemos dicho sinceramente “ya puedo morir tranquilo”? Seguro pocas. Porque en general, para los que no tenemos nuestro propio cabo de Hornos que nos obsesione, un buen viaje se limita a darnos ganas de seguir viajando. No de morirnos.
A las 20:30, el Hornos se divisa. Está a diez millas. Los turistas descargan sus cámaras y uno de los oficiales va a buscar a la gente de cocina. El cuadro, en medio del desamparo más absoluto, conmueve. El pedazo de continente flota frente a nosotros y, como todo prestigiado paisaje, uno siente la egoísta sensación de estar frente a algo que nadie más verá. El cabo de Hornos destaca dentro de un grupo de islas bordeadas de precipicios y ventisqueros, y su alta montaña aparece constantemente mordida por el oleaje y el viento. “¡Estamos en el cabo de Hornos!”, me grita una periodista suiza y luego me pasa la cámara para que la fotografíe.
Cuando son las 21:09 del 26 de enero, en medio de la euforia de unos y el recogimiento de otros, tres pitazos anuncian que estamos atravesando la marca 67 grados y 16 minutos, que indica oficialmente el cruce. En medio del carnaval, el capitán Sukhina pronuncia unas palabras en ruso y pide un minuto de silencio por los muertos en esas aguas. Luego se escucha por los parlantes una canción del poeta ruso Vladimir Visostsky, se lanza una corona en memoria de los caídos y los alemanes vacían una botella de vodka al océano como ofrenda a Rasmús: espíritu del mar que ayuda con buen tiempo.
A las diez de la noche, en el casino, los festejos continúan. Una bandeja con pequeños vasos de vodka es recompuesta varias veces. Hago tres brindis y, cuando algunos de los pasajeros comienzan a tambalear, Ashenlov me invita a brindar a su camarote. El capitán Ashenlov tiene 72 años, lleva 50 años en la armada y vivió varios años en Cuba. Maneja el español básico. No le agrada ver a los alemanes sobre el Khersones, pero tampoco tiene ganas de profundizar en esa herida que claramente le duele. Su habitación es amplia y sobre su escritorio, junto a los recuerdos de sus hijas y de su esposa (fallecida), cuelga una foto junto al Che Guevara. En su radio suena una salsa cubana. Las copas se suceden y ya no hay pastillas para los mareos que salven.
Después del cabo vienen días difíciles. Ya pasó la gran obsesión, y ahora solo queda dejar pasar el tiempo hasta llegar a Buenos Aires. El tiempo pasa tan lento que fumar un cigarro en cubierta se transforma en un gran panorama. Algunos pasajeros gastan las puestas de sol caminando en círculos por cubierta sin disfrutar del panorama. Un grupo de turistas cuelga en el diario mural una nota donde propone brigadas para ayudar a los marinos a limpiar los baños. Inmediatamente aparece otra nota, llamando a recolectar firmas en repudio del “idiota” de las brigadas.
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Los últimos días los cadetes aprovechan el descuido de los oficiales para pedir cigarros y galletas a los turistas. Por las noches, encerrados en el auditorio, repasan videos de Agatha Christie (el grupo rock ruso más popular) y siguen el ritmo con movimientos y alaridos torpes. Por las tardes, bajo supervisión de los oficiales, tocan piano y practican nudos.
Tras 20 días de travesía, Montevideo se estira frente a nosotros. La primera ciudad que vemos en tres semanas. Bajo cubierta, en un camarote de jóvenes oficiales, los marinos ucranianos despliegan una suerte de free-shop donde ofrecen, a modo de suvenir, insignias comunistas, placas de los juegos olímpicos de 1980, gorros cosacos, abrigos, insignias de Stalin. Como si vendieran la última parte de un escuálido botín.
A las nueve de la mañana del 5 de febrero y, recibidos por el orfeón de la armada argentina, atracamos en el puerto de Buenos Aires. El sol ilumina los rostros del centenar de inmigrantes ucranianos que nos espera en tierra. Agitan banderas de Ucrania, tienen una banda de músicos y muchos traen fotos para reconocer a sus familiares que llegaron navegando a la misma ciudad a la que ellos llegaron en avión, esperando conseguir un mejor trabajo.
En medio de tanta emoción ucraniana, los canales de televisión local entrevistan al capitán y varias radios locales registran opiniones de cadetes y trainees. Da la impresión de que hemos ganado algo importante, pero descubro, como ocurre con los grandes viajes de nuestra vida, que con la llegada a destino todo eso grande que hemos conseguido lo hemos comenzado a perder. Por lo pronto, he perdido mi vida anterior a este viaje.