Texto: Verónica Garcés
Las enfermedades, así como las epidemias y otros eventos que cambian la vida, suelen llegar sin anunciarse. Se trata, entonces, de vencer lo inesperado y seguir viviendo. Más y mejor.
Y si lo terrestre te ha olvidado, dile a la tierra callada: me deslizo. Dile al agua veloz: soy”.
R. M. Rilke
Una de cada ocho mujeres en el mundo tendrá cáncer de mama a lo largo de su vida, y a mí me jugó el número. Terminé la quimio el 27 de abril de 2020, hinchada y menopáusica, sin tetas, sin pelo, las defensas bajas y dolor en las articulaciones; encerrada en casa con mis tres hijos, de cinco, nueve y diez años. Me divorcié del papá un año antes, para cuando llegó la pandemia él ya convivía con su otrora mejor amiga, y me atormentaba pensar que, si me moría en ese momento, mis hijos terminarían diciéndole mamá.
Toda la vida tuve síntomas de ansiedad, pero desde que me diagnosticaron cáncer empecé a notarlos más. Con el tratamiento fue peor y cuando llegó la pandemia, hacia el final de mi quimio, todo se disparó y me di cuenta de que necesitaba ayuda. En Guayaquil, donde vivo, había tantos muertos que no se alcanzaban a enterrar y cada mañana aparecían cadáveres apilados en las esquinas. Empecé a tener ataques de pánico. Sentía al corazón latir fuerte en medio de mis orejas; me faltaba el aire, tenía hambre, pero sentía la tráquea cerrada y no podía comer.
Me despertaba varias veces a mitad de la noche, sudando y con dolor de mandíbula por apretar los dientes, así rompí dos calzas. Lloraba mucho, por cualquier cosa. Por las mañanas me quedaba en la cama durante horas, inmóvil, mirando el techo, recordando la cara de la ecografista viendo el tumor, las palabras del oncólogo, las gotas de quimio roja bajando por la vía, las lágrimas de mi mamá cuando se me caía el pelo, la muerte de mi papá, la de mi abuela, todas las cagadas de mi ex y las mías… No me podía levantar, ni siquiera si sentía ganas de orinar, estaba pegada al colchón y sentía que mi cuerpo no me pertenecía.
Pensaba en cómo reducir las posibilidades de estar enferma otra vez, hacía listas enormes de tareas, ordenadas según la prioridad. Si todo era potencialmente cancerígeno —el celular, el esmog, los fritos, los embutidos, la carne, los tatuajes, el desodorante, la pintura de las paredes, los envases plásticos, ¡el sol!—, pintaría la casa con pintura ecológica, sacaría el wifi, botaría los tupperwares, desayunaría, almorzaría y cenaría quinua. Lo único que lograba sacarme del trance eran los gritos de mis hijos.
¿¿¿Mamáaadóndeeestánmiszapatillas??? / ¿¿¿mepuedeshacerunhuevofrito??? / ¡¡¡Juliánmeestápegandooo!!! Sus voces me levantaban, me convertían nuevamente en una persona funcional. Caminaba y me daba cuenta de lo mucho que me dolían las rodillas, los codos, los dedos; efectos secundarios del tratamiento. Pensaba en cómo las medicinas te curan algo para dañarte otra cosa. Y otra vez me encontraba inmóvil, perdida en mis temores. Así pasaba todo el día, toda la noche. Necesitaba salir de mi cabeza, mitigar el miedo, la tristeza y el dolor. Karin, una amiga y sobreviviente de cáncer de mama, me recomendó hacer ejercicio y, seis meses después de mi última quimio, empecé a nadar.
Practiqué natación entre la infancia y la adolescencia, la abandoné pronto y no había vuelto a hacerlo en más de veinte años. Me sentí cómoda en la piscina, respirando cada tres brazadas, de un lado y luego del otro, obligándome a tener calma para no cansarme demasiado rápido. Coordinar la brazada y la patada con la respiración es un ejercicio de concentración, hay que recoger los pensamientos y enfocarlos en la posición del cuerpo, en la sensación del agua, para crear la menor resistencia posible y en contar los metros avanzados. Nadar es una meditación en movimiento.
Vi, al fondo del carril, la letra T. Intenté hacer la vuelta olímpica: un trampolín hacia adelante con el que se cambia de dirección, impulsándose contra la pared con los pies para luego seguir en estilo libre. A la mitad del trampolín, se me metió agua por la nariz y el ardor del cloro me sacó lágrimas. Seguí intentándolo, tragando agua y lagrimeando no sé cuántas veces hasta que empecé a exhalar por la nariz durante el giro y lo logré. Esa primera victoria, tan sencilla, me enganchó.
Noté que la natación silenciaba mi cabeza. Pude concentrarme en respirar, deslizar, avanzar, bucear hasta el fondo de mí, y así crear nuevos paradigmas en torno a la enfermedad, al dolor. Empecé a entrenar todos los días, primero mil, luego dos mil, tres mil y hasta cuatro mil metros diarios, a veces en doble jornada. La piscina se convirtió en mi templo. Pronto estaba soñando con nadar en el mar.
Cuando tenía siete años escuché a mi papá decir que, de joven, podía nadar desde la playa hasta las boyas en Salinas, y aquello me pareció siempre un acto heroico. Decidí que necesitaba hacer algo así de grande, un reto tan alto que me obligara a entrenar todos los días el cuerpo y la mente, dentro y fuera del agua. Iba a competir en aguas abiertas: nadaría tres kilómetros en el mar. Por primera vez desde mi diagnóstico, sentí ilusión.
Durante este tiempo, también busqué ayuda psiquiátrica. Dudé muchísimo en ir, tenía demasiado miedo de estar loca y de que no hubiera pastilla para mí o, peor, que me gustaran tanto las pastillas que nunca más pudiera vivir sin ellas; aguantaba los ataques de pánico imaginando que pasarían, si había sobrevivido al cáncer y la quimio, podría sobrevivir a la ansiedad. Eso me decía, pero mi hermana insistió tanto que fui, solo para darle gusto.
El psiquiatra me diagnosticó trastorno mixto de depresión y ansiedad, y me recetó ir a terapia psicológica y tomar un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina (ISRS), un antidepresivo llamado Paroxetina. Me explicó que cualquier persona puede desarrollar un trastorno de depresión y ansiedad luego de haber pasado un evento traumático, como la muerte de algún familiar o incluso el encierro por pandemia.
La serotonina es producida por el cerebro de forma natural y ayuda a mantener el equilibrio mental; la medicación hace algo así como bloquear las vías por donde se escapa la serotonina y, por tanto, logra aumentar sus niveles en el cuerpo humano.
El doctor me recomendó consultar a una psicóloga que tuviera experiencia en tratar pacientes con enfermedades catastróficas y así lo hice. Lo primero que me dijo ella fue que es normal estar triste y tener miedo cuando te enfermas, es parte del proceso del duelo por esa salud perdida pero, si estas emociones permanecen, podrían ocasionar un trastorno que muchas veces necesita tratarse con medicación y terapia psicológica.
El objetivo es aceptar la enfermedad y buscar los recursos emocionales de cada persona para enfrentarse a ella. Con esa meta fuimos deshilvanando mis temores y tristezas durante seis meses, en los que fui descubriendo una manera distinta de habitar el presente, ya no como víctima de la enfermedad y la ansiedad, sino como superviviente.
*
Mi primera competencia de aguas abiertas fue en Salinas, los 3K de la Copa Andes Pacífico, que se realizó en octubre del año pasado, dieciocho meses después de haber recibido mi última quimio. La noche anterior no pude dormir, llamé a una amiga, la nadadora Kathy García, y le dije lo ridícula que me sentía por estar tan nerviosa. Me dijo: “Vas a hacer algo grande, algo importante, está bien”.
Miré el mar y decidí que competiría por todas las que estaban recibiendo quimio en ese momento, como hizo la estadounidense Sarah Thomas (@sarahswimms04), quien cruzó el canal de la Mancha cuatro veces seguidas —sin parar— un año después de terminar su quimio por cáncer de mama. “Esto es para quienes hemos tenido que rezar por nuestras vidas, preguntándonos con desesperación sobre lo que vendrá, quienes hemos batallado para superar el dolor y el miedo”, dijo Sarah cuando llegó.
Al día siguiente, cuando sonó el silbato de salida, salí corriendo junto a decenas de mujeres de todas las edades y empecé a nadar. Mi estrategia fue ubicarme a un lado del grupo para evitar golpes accidentales —patadas, codazos— o maldades intencionales, como que te saquen los lentes o te jalen una pierna, conductas antideportivas y prohibidas pero habituales en carreras de aguas abiertas, pues son difíciles de detectar para los jueces.
No me fijaría en las demás, me concentraría únicamente en nadar bien, levantar la cabeza pasando un ciclo de brazadas para nadar en línea recta y no desviarme, coger ritmo y empezar a aumentar la velocidad de a poco, cada quinientos metros. Durante el primer kilómetro, logré seguir el plan, todo estaba bajo control. Luego, se me acabó la energía y tuve que bajar la velocidad.
La marea estaba baja, el agua cristalina, me fijé en pequeñas mantarrayas en el fondo, erizos, pececillos… Me distraje con la vida marina hasta que tres competidoras me rebasaron a toda velocidad. Pensé que había una gran posibilidad de terminar última y no quería serlo.
Salí disparada, diciéndome: Controla la respiración, inhala en la primera, sostén en la segunda y bota todo fuerte en la tercera brazada, inhala otra vez en la cuarta. ¡Repite! Cuando llegamos a la boya que marcaba el punto donde había que girar, dos nadadoras se abrieron demasiado para dar la vuelta, yo me pegué a la boya lo más que pude, nadando con la cabeza arriba estilo perrito para no golpearme contra ella. Así las pude aventajar, pero me faltaba la tercera competidora.
Eran los últimos mil metros, así que volví a aumentar el ritmo de la brazada y mantuve la patada de avance, o sea, una patada por cada brazada, pero ella siempre iba más adelante. Me dolían los brazos, estaba muy cansada, pesada, mareada, como en la quimio, pensé. Pero no estás en quimio, carajo, estás nadando porque terminaste tu tratamiento, como Karin, Carla, Anahí, Erika, por ellas estás haciendo esto, y por todas las demás. Mi voz interior se había convertido en grito. ¡Concéntrate, jala fuerte con los brazos, recuerda la técnica, rota el cuerpo, mantén la patada! ¡Sigue, sigue!
Nadé como si mi vida dependiera de ello, pero en algún momento me desorienté, me alejé de la ruta y mi rival me sacó una ventaja que era imposible de remontar. No importa, aún no se acaba, SIGUE, después lloras. Me sorprendió lo implacable que puede ser mi propia mente. Avancé todo lo que pude, hasta que mi mano derecha tocó la arena. Debía pararme y correr unos veinticinco metros por la playa hasta que el chip amarrado a mi tobillo pasara por el marcador electrónico de la línea de llegada y mi tiempo oficial quedara registrado.
Me temblaban tanto las piernas que apenas lograba sostenerme en pie, caminé lo más rápido que pude tratando de sonreír al público, que aplaudía y felicitaba a los deportistas. Nadé los tres kilómetros en una hora y cinco minutos, un tiempo promedio para un nadador máster; para mí, un récord mundial. Estaba tomando suero oral y tratando de bajar mis pulsaciones cuando empezaron a anunciar a las ganadoras.
Quedé segunda en mi categoría y, aunque luego me enteré de que en mi rango de edad solo compitieron tres mujeres, recibí esa medalla como si fuera un Premio Nobel. Mi competencia era contra mi cabeza y ese día, durante una hora y cinco minutos, la había vencido, una brazada a la vez. Ese pequeño y redondo pedazo de metal que me colgaba del cuello sería un recordatorio.
A la final nadie sabe si el cáncer va a volver o se va a esparcir. Cuando terminas los tratamientos y las cirugías, los médicos hablan de remisión o de ausencia de evidencia de la enfermedad, de estar NED (por No Evidence of Desease, en inglés), de pronósticos y estadísticas, de que con los años las posibilidades de recaída bajan, de que hay gente que vive mucho y al final se muere de otra cosa, pero no hablan de curación definitiva.
Los pacientes oncológicos aprendemos a lidiar con el temor y la incertidumbre. Mi camino se ha trazado en medio de las corrientes y el oleaje, en esa ingravidez salada con todos sus tonos de azul que me enamora, me acoge, me desafía. Cada persona encuentra, eventualmente, el suyo. Puede que lo más terrible no sea morir, sino haber vivido siempre con miedo.