
Se lo llamaba así, Nachito, con la nostalgia dulzona que despierta un joven y antiguo difunto de la familia. Aunque su caso era, más bien, el del primo que había emigrado de muchacho y que jamás había vuelto ni de visita. De allí que el Nachito que conocía era el de las fotos amarillentas de un niño con aire de querubín, arpegiando o posando como peluche junto a un arpa. Siempre, el Nachito con un arpa, como en un matrimonio perpetuo.
Hay una foto polaroid un tanto desteñida en la que se lo ve, ya de joven adulto aunque no crecido, detrás del arpa y con una expresión tan desolada, que las cuerdas parecen las rejas de su celda. Y así, con esa expresión de convicto o convaleciente, lo conocí en la fiesta de la tribu dedicada a su visita, la primera en veinte años.
Aparte de tocar diestramente un arpa espléndida y tan enorme que parecía el casco del Titanic, y de cantar con una fina voz de pingullo, se dedicó al deporte familiar, que es una mezcla de canto y bebida. En una de aquellas farras, el Nachito y yo fuimos los sobrevivientes.
Más que hablar, bebimos oyendo nuestras preferencias musicales hasta cuando el Nachito entró en la fase del corazón. Eres mi primo preferido, por eso, me preocupa tu vida de pirata sin velero ni horizonte, además, esto de la droga es jugar con fuego, puta, te quiero mucho. Y yo, copa en mano, le dije, qué coincidencia Nachito, a mí también me preocupa mi vida, por eso, estoy haciendo poco a poco las maletas ya que mi sueño es borrarme de esta cloaca.
Pues, ahí tienes Oslo y mi casa que es la tuya, me dijo, abrazándome y mojándome la cara de lágrimas y babas. Gracias, Nachito, pero mi destino es la Ciudad Luz, le dije, incluso tengo una cita a muerte con mi finadito Cioran. En todo caso, puedo ir a visitarte, salud.
A las ocho en punto del día siguiente, el Nachito me resucitó de mi condición de bulto tirado en la butaca donde duerme Monseñor, el perro más grande del mundo. Te apetece un cebiche con una cerveza glacial, me propuso, y yo le respondí, of course.
Después del primer vaso espumoso que lo tomamos seco y volteado, me repitió la propuesta, la precisó en detalles y, por último, me ensartó en la mano, cerrándola él mismo, un notable fajo de billetes verdosos. Para tu pasaje y los primeros tiempos, me dijo, y, entonces sí, nos empinamos una detrás de otra las mejores doce chelas del mundo.
Lo bueno de todo lo que vino es que al menos fui claro y honesto al decirle: no gracias, a su propuesta de radicarme en Oslo, ya que mi dulcísima enfermedad era París. Por lo demás, fue una pena dura de roer, pues el Nachito y su descomunal arpa se embarcaron de regreso la semana siguiente, pero el avión se dio contra algún uñero de Dios y todo se hizo polvo.
Todo. No me fui nunca a París ni a Oslo ni a la guerrilla. El dinero del Nachito lo convertí en bebida y hierba, algunos libros benditos y un arpa modesta que, aparte de haberle sacado a insultos un par de arpegios, vive arrumada en la casa de mi vieja.