Myanmar: el país del conflicto y el encanto

Conocida en el pasado como Birmania, esta extraordinaria nación asiática hoy se debate por recuperar su democracia y resolver sus conflictos étnicos, en cuanto su gente se aferra a su religión y a la quietud de la vida rural.

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Por Sandra Yépez Ríos

 

Mientras Nin habla, dejo mi vista perderse por un momento. Ella percibe que no la estoy escuchando y guarda silencio. Cuando le devuelvo mi atención, me castiga con una mirada profesoral y retoma su historia: “… Fue así como Buda resolvió rasurar su cabeza para mostrar su renuncia a la vida mundana y convertirse en un asceta”.

He llegado a Myanmar hace cinco días y, desde entonces, no he parado de escuchar historias sobre la vida de Buda y las múltiples divinidades del budismo. Son relatos tan distantes para mí que los recibo con escepticismo. Pero Nin está empeñada en compartirme cada detalle de su religión, así que la dejo continuar con su relato, mientras recorremos una de las más de 2 000 pagodas budista regadas en esta histórica ciudad de Bagan, donde Nin nació y ha vivido desde siempre.

Previamente a Bagan he visitado Yangon, la ciudad más grande y, hasta hace poco, la capital de este país, encajado en el sudeste asiático, justo en medio de India y Tailandia, y a unos 18 000 kilómetros de distancia del Ecuador.

Tan distantes estamos que mis propios guías (Nin, Heymen y Kun) no consiguen localizar a mi país en su cabeza. Lo mismo puede estar en Europa, como ser una ciudad dentro de Estados Unidos. Jamás habían oído hablar del Ecuador.

Antes de venir aquí, tampoco yo habría podido ubicar a Myanmar en mi mapa mental. Pero ahora he llegado invadida por la misma curiosidad voyerista que, durante los últimos años, ha traído cientos de turistas hasta aquí. Una curiosidad de ver cómo anda este país que hasta hace poco era una fortaleza cerrada a cualquier contacto con el extranjero.

Un concierto de bocinas de autos, un tráfico intolerable y un olor a especias en las calles me dan la bienvenida en la caótica ciudad de Yangon. Mientras paseo con mi guía Heymen, voy sorteando ventas ambulantes y un par de cañerías reventadas, que casi han inundado la calle por la que andamos. Con todo y el desorden, hallo a la gente alegre y extremadamente cálida conmigo.

En mi último día en Yangon, Heymen me lleva a conocer la joya de la familia: la pagoda de Shwedagon, en el centro de la ciudad. Un monumento religioso de más de 99 metros de alto, completamente tapizado de oro y decorado por 5 000 diamantes y 2 300 rubíes.

Para ingresar es preciso quitarse los zapatos y andar al menos unos 700 metros con los pies descalzos por pasillos de cemento y tierra. Pronto aprenderé que en ningún lugar sagrado, incluso aquellos al aire libre, es posible usar zapatos. Al cabo de unos días ya me habré acostumbrado a traer los pies siempre sucios.

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Está cayendo la noche aquí en la pagoda de Shwedagon y escucho a Heymen relatarme la historia de este templo; sin embargo, mi atención se concentra en las decenas de devotos que nos rodean. Unos encienden velas, algunos tocan campanas y otros cantan mantras, de rodillas frente a la inmensa estructura dorada. Llevo casi tres años en Asia conviviendo con el budismo y, sin embargo, es la primera vez que contemplo un culto tan fervoroso como este.

En cierto punto, un batallón de mujeres aparece y comienza a barrer los patios del santuario. “Son fieles y esta es su forma de rendir tributo”, me explica Heymen. De hecho, esta es solo una de las múltiples ofrendas religiosas posibles, las cuales van desde comprar hojas de pan de oro para contribuir a tapizar las pagodas, hasta financiar la construcción de santuarios y monasterios majestuosos.

Tras despedirme de Heymen, soy recibida por Nin en la ciudad de Bagan, ubicada en el centro del país. No he acabado de bajarme del avión y ya me encuentro con más celebraciones budistas. Es la procesión de los jóvenes que hoy comenzarán su noviciado como monjes. Nin está emocionada: “Qué bueno que llegaste a tiempo para verla”, me dice con alegría.

En efecto, el desfile lleno de colores, aromas y sonidos, es algo digno de ver. Encabezan la procesión varias mujeres con vistosas faldas de seda y tras ellas bueyes blancos decorados con flores arrastran coches de madera, en los cuales viajan los futuros novicios. Son muchachos de entre nueve y trece años, todos elegantemente vestidos con túnicas blancas y coronas de flores.

“Después del desfile, deberán raparse la cabeza, colocarse la bata típica de monje y mudarse al monasterio, donde estarán varias semanas meditando y aprendiendo sobre el budismo”, me explica Nin, cuyos dos hermanos ya pasaron por la misma ceremonia, así como la mayoría de jóvenes en Myanmar, donde se calcula que 90% de la población es budista.

En este punto de mi viaje, estoy convencida de que esta es la sociedad más devota que he visto. Aquí la religión impregna cada aspecto de la vida de la gente. En este país donde, por más de un siglo, los ingleses intentaron imponer el cristianismo, aferrarse al budismo fue, en su momento, una forma de resistencia social.

Paradójicamente, cuando Myanmar dejó de ser colonia inglesa y pasó a ser gobernado por la dictadura militar, el ejército persiguió y restringió las libertades de muchos practicantes de otras religiones (especialmente del islam). Aún hoy, quienes no practican el budismo tienen dificultades para acceder a empleos, enrolarse en la milicia, adquirir propiedades o incluso solicitar un pasaporte.

 

Cicatrices de la dictadura

Aunque con lentitud las cosas están cambiando, por mucho tiempo Myanmar fue considerado uno de los países más cerrados y oscuros del mundo, únicamente superado por Corea del Norte.

Tan solo unos años atrás, el turismo estaba restringido a ciertas áreas autorizadas por el régimen. Conflictos con diversos grupos armados desanimaban a muchos viajeros de visitar Myanmar; inclusive, activistas recomendaban no hacerlo, pues la industria hotelera, como casi todo en el país, estaba controlada por los militares, en el poder desde 1962.

A lo largo de los años, el régimen militar nacionalizó prácticamente todo aspecto de la sociedad, tomó el control de los medios de comunicación y se dedicó a perseguir a toda figura de la oposición. La más célebre: Aung San Suu Kyi, la principal líder demócrata, quien permaneció casi veinte años arrestada, debido a su lucha por la democracia, lo cual la hizo merecedora del Premio Nobel de la Paz en 1991.

Visitando las casas y tiendas de Bagan, en varias ocasiones, encuentro en las paredes el retrato de “la dama”, como la llamaban en el tiempo en que incluso pronunciar su nombre era algo peligroso. Ahora, las personas muestran abiertamente su apoyo a esta activista en cuyas manos, según muchos, reside el posible futuro de Myanmar.

En 2011 la dictadura militar hizo un ademán por celebrar elecciones y devolver el poder al pueblo. Y aunque con altibajos y todavía sorteando ciertos conflictos armados, poco a poco el país está logrando recuperar su democracia.

Con todo, décadas de dictadura condujeron al país a la miseria y aún hoy es considerado uno de los más pobres de la región. Su sistema de salud, por ejemplo, es el segundo peor del mundo y se calcula que 35% de los niños menores de cinco años sufre desnutrición.

Años de aislamiento causaron que ciertos aspectos de la cultura y la vida aquí parecieran suspendidos en el tiempo. Tras despedirme de Nin, el destino que me espera me hará descubrir hasta qué punto el reloj se detuvo en este rincón del planeta.

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Una vida que flota lento

Arribo al aeropuerto de Heho, en el estado Shan, al este de Myanmar, y ahí está Kun esperándome con una calurosa e ingenua sonrisa. A pesar de vivir en uno de los estados más peligrosos del país, Kun es un muchacho apacible y bonachón, quizás fruto de los tres años que vivió como monje budista o, más probablemente, debido al pequeño edén en el que ahora reside.

Kun me transporta al rústico muelle del lago Inle y me ayuda a acomodar en la canoa, mientras me advierte que, por los próximos días, esta será nuestro único medio de transporte.

Recorremos durante 40 minutos la vastedad del lago (su área total es de aproximadamente 116 km2) y llegamos finalmente a la comunidad que evoca una pequeña Venecia, solo que más humilde, más rural y más pacífica. Asimismo, a diferencia de Venecia, aquí no fue el agua la que inundó la zona, fue la gente quien deliberadamente escogió construir toda una aldea flotante.

Son decenas de casas de madera y bambú, suspendidas en el agua mediante vigas. Todas son sencillas, pero juntas forman una visión maravillosa. Algunas tienen sus ventanas pintadas de colores, en otras cuelgan plantas y flores de sus pórticos. Y mientras Kun y yo recorremos el lago en nuestra canoa, los aldeanos cruzan en sus propias balsas, cargadas de la pesca del día o de frutas y vegetales para su comercio.

Paradójicamente, el lago Inle y su pacífica gente pertenecen a una zona golpeada por la violencia y el tráfico de opio. El estado Shan se ubica justo en la frontera con Laos y Tailandia, y forma parte del llamado Triángulo de Oro, de donde hasta hace pocos años salía casi toda la heroína que circulaba en el mundo.

Pero a más de 300 km de distancia, Kun me garantiza que los peligros de la frontera no perturban este lugar. Y basta mirar alrededor para convencerse de que él no miente. De hecho, parecería que nada pudiera alterar el manso ritmo al que se mueve la vida aquí.

El día se nos va en visitar la tienda flotante de sedas, la fábrica flotante de tabaco y el taller flotante del herrero. Acabamos la jornada con un vistazo al motivo principal por el cual esta gente escogió vivir sobre el agua: sus cultivos.

“En el resto del país solo se puede cultivar durante la época de lluvia, aquí podemos plantar y cosechar todo el año. Sembramos tomate, pepinillo, berenjena, arroz y hasta coliflor”, me explica Kun, mientras observamos las parcelas flotantes donde crecen los más variados vegetales.

El sistema funciona así: los agricultores preparan una cama de algas que recogen del propio lago, sobre esta superficie, colocan tierra, abono y otro tanto de algas. Así de simple, el área ya está lista para plantar. Y puesto que las parcelas están permanentemente sobre el agua, sequías o inundaciones no afectan los cultivos, de ahí que es posible tener producción a lo largo de todo el año. Según Kun, casi la totalidad del tomate que consumen los 50 millones de habitantes de Myanmar viene de estas granjas flotantes.

Nuestra canoa se aleja de las parcelas, en cuanto el sol comienza a esconderse detrás de una pequeña cordillera cercana. Sobre las cristalinas aguas del lago Inle, flota el encantador reflejo de múltiples nubes rojas y naranjas. Las gaviotas vuelan bajo, persiguiendo las balsas de los pescadores. Los colonos se van guardando en sus casas de madera, y a lo lejos, provenientes de la pagoda, se escuchan los incansables rezos de los monjes budistas, que no pararán de orar hasta la medianoche. No cabe duda de que el tiempo aquí quedó suspendido. Y a decir verdad, frente a tal paisaje, uno quisiera que no camine nunca más.

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