Por: Miguel Ángel Vicente de Vera
Fotografías: Shutterstock
Edición 457 – Junio 2020.
El Ecuador es un país donde la ayahuasca se consume desde tiempos inmemoriales como método de sanación del alma

“Anoche eras príncipe con zafiro en la frente y capa dorada. Te acercaste a oscuridad. Dudaste, pero luz de corazón iluminó camino”, me dijo el chamán kichwa a la mañana siguiente de la ceremonia de ayahuasca. Por mi parte tengo que decir que no vi zafiros ni capas, pero sí un frenético torrente de luces de colores.
Avanzamos en un polvoriento taxi amarillo, por una carretera de la Amazonía ecuatoriana, en busca de un centro de ayahuasca. La única información que disponemos es un número de kilómetro en la carretera, y la verdad, las señales brillan por su ausencia. Cuando casi hemos perdido la esperanza, mi amigo David, periodista también, atisba un minúsculo cartel de madera entre la frondosa vegetación que indica el lugar. Le pedimos al taxista que frene en seco y siga por el desvío.
Al final de un estrecho camino de tierra aparecen ladrillos apilados, carretillas y sacos de cemento. Hay una sencilla casa en construcción, una cancha de baloncesto, dos chozas de madera y ni rastro de vida. Parece que cambiaron de ubicación, es todo lo contrario a lo que me imaginaba.
Aparece un señor de unos cincuenta años. Es indígena, de estatura baja, facciones marcadas y pelo alborotado. Lo que más me llama la atención son sus ojos azules, muy claros, algo muy raro entre las comunidades indígenas. Es posible que tenga algún problema en la vista, como cataratas, pienso para mis adentros. Está lleno de polvo. Viste un pantalón de deporte corto, camiseta de tirantes y sandalias. Parece que es albañil. Le hago una señal al taxi para que no se vaya.
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