Nadie comprende lo que sufro yo

Nadie comprende lo que yo sufro

Por María Fernanda Ampuero

Hay —ay— un terrible maleficio y nadie parece notarlo. Nos rodea y está por todos lados, pero no, nadie parece notarlo. ¿O sí?

Lo primero es fijarse en las señales: las personas que antes eran normales ahora agachan la cabeza ante el Líder, se concentran de forma exclusiva —obsesiva— en sus enseñanzas y cumplen a rajatabla con su voluntad que es, claro, que solo tengan ojos y oídos para Él. Como siervos de una secta de Texas, no hay antes ni después: pase lo que pase, todo el día, todos los días, hay que ser fiel al mandato. La vida normal, civil y laica se les ha hecho irremediablemente imposible y así es mejor porque para ellos no hay mayor gloria que entregarse en cuerpo y espíritu a la adoración del Supremo.

¿Qué amigos, qué hijos, qué esposos o esposas pueden ser más importantes que alcanzar el estado contemplativo máximo gracias a la generosa y perenne presencia del Iluminado? No hay nada más grande ni más urgente, es por eso que, para los miembros de la secta, desatender El Llamado causa un desasosiego inmenso, la soledad de un ser sin Dios, la pequeña muerte del destierro.

Esto es urgente: si alguien aún no ha caído en él, contácteme, debemos formar la Resistencia.

Maldito smartphone.

Yo he visto cosas que ustedes no creerían. He visto, por ejemplo, dos personas cenando cada uno sumergido en su teléfono, sin cruzar palabra con el que está adelante. También he visto gente chateando mientras maneja o mientras está en el cine, en una boda, en misa, cenando con amigos, en un museo, durante una puesta de sol, mientras sus hijos le cuentan sus cosas, etc. La gente, esta que les digo de la secta, va al baño con el teléfono por si acaso durante el pis pasa algo y no deja transcurrir un segundo de su vida sin revisar si tiene algún mensaje. Es lo primero que hace en el día y lo último que hace en la noche.

La banda sonora de nuestras vidas ahora es piriri, piriri, piriri.

Lo confieso: esto me enferma.

Mis amigos enchufados (¿por eso será que llaman así a algunos drogadictos serios?) ya no se acuerdan de nada de lo que les has contado y a ese mal, el del olvido, le he cambiado el nombre de Alzheimer por el de BlackBerry. Su concentración es tan nimia que de nada sirven ya las anécdotas largas: hay que cambiarlas por pequeñas cápsulas, tráileres digamos, que sean más fáciles de escuchar por entero sin tener que mirar el teléfono y, por lo tanto, arruinar la anécdota, la charla, el encuentro.

Son épicos sus esfuerzos por no revelar que tu historia importa un bledo al lado del teléfono y casi —casi— enternecen: aprovechan la interrupción del camarero, que se te cayó la servilleta, que te ahogaste con un pedazo de pan y aún no estás morada para revisar los mensajes —de ladito, taimados— como los adictos se meten la raya. No vaya a ser que hubiera algo nuevo y “como la loca caprichosa me obligó a ponerlo en silencio”…

He visto que hay iniciativas en otras partes como que el primero que mire los mensajes pague la cuenta, pero no creo que eso funcione aquí: seguramente todos se ofrecerían a invitar con tal de poder pasar la cena en gran paz con el smartphone, su única e irreemplazable relación.

Nadie comprende lo que sufro yo.

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