Algo llamado nadaísmo trató de interrumpir las costumbres culturales y conservadoras de Colombia, nuestro país vecino, mucho más parecido al Ecuador de lo que pensamos, incluso si hablamos de ideas (a)normales.

El 10 de mayo de 1957 Colombia despierta con la renuncia del presidente Rojas Pinilla, quien, luego de perder el apoyo social a su proyecto político llamado Tercera Fuerza, y recibir la presión de estudiantes, Iglesia, banca, sindicatos, industrias y el bipartidismo tradicional, entrega el Gobierno a la Junta Militar y se retira a España. La ciudadanía, entonces, persigue a sus funcionarios para sacarlos a la fuerza. Buscan a Gonzalo Arango, quien, a sus veintiséis años, se encargaba de la redacción del vespertino La Paz, medio oficial del rojaspinillismo, en la ciudad de Medellín. El periodista decide esconderse en el baño de mujeres de la redacción para evitar a la turba, disfrazarse de cura y perderse entre la multitud vestido de sotana. Se confina durante un año dentro de la quinta de su familia, en las montañas de Cali, donde redacta el Primer manifiesto nadaísta, y funda en 1958 un movimiento artístico de vanguardia.
Arango considera que existe una crisis en la cultura de Colombia y escribe: “Nuestro nacimiento como cultura es un aborto engendrado por la ‘Madre España’, madre de todos los idealismos bastardos de Europa”; para desacreditar al orden establecido redacta una serie de manifiestos incisivos, que arremeten contra instituciones del país como la Iglesia, la academia y la política. Acompaña sus textos de actos performáticos llevados a cabo en colectivo, y estos actos son ya parte del nadaísmo.
Aparecen en plazas, iglesias, cafés y paraninfos universitarios; sin ser invitados, con pelo largo, mal dormidos y portando un discurso de ruptura que apologiza las drogas, la libertad y diversidad sexual y al escándalo como vía de comunicación. Visten camisas rojas, insignia colectiva que busca provocar al conservadurismo: “Los Camisas-rojas invadieron la ciudad como una peste:/ de los bares saxofónicos al silencio de los libros”. Se burlan de la hombría mediante actos simbólicos como tomar té en un país cafetero, donde la bebida guarda íntima relación con la masculinidad. La reacción de los hombres fue de escozor e incomodidad, los nadaístas llevaban pelo largo y camisas rojas, iban drogados, no tenían hijos, trabajos ni familia; y así como tomaban té y una copa de helado en las tardes, en las madrugadas preferían el alcohol y los psicotrópicos.
Estos muchachos se convirtieron pronto en un mito temible. Se los imagina en cementerios, haciendo orgías homosexuales como rito de adoración al diablo. Firman sus textos con el lema “Somos geniales, locos y peligrosos”, lo que sirve de aliciente a la paranoia social. Arango se proclama como el profeta de la nueva oscuridad y escribe: “Congresistas católicos: en nombre del Nadaísmo les impedimos defecar una vez más en esta pobre alcantarilla que se llama Colombia. (…) Disparen contra la paloma del Espíritu Santo. Que venga Satanás y alce con nosotros a los profundos infiernos. ¡El demonio será siempre bienvenido!”. Comienza así una campaña de desprestigio a las normas, dándose a conocer no tanto por el valor literario de sus textos, sino por la desfachatez de sus acciones y lo mordaz de sus ideas.
¿Otra vez manifiestos?
Ya habían aparecido en la primera mitad del siglo XX grupos de vanguardia en Colombia, como Los nuevos o Piedra y Cielo, cuyos integrantes serían reconocidos como intelectuales, académicos, diplomáticos y políticos. Frente a esto, el nadaísmo plantea una ética de vida que busca ser coherente con el discurso de ruptura, lo que abre una brecha entre ellos y la tradición literaria. Llevan a cabo su vanguardia en las calles y cantinas, al margen del canon, en cárceles, desde el cuerpo de sus integrantes. Plantean un arte antiacadémico que surge en el lumpen de pequeñas ciudades de provincia, accionado por menores de edad que no venían del mundo del arte, ni tenían mayor conocimiento académico ni reconocimiento artístico y que, sin embargo, plantearon desde esta condición subalterna una renovación en las letras y la cultura del país.
La presencia de este cuerpo, disidente en su propuesta, justifica la aparición de este colectivo treinta años después de que otras proclamas similares hubiesen surgido en manifiestos como el surrealista o el dadaísta, en líneas de la vanguardia rusa o, sin ir tan lejos, en el creacionismo del poeta chileno Vicente Huidobro, el ultraísmo de Borges, la lengua neocriolla del pintor argentino Xul Solar, la vanguardia andina de Gamaliel Churata, Trilce de César Vallejo y la revista Motocicleta del ecuatoriano (mantense) Hugo Mayo.
Arango duda de la tradición y siente que hay una crisis cultural en el país: “en esta crisis de la cultura colombiana, empezamos a dudar”, escribe, y ve en el escándalo la forma de sacudir la zozobra espiritual de Colombia. El método de escritura fue la negación creadora, definida como la negación de lo estéticamente establecido a manera de creación artística.
Actos pánico
¿Qué le queda a Arango luego de huir de su ciudad, con veintiséis años, sin familia, sin trabajo, sin obra, sin carrera universitaria? Nada. Funda el nadaísmo y declara su “inclinación a torcerlo todo”, para volcarse en contra de lo que alguna vez fue el ideal de su existencia. Redacta el Primer manifiesto nadaísta, regresa a Medellín y lo lee en la plaza de San Ignacio, frente a la Universidad de Antioquia, que años antes sería el recinto de sus estudios de Derecho. Luego, con su incipiente colectivo, inicia una pira en la que arden volúmenes de literatura nacional salidos de sus bibliotecas personales, como María y Manuela. Al final, orinan sobre el fuego con la intención de enviar en el humo el mensaje de ruptura a lo divino.
Meses más tarde se le ocurre llevar la diatriba nadaísta a Cali, donde dicta una conferencia, acerca del Quijote, escrita en un rollo de papel higiénico. Llega al café de intelectuales con su figura desgastada y macilenta, sucio y desprolijo, con los pelos grasientos, el rollo de papel bajo el brazo y cubierto con un sobretodo al que le dedica un poema: “Mi sobretodo es sensual y seductor./ En la cárcel era un colchón/ en los prostíbulos era un refugio”. Luego lee su Primer manifiesto, cuyas líneas de apertura dicen: “El Nadaísmo, en un concepto muy limitado, es una revolución en la forma y en el contenido del orden espiritual imperante en Colombia. Para la juventud es un estado esquizofrénico-consciente contra los estados pasivos del espíritu y la cultura”; los jóvenes que lo escuchan quedan impactados. Fue como asistir, más que a la lectura de un poeta, a un concierto.

De vuelta en Medellín, y con un creciente grupo de seguidores, Arango se indigna ante la noticia de que los intelectuales católicos de la ciudad, comandados por la curia, estaban organizando un congreso de escritura; el poeta decide sabotearlo, escribe un manifiesto especial para la ocasión y prepara una inofensiva pero apestosa bomba química compuesta de asafétida y yodoformo, que lanza en el paraninfo de la Universidad de Antioquia, tras el discurso de inauguración del evento. Desde el segundo piso del recinto, Arango lanza varias copias del Manifiesto nadaísta al congreso de escribanos católicos, donde repite incesantemente basta y lanza una mordaz pregunta retórica: “¿Qué nos dejan, después de cincuenta años de ‘pensamiento católico’? Esto: un pueblo miserable, ignorante, hambriento, servil, explotado, fetichista, criminal, bruto. ese es el producto de sus sermones sobre la moral, de su metafísica bastarda, de su fe de carboneros. ustedes son los responsables de esta crisis que nos envilece y nos cubre de ignominia”. El hedor de la bomba provocó la estampida de los presentes y la clausura definitiva del evento.
Arango golpeó en un nervio sensible de aquella Colombia que, ofendida en su moral, buscó represalias para el grupo. Lo encarcelaron en La Ladera, panóptico de Medellín. Esta experiencia la cuenta en una columna de la revista Semana, otorgada por el periodista Alberto Zalamea, quien, poco después de la primera entrega, debe escribir un editorial explicando la razón por la que otorgó este espacio al Profeta de la nueva oscuridad. Años más tarde, la columna se edita con el título “Memorias de un presidiario nadaísta”. Entre sus líneas se hilvana una mirada visceral del hampa medellinense: “Me bajaron directamente de la jaula al calabozo. Allí había una mujer. Cuando me quedé a solas con ella, sentí que iba a desmayarme: la mujer era un cadáver. Se descomponía metida en un ataúd de esos baratos que regala la municipalidad. Tenía una gran cuchillada en el vientre. En vida debió ser una ramerita de bajos fondos de diecisiete años”
En otro de los actos del grupo Arango no participa, pero es uno de los más recordados. Fue durante una mañana de resaca en la que un grupo de nadaístas decidió visitar la catedral de Medellín, con la sarcástica intención de comulgar. En medio de la misa, entran a la casa de Dios y pasan directo a la fila. El cura, consternado, no tiene más remedio que darles las ostias; alguno de ellos la guarda en el libro que estaba leyendo, La náusea; otro la deja caer al piso, entre sus nervios y confusión, y decide ponerle el pie encima para pulverizar el cuerpo de Cristo. El acto fue el colmo para los feligreses que, al grito de “¡blasfemia!”, salieron corriendo a lincharlo; atinan a darle, por sagrada ironía, una puñalada en las costillas con un crucifijo de metal que algún creyente portaba en el cuello.
“Ser nadaísta es también negar al nadaísmo”
El terror nadaísta empezó a resquebrajarse luego de los primeros años. El escándalo, que al principio conmocionó a la sociedad, luego fue visto como un vacío truco publicitario cuya intención fue dar a conocer al grupo, que no lograba defenderse por sí mismo desde la literatura. Y en la década de 1970 el nadaísmo recibió un golpe fatal: su creador renunció al movimiento. Arango, en carta pública titulada “Adiós al Nadaísmo”, se alejó de este y lo acusó de nihilista. Afirma que “ser nadaísta es también negar al Nadaísmo”, y piensa que sus proclamas ya no sirven a la causa de la vida y el arte. Se desvincula de toda su gestión y, de nuevo, vuelve a empezar.
Su vida dio un vuelco inesperado: se convirtió en un cristianismo lisérgico, aún contracultural, pues no se daba en la iglesia, sino en la naturaleza y no comulgaba con ostias sino con LSD. Empezó a escribir una poesía mística donde profesaba la idea del “hombre nuevo” en libros como Adangelios, cuyos versos son del siguiente calibre: “Cristo es la única esperanza del Hombre Nuevo. Porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida”. Esta etapa fue criticada por propios y ajenos; los mismos nadaístas renegaron sobre su validez literaria.
Esta espiritualidad, sin embargo, siempre habitó los textos de Arango, en un inicio desde el tono contestatario de rabia e ironía que caracterizó al grupo, y luego mediante mantras de amor y reconciliación con lo divino, que construyeron una religiosidad new age dentro de poemarios como Providencia o Máximas, este último concebido como un oráculo.
En 1976 Arango decidió retirarse a un monasterio en el pueblo de Villa de Leyva, junto a su guía espiritual, Angela Hickie, conocida como Angelita, quien era su pareja y acompañante en los últimos años de vida, y en la ruptura con el nadaísmo. En la carretera un camión se descarriló y se estampó de frente con el carro en el que viajaban. Arango murió, según Angelita, gritando “mierda” como última palabra.