
A pocos kilómetros de salir de Chiquinquirá, después de tres horas en autobús desde Bogotá, el asfalto desaparece y un camino polvoriento y lleno de baches nos conduce a Muzo. Estoy en Boyacá, el corazón de Colombia, donde se fraguaron la revolución y la Independencia, subido en un todoterreno en compañía de dos viajeros más y el conductor. Mientras de fondo suena una ranchera cantándole a un amor perdido, mis compañeros de viaje me explican todo lo que debo saber sobre Muzo.
—Sobre todo a la entrada del pueblo encontrará buen chorizo con arepas —comenta uno de ellos.
Tras cinco horas y media de rancheras y algún que otro vallenato llego a Muzo. Una pequeña localidad que recibe su nombre de la tribu indígena que habitaba la zona antes de la invasión de los españoles. Conocida como la capital mundial de la esmeralda, esconde en sus entrañas las gemas más preciadas en el mercado internacional. Mineral que, según cuenta la leyenda, brotó en forma de lágrimas de los ojos de la infiel diosa Fura, tras la muerte de su compañero Tena y que posteriormente el dios Are, como castigo, transformó en dos cerros eternamente separados por el río Minero.
Poblada por diez mil personas de las que ocho de cada diez todavía malviven de la explotación de este berilo —un mineral incoloro que no tendría encanto ni tanto valor si no fuera por el cromo que le da su color verde—. Durante décadas fue lugar de peregrinaje de miles de colombianos en busca de un golpe de suerte que les hiciera ricos.
—Me vine con siete años desde Buenavista, Boyacá, con mi hermano a probar suerte y desde entonces aquí sigo guaqueando —explica Víctor Manuel Blanco mientras se toma su café.

Víctor Manuel, de 57 años, lleva toda la vida persiguiendo el sueño de encontrar la esmeralda que lo saque de pobre. Vive en una pequeña chabola hecha de madera y plástico, dividida en dos, una parte hace las veces de cocina y salón, y la otra con un colchón tirado en el suelo es el dormitorio, todo ello colgando de un barranco a orillas del río Minero. En este cuchitril consiguió formar una familia durante cuatro años, que fue el tiempo que su mujer pudo aguantar todo aquello antes de irse hacia Bogotá, llevándose a su hijo.
—Mi mujer me dejó, se marchó aburrida —dice encogiéndose de hombros—. Antes trabajaba de minero con Víctor Carranza, pero me salí, he conseguido más fuera que dentro de la mina. Cuando mi Dios le da a uno, le da, pero a veces también le quita.
En la mayoría de los casos el sueño verde de los guaqueros —mineros informales— nunca llega. Y pasan la vida malviviendo día a día bajo el sol, en busca de pequeñas piedras en el río Minero, mientras esperan enguacarse con la inestimable esmeralda que les hará ricos. Como Víctor Manuel que lleva casi cincuenta años bajando al río a remover tierra en jornadas de sol a sol.

—Nunca encontré ninguna piedra grande, tan solo chiquitas de tanto en tanto. Lo justo para vivir —dice Víctor Manuel—. Ahora es más difícil encontrar una buena piedra, y eso que cada vez quedamos menos. Hace cuarenta años no cabíamos, había más de cinco mil personas ahí abajo buscando. Eso sí, todos cargábamos con dos o tres armas. Aquí, en una noche, podían matar tranquilamente de quince a veinte personas. Ahora no hay tanto dinero ni tanta esmeralda, pero hay paz.
Durante la década de 1980 la región de Boyacá sufrió una de las guerras más sangrientas que ha vivido el país. Fue la tercera de las conocidas como la guerra Verde, que ante la ausencia total del Estado convirtió las disputas entre clanes esmeralderos en guerras entre pueblos.
El conflicto dejó más de seis mil muertos desde mediados de la década de los sesenta hasta principios de los noventa, cuando por fin se firmó la paz. Las principales familias implicadas en el conflicto fueron los Molina, los Sánchez y los Carranza, por un lado, y los Murcia, Rincón y Triana, por el otro.
Con la intención de controlar la producción esmeraldera en las áreas de Quípama, Coscuez y Muzo, confinaron a los habitantes del occidente de Boyacá, dividiéndolos con una línea invisible que marcaba el límite geográfico entre la vida y la muerte.
Uno de los patrones más conocidos fue Víctor Carranza, conocido como el “zar de las esmeraldas”. Niño minero de orígenes humildes, llegó a controlar casi la mitad del negocio de las esmeraldas en Colombia, con un patrimonio de más de cuatro mil millones de dólares. Aunque se sospechaba que dirigía operaciones de narcotráfico, entre otros delitos, solo fue detenido en 1998, acusado de ordenar secuestros y asesinatos, e investigado por vínculos con grupos paramilitares. Pasó casi cuatro años en la cárcel hasta que finalmente se retiraron los cargos y fue puesto en libertad. Después de sobrevivir al menos a dos intentos de asesinato, murió a los 78 años a causa de un cáncer en 2013.

Aunque la paz se firmó el 12 de julio de 1990 la violencia no cesó del todo. En los últimos años varios miembros de los clanes tradicionales han sido asesinados a manos de sicarios. En marzo de 2020 los hermanos y patrones esmeralderos Pedro Rincón y Omar Rincón fueron condenados a casi veinte años cada uno, bajo cargos de narcotráfico.
Inicialmente, habían negado las acusaciones y rechazado la posibilidad de llegar a un acuerdo con las autoridades a cambio de entregar información sobre su organización. Sin embargo, las evidencias fueron tan contundentes que no les quedó otra que aceptar los cargos y acogerse a los términos planteados por la Corte del Distrito Sur de Florida.
Igual que Horacio Triana, otro de los patrones históricos de la esmeralda, condenado a catorce años y cinco meses de cárcel, acusado de ordenar en 2012 el asesinato de Hernando Sánchez, un socio de Víctor Carranza, en un centro comercial de Bogotá.
El paisaje es desolador, apenas un centenar de personas resiste bajo el sol, relavando tierra, removiéndola a pico y pala. Sobreviviendo con pequeñas piedras que casi ni se ven. Malviviendo en asentamientos improvisados sobre las colinas que nacen a la orilla del río Minero. En casas de madera, sin agua corriente.
Al no formar parte oficialmente de ningún municipio, las administraciones locales no se hacen cargo ni de ellos ni de las condiciones en las que viven. Además, hace aproximadamente dos décadas que las empresas mineras abandonaron la explotación a cielo abierto, modernizando sus sistemas de extracción; esto hizo que Colombia pasara al segundo lugar entre los países productores de esmeraldas, por debajo de Zambia.
Pero las consecuencias más graves del cambio de sistema de explotación las sufren los guaqueros que han visto reducida la cantidad de desechos de la mina que son arrojados al río.

—Llevo más de cincuenta años dando pala en el río —explica Antonio Molina de 75 años, mientras rebusca metido dentro de un pequeño charco que ha formado el río—. Llegué aquí como todos en busca de la piedra que me solucione la vida, y aquí sigo. Cada vez es más difícil encontrar algo, las nuevas empresas mineras ya no botan casi desechos y los que arrojan están relavados tres y cuatro veces.
En 2009 la empresa Minería Texas Colombia (MTC), actualmente conocida como Esmeraldas Mining Services (EMS), entró de la mano de su presidente, Charles Burgess, un diplomático retirado de Estados Unidos, a la explotación de la mina Puerto Arturo. La histórica mina de la familia de Víctor Carranza.
Hasta 2013 y bajo la protección de Víctor Carranza, MTC no tuvo mucha resistencia por parte de la gente de la zona. Pero después de la muerte de Víctor Carranza y la posterior compra de los derechos mineros de la mina Puerto Arturo por parte de MTC aumentaron los problemas.
Aunque ha sido reconocida desde el inicio de sus operaciones como la precursora de la formalización y modernización de la minería y negocio esmeraldífero en Colombia, y ha logrado posicionarse a nivel nacional como una de las empresas mineras más importantes de Colombia y los principales empleadores del occidente del departamento de Boyacá, con casi setecientos empleados, algunos guaqueros descontentos han intentado revelarse, apoderándose en varias ocasiones de los pozos de la mina de la empresa, enfrentándose con la policía y los soldados, y resultando con la muerte de cuatro personas en los disturbios.
—Cada vez es más difícil encontrar algo que valga la pena, y encima MTC cada día nos deja acercarnos menos a la zona del río cercana a la empresa —dice María Isabel Camero de 43 años y una de las pocas mujeres que están con la pala en el río—. Nos acabarán echando del río.
Como cada domingo la plaza principal de Muzo se llena de gente que compra y vende esmeraldas. Hasta aquí se acercan compradores de Bogotá con la intención de hacer un buen negocio. Pequeños corrillos rodeando a un vendedor que, con un trapo en la mano, lleno de piedras muestra la mercancía. Ventas informales donde los guaqueros venden lo poco que han conseguido arrancar a la montaña.

Desde 2015 la Agencia Nacional de Minería ha puesto en funcionamiento el Registro Único de Comercializadores (Rucom) que se reglamenta bajo el Decreto 0276 de febrero de 2015, con la intención de adoptar medidas de control a la comercialización de las esmeraldas.
A la mañana siguiente la playa estaba casi desierta, apenas un hombre dando pala al río de tanto en tanto, sin mucho éxito. Algún afortunado con algo de morralla —esmeraldas no cristalizadas o piedras bastardas— en sus manos, cuya venta apenas da para una humilde vestimenta y un plato de frijoles.
En el peor de los casos, el hallazgo de una piedra está hipotecado, ya que hay comerciantes que les prestan dinero para ropa, comida y herramientas, a cambio del compromiso de que se las venderán cuando las encuentren. Parece evidente que el sueño del guaquero se desvanece entre hambre y miseria, incapaz de abandonar la obsesión de enguacarse.