Por Jorge Ortiz.
Edición 430 – marzo 2018.
Donald Trump quiere inmigrantes noruegos. “Gracias, pero no gracias”, responden ellos.
Sí, hace frío. Mucho frío. Al fin y al cabo, la tercera parte de su territorio está en zonas glaciares. Y en el invierno, que empieza pronto y dura bastante, la obscuridad es casi permanente: allí, junto al círculo polar ártico, en diciembre y enero el sol no llega a elevarse por encima del horizonte. Y gran parte de sus costas extensas y abruptas están expuestas al viento y las tormentas del Atlántico Norte. Está claro que el clima no es el más plácido posible. Pero, como bien decía el escritor ruso Antón Chéjov, “cuando es feliz, la gente no se da cuenta si es verano o inverno”. Y en Noruega la gente es feliz: su país —próspero, libre, democrático, tolerante, equitativo, seguro— ocupa el primer lugar en el Informe Mundial de la Felicidad. Nada menos.
Noruega es, además, un país muy rico, con un fondo soberano que a finales de 2017 superó el millón de millones de dólares y que ya es, con largueza, el más grande del mundo. El ahorro, “para los tiempos de vacas flacas”, empezó en 1990, cuando el precio del petróleo le dio excedentes que, en lugar de gastarlos con demagogia e irresponsabilidad, como hacen los derrochadores caudillos del Tercer Mundo, sus gobiernos los invirtieron en un portafolio amplio y diverso que hoy incluye acciones de unas nueve mil empresas, en ochenta países, cuyas ganancias ya son mayores que los ingresos petroleros. Y tan sólo el seis por ciento de esas inversiones están en empresas de petróleo y gas, para que la dependencia del sector energético sea lo más baja posible.
Pero, por supuesto, la riqueza es apenas uno de los componentes del índice de la felicidad. Hay otros cinco: grado de libertad, red de protección social, honestidad y generosidad individuales y colectivas, accesibilidad y funcionamiento de los servicios de salud y confianza en el gobierno. Con la suma y el promedio de los seis indicadores, Noruega emerge como el país con el mayor nivel de felicidad del mundo, seguido, en su orden, por Dinamarca, Islandia, Suiza, Finlandia, Holanda, Canadá, Nueva Zelandia, Australia y Suecia. Más atrás, en el lugar número 14, está Estados Unidos, bastante lejos del puntaje de Noruega.
No obstante, en una declaración desatinada e inútil, el presidente estadounidense, Donald Trump, dijo a mediados de enero pasado que aspira a que a su país lleguen “más inmigrantes de países como Noruega”, lo cual hubiera sido una aspiración legítima si no fuera porque al mismo tiempo expresó su disgusto porque, en vez de noruegos, los que llegan son inmigrantes de Haití, El Salvador y varios países africanos, es decir de “shithole countries”. Una expresión ofensiva y brutal, que trató de ser desmentida por la Casa Blanca, pero que fue confirmada por senadores asistentes a la reunión en la que, con su habitual falta de sensibilidad y prudencia, Trump se reveló como un hombre racista y prejuicioso. Y, para colmo, los noruegos le dijeron que no…
“Aquí estamos mejor”
Los noruegos, en efecto, recibieron sin interés, o con ironía hiriente, la invitación de Trump. “Gracias, pero no gracias”. Un comentario muy difundido fue el de un académico que, burlándose, aseguró que es indudable que los habitantes de Noruega están ansiosos por irse a vivir a un país en el que aumentarían de golpe sus posibilidades de ser tiroteados en la calle, en que hay miles de personas pobres y sin techo, en que la atención médica y la educación son carísimas y en que el acceso de las mujeres a la cúspide del gobierno y de las empresas es muy ocasional. Y eso es así aunque, según lo demuestran las encuestas, en la mayoría de los noruegos el estilo de vida americano genera un sentimiento de admiración y emulación. Pero, claro, ir a vivir allá es otra cosa.
Los noruegos no viven para trabajar, trabajan para vivir. A los niños te los devuelven de la guardería para meterlos enteros en la lavadora, porque “un niño sucio es un niño feliz”. Las noruegas dejan su bolso en cualquier sitio. En una silla de una terraza o en el club. Caminan por las calles sin miedo. Saben que el suyo es uno de los países más seguros del mundo.
Fuente:elmundo.es
Sí, es notorio que a los noruegos no les interesa emigrar. Según datos oficiales, tan sólo 502 se fueron en 2016 a vivir en Estados Unidos, y 443 en 2015 (las cifras de 2017 aún no han sido difundidas), casi todos funcionarios de empresas o profesionales contratados por firmas americanas. Más aún, es obvio que los noruegos se sientan cómodos y seguros en su país, donde entre 1990 y 2016 el producto interno bruto per cápita pasó de 18.431 a 59.384 dólares por año (el estadounidense está en 57.638). Y también en igualdad los indicadores son favorables a los noruegos: en el índice del Banco Mundial, en que cero sería la igualdad absoluta y cien la desigualdad total, Noruega tiene 26,8 puntos, frente a 40,8 de Estados Unidos.
El hecho es que Noruega tiene uno de los estados de bienestar más eficientes del mundo, con un sistema de protección social que cubre a la totalidad de sus 5,3 millones de habitantes, nacionales y extranjeros, y que permite a las mujeres obtener permisos de maternidad de hasta diez meses, con el ochenta por ciento del salario. La seguridad también es notable, con una tasa de homicidios de 2,2 por cada cien mil habitantes (frente a 4,8 de Estados Unidos). La educación es gratuita en todos los niveles y las evaluaciones de los egresados son altas tanto en comprensión de lectura como en habilidad numérica. Su nivel de libertad económica está entre los primeros (a la altura de Corea del Sur o Austria, según la Fundación Heritage), no obstante lo cual amplios sectores de la economía están en poder del Estado: petróleo, energía hidroeléctrica, televisión abierta, internet, ferrocarriles…
Se trata, en definitiva, de una clásica estructura socialdemócrata (pero no socialista), con un capitalismo de connotación social, que conjuga el libre mercado con la intervención estatal. Es, según The Economist, “el país más democrático del mundo”, con una monarquía parlamentaria y un rey, Harald V, de atribuciones ceremoniales, que encarna la continuidad histórica de la nación, y un gobierno de elección popular, con predominios alternativos del centroderecha y del centroizquierda, cuya primera ministra actual, desde 2013, es la conservadora Erna Solberg. En los plebiscitos de 1972 y 1984, los noruegos descartaron el ingreso de su país a la Unión Europea, aunque, con Liechtenstein e Islandia, forma parte del llamado Espacio Económico Europeo.
La Edad Vikinga
El territorio de lo que hoy es Noruega (323.000 kilómetros cuadrados en la península Escandinava, con el mar de Barents al norte, Rusia y Finlandia al noreste, Suecia al este y el océano Atlántico al oeste, caracterizado por una sucesión asombrosa de valles de origen glaciar, los fiordos, y más de la mitad de la superficie protegida por bosques) empezó a poblarse hace unos doce mil años, coincidiendo con la terminación de la última edad del hielo, de lo que se deduce que, al subir las temperaturas, ya fue posible habitar la franja norte de la península. Pero esos asentamientos iniciales fueron pequeños y esporádicos, por lo que no fueron establecidas —o no quedaron registros históricos ni arqueológicos— instituciones políticas duraderas. Con lo que, en la práctica, la historia de Noruega empezó en una época bastante más tardía.
Empezó, en concreto, con la Edad Vikinga, que ocupa un período que va desde el asalto a Lindisfarne, en el año 793, hasta la fallida invasión noruega a Inglaterra, en 1066. En los siglos previos, los guerreros nórdicos ya habían efectuado una sucesión discontinua de asaltos contra las islas británicas y las costas occidentales del continente europeo, pero los invasores provenían, casi siempre, de la península danesa y del norte alemán. El primero de esos ataques ocurrió un siglo antes del nacimiento de Cristo y puso en estado de alarma y emergencia a la República Romana, que terminó ahuyentando a los nórdicos y los teutones al cabo de una serie de batallas sangrientas en lo que hoy es el sur de Francia. Pero en junio de 793, con el saqueo y la masacre en el monasterio de Lindisfarne, en el norte inglés, los vikingos —noruegos incluidos— irrumpieron en la historia.
Esa irrupción también tuvo mucho que ver con el clima: por esa época, finales del siglo VIII, las temperaturas en el hemisferio norte empezaron a subir año tras año, con inviernos más cortos y veranos más largos, lo que derritió los hielos perpetuos que bloqueaban las costas escandinavas e impedían la navegación. Fue el Óptimo Climático Medieval, que se extendió hasta principios del siglo XIII y que convirtió en tierras agrícolas a parajes antes cubiertos de nieve, como Groenlandia (de ahí su nombre ‘Tierra Verde’). Alentados por la posibilidad de conquistar planicies más fértiles en climas menos rigurosos, los guerreros nórdicos se lanzaron al mar, en dirección suroeste, en olas consecutivas de ataques que difundieron la leyenda de gigantes rubios y despiadados que, espada en mano, saqueaban, violaban, mataban y se llevaban esclavos.
HARALD BLÅTAND, EL REY BLUETOOTH
El monarca vikingo que, según su propio epitafio, unificó el reino de Dinamarca y Noruega bajo la religión cristiana.
Como dato curioso, a finales de los noventa se buscó una tecnología inalámbrica para comunicarse universalmente con cualquier dispositivo, se le puso el apodo de Harald “Bluetooth”, ya que de la misma marera que Harald unió a los daneses en la fe cristiana, esta nueva tecnología serviría para unir la comunicación con todos los dispositivos, más teniendo en cuenta que Nokia era la compañía nórdica que lideraba el mercado de móviles en aquella época.
Es más, el logo de Bluetooth se diseñó usando las runas de las iniciales del rey “H” y la “B” de Bluetooh y su representación en el alfabeto rúnico.
Fuente: www.laverdad.es
Llegada del cristianismo
A finales del siglo VIII, Harald Cabellera Hermosa asumió el trono de Vestfold-Oppland, el más estable de los pequeños reinos que habían surgido en torno a los fiordos con mejores tierras agrícolas. Venciendo o convenciendo, Harald I de Noruega logró unificar en su torno a los reinos, pero la dinastía Cabellera Hermosa no pudo consolidar las conquistas del fundador y, poco a poco, Noruega se convirtió en un reino vasallo de Dinamarca. Para entonces, el Reino Franco, el de Carlomagno, había empezado a difundir el cristianismo por el norte de Europa. Las primeras conversiones vikingas habrían ocurrido en el año 825.
Tras esas primeras conversiones, al empezar el siglo IX el cristianismo se extendió por los territorios vikingos. A finales del siglo X, el soberano de Dinamarca, Harald Diente Azul, ya había adoptado la fe del galileo como religión de su reino, mientras que el rey de Noruega, Haakon el Bueno, se había bautizado pero no había impuesto su credo a sus súbditos porque carecía del derecho divino y, por lo tanto, no disponía de un mandato celestial para que el pueblo tuviera que obedecer al representante terrenal de un dios. Pero el sucesor de Haakon, Harald Capa Gris, ordenó la conversión en masa de sus vikingos, lo que fue consolidado por el último rey noruego del primer milenio, Olaf Hueso de Cuervo, quien al morir, en el año 1000, había logrado que su pueblo dejara sus dioses paganos y abrazara el cristianismo (ese mismo año, tan cabalístico, Islandia decidió por votación, en convención, adoptar la fe de Cristo, aunque se permitió la práctica individual de las antiguas religiones).
La Noruega unificada y cristianizada vivió unas décadas de esplendor, en que el reino se expandió con fuerza, en especial bajo el reinado de Harald el Despiadado, quien no sólo fue uno de los guerreros vikingos más célebres, que combatió en Rusia, Bizancio, Italia y Bulgaria, sino que consiguió el trono de Noruega en 1047, fundó la ciudad de Oslo en 1050, derrotó a los daneses y lanzó una expedición de conquista contra Inglaterra. Pero ese empeño le costó la vida: fue derrotado y muerto por el rey inglés Harold II en septiembre de 1066, en la batalla de Stamford Bridge. Su desaparición, y la de la dinastía Hårdradå, marcó el final de la Edad Vikinga, que había empezado en Lindisfarne en 793.
Problemas sucesorios
A partir de 1066 y durante un siglo y medio, Noruega se sumió en una época de conflictos internos, causados por un sistema sucesorio en el cual todos los hijos varones del rey eran herederos de pleno derecho. Eso desató una guerra civil tras otra, a pesar de lo cual el reino tuvo algunos decenios de progreso. Recién en 1217, Haakon IV reunificó el país al ser reconocido por todas las facciones, incluso por la Iglesia Católica, que había adquirido una influencia fundamental en los asuntos públicos. En su largo reinado, hasta 1263, Noruega alcanzó la máxima extensión territorial de su historia, con Groenlandia, Islandia, las Islas Feroe y parte de las Islas Británicas.
En 1319, a la muerte sin dejar hijos varones del rey Haakon V, el trono noruego pasó a su nieto, Magnus VII, quien por línea paterna pertenecía a la dinastía sueca de los Folkung y ya había sido coronado rey de Suecia. A pesar de tener el mismo monarca, Noruega y Suecia siguieron siendo países independientes, con sus propias leyes. Con el reino que sí se unificó Noruega fue con el de Dinamarca, en 1375, a raíz de la alianza matrimonial entre el rey noruego Haakon VI y la princesa danesa Margarita: su hijo único heredó las dos coronas y gobernó como Olaf II de Dinamarca y Olaf IV de Noruega hasta su muerte, en 1387. A partir de entonces, excepto por unos intervalos cortos, los dos reinos permanecieron unidos hasta 1814.
En esos cuatro siglos y medio Noruega prosperó y diversificó su economía, aunque tuvo que atravesar períodos de problemas dramáticos. El mayor de todos ocurrió en 1349, cuando la peste negra, de fiebre bubónica, llegó al reino y en dos años mató a la mitad de la población. Más adelante, en 1539, el rey Cristián III, que se había convertido al protestantismo (Martín Lutero había emprendido su reforma en 1517), impuso el luteranismo en Noruega y, tras una serie de enfrentamientos, expulsó a las comunidades monásticas católicas y confiscó las inmensas propiedades de la Iglesia. Y después, en 1611, Cristián IV, rey de Dinamarca y Noruega, derrotó a Suecia en la Guerra de Kalmar y, sintiéndose poderoso, intervino en la Guerra de los Treinta Años, contra el Sacro Imperio Romano Germánico, que en 1625 le infligió una derrota catastrófica.
Los tiempos recientes
A lo largo del siglo XVII, convertida tan sólo en una provincia danesa, Noruega sufrió sucesivas crisis económicas e invasiones suecas de pillaje y saqueo. Esa dependencia de los daneses terminó en 1814, en plenas Guerras Napoleónicas, cuando la derrota de Francia, con la que Dinamarca y Noruega estaban aliadas, derivó en la firma del Tratado de Kiel, por el que Noruega fue traspasada a Suecia, aunque Groenlandia, Islandia y las Islas Feroe, hasta entonces posesiones noruegas, quedaron en manos danesas. Cristián Federico, virrey de Noruega, intentó entonces proclamar la independencia, pero fue derrotado por los suecos. Sin embargo, en el intento, una asamblea constituyente había expedido una constitución, inspirada en los principios liberales de la Revolución Francesa, que es la que rige todavía en el Reino de Noruega, aunque recién pudo entrar en vigencia plena en 1905, al disolverse la unión sueco-noruega.
No queremos depender de una economía contaminante, ni seguir contribuyendo a la polución del planeta. Estamos haciendo esfuerzos para convertirnos en una economía verde. Oslo es el mejor ejemplo de ello. Esperamos ser capital ecológica en 2019, algo que contribuirá sin duda a que sus habitantes se sientan aún más felices.
Fuente: www.mujerhoy.com
En noviembre de 1905, en efecto, el 79,2 por ciento de la población noruega votó, en plebiscito, a favor de la monarquía parlamentaria, y el trono le fue ofrecido al príncipe Carlos de Dinamarca, quien asumió como Haakon VII. La independencia llevó inversiones y prosperidad, lo que permitió, entre otros logros, que Henrik Ibsen, Edvard Munch y Edvard Grieg tuvieran sus años de creación artística más fecunda y, también, que fuera una expedición noruega, encabezada por Roald Amundsen, la primera en llegar al Polo Sur. Ocurrió en diciembre de 1911. Tres años más tarde, al estallar la Primera Guerra Mundial, Noruega se declaró neutral, lo que le permitió comerciar tanto con el Imperio Alemán como con Gran Bretaña, lo que le significó una era de bonanza y bienestar, que terminó con la gran depresión mundial de los años veinte.
A la gran depresión siguió, desde 1939, la Segunda Guerra Mundial, al inicio de la cual Noruega volvió a su antigua posición de neutralidad. No obstante, el 3 de abril de 1940 la Alemania nazi invadió el territorio noruego. El ejército resistió cómo pudo y cuánto pudo, pero tuvo que capitular el 10 de junio. Las fuerzas de ocupación pusieron al frente del gobierno al líder del partido fascista Nasjonal Samling, Vidkun Quisling, quien fue un colaborador sumiso de los nazis, aplicando medidas de represión y dictando leyes contra los judíos. Mientras tanto, el rey Haakon VII encabezó el movimiento de resistencia desde su exilio en Londres. Tras la rendición alemana, en mayo de 1945, las fuerzas aliadas liberaron Noruega, Quisling fue enjuiciado, declarado culpable de alta traición y fusilado y convocadas elecciones que fueron ganadas por los socialdemócratas.
Después de la guerra, Noruega abandonó la política de neutralidad, fue uno de los fundadores de las Naciones Unidas, se benefició del Plan Marshall, se integró a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN, y, por plebiscito, se negó a sumarse a la Unión Europea. En 1977 descubrió unas enormes reservas de petróleo en su plataforma continental del mar del Norte, se convirtió en el tercer exportador mundial (detrás de Rusia y Arabia Saudita), en 1981 tuvo su primera gobernante mujer, Gro Harlem Brundland, y sus partidos políticos llegaron a un pacto tácito para mantener el estado de bienestar, con economía de mercado y cobertura social, cualquiera que sea la coalición que se forme para gobernar. Todo lo cual ha coadyuvado para que Noruega sea hoy el país con los mayores índices de felicidad del mundo. Del que, por supuesto, nadie quiere irse.