Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración: Maggiorini.
Edición 437 – octubre 2018.
Su berrido suena como de oveja, aunque más agudo y más desesperado que el de los otros. Arrastra con dificultad su cuerpecito por toda la playa, apoyado en esas aletas que parecen carne de felpa, demasiado flojas para sostenerlo erguido. Berrea y berrea. Se acerca a una hembra con el ansia y la valentía que solo puede generar el hambre. La hembra no es su mamá, así que con un grito de dientes abiertos lo aleja de sus tetas rebosantes de grasosa y deliciosa leche materna.
Va a otra hembra que hace lo mismo y a la que imita su cría, también violenta, también desafiante: esto es propiedad privada. La tercera madre que no es su madre lo emboca por el cuello y lo tira contra una roca. Queda aturdido por un rato. Tirado en la arena parece un perrito muerto, pero está vivo y del estómago emerge el berrido del famélico, el bestial motor que es la supervivencia. Vuelve a acercarse. Tiene hambre, tiene muchísima hambre, y es un bebé que necesita comer sin pausa, envolverse en grasa, crecer. En cambio, contra su piel de terciopelo negro se marca ya un acordeoncito de huesos. La hembra otra vez coge con los dientes por el cuello al invasor, al no hijo, y lo lanza por los aires con la fuerza de un bateador. El animalito cae muy cerca del mar, una ola lo moja y lo convierte en un trapito sobre la arena. Casi no tiene fuerza. Está a punto de oscurecer.
Repite el peregrinaje un par de veces más. Todas las hembras huelen a vida y él cada vez más a muerte. Aunque cuando parece vencido, vuelve a levantar su cabeza diminuta y a abrir esos ojitos de canica negra para buscar a su madre. El berreo baja de intensidad y de frecuencia. ¿Dónde está ella que no amamanta a su hijo? ¿Dónde estás madre de esta cría que vaga por la playa como un bebé mendigo pidiendo que no lo dejen morir?
Es el ser más adorable que pueda concebirse, una fantasía infantil: piel algodonada, aletitas, diminutos bigotes, ojos brillantes de pechiche y naricita negra en forma de corazón. Ese ser fantástico, hermosísimo, está muriendo frente a todos, agonizando de hambre, siendo torturado y violentado por las hembras que no son su mamá. Nadie puede hacer nada al respecto.
La naturaleza es siniestra. La madre de esa cría puede haber sido devorada por una orca, puede haberse ahogado. O, quién sabe, algún imbécil no leyó que cuando se toca a un bebé de lobo marino su madre lo rechaza porque el olor a humano reemplaza al que ella reconoce y entonces rechaza a ese ser, lo sentencia a morir. Pero hay demasiados turistas y muy pocos vigilantes. Los lobitos son tan sedosos, están tan al alcance de la mano que sientes que puedes acariciar ese terciopelo que respira sin consecuencias.
No hay vuelta atrás: el bebé dará un último recorrido por la playa, será rechazado con berridos espantosos por todas las recién paridas e irá a morirse de hambre al lado de los basureros de las señoras que venden almuerzos.
El recorrido desesperado de ese bebé me recordó el peregrinaje de otra especie rechazada: los venezolanos. Acercándose a uno y otro país como la cría se acercaba a las hembras, recibiendo gritos e insultos, desesperado de hambre y cansancio en la gigantesca y absurda playa de las fronteras, sin madre, sin protección, sin la marca adecuada —la coincidencia de nacer dentro del dibujo del Ecuador— que identifica a los nuestros.
Algunos dicen que así es la naturaleza, que abraza a los propios y expulsa a los ajenos, que se trata de la supervivencia del más apto. Díganselo a ese bebé venezolano, a su madre y a su padre que, como el lobito, reciben los insultos de orondos egoístas que enarbolan una bandera para justificar su mezquindad. Díganles que no los quieren aquí, envíenlos de vuelta a su país donde no hay qué darles de comer a los niños, quédense tan tranquilos en sus playas sacudiéndose las moscas, tomando la siesta y poniendo obesas a sus crías.
Total, somos animales, ¿no?.