Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración Maggiorini.
Edición 424 – septiembre 2017.
“Y a ti una espada te atravesará el alma”.
Lucas 2, 35
El primer recuerdo que tengo de mi papá es terrible. Vivíamos aún al sur, o sea que yo tendría unos dos años y medio, tres. Él ordenaba sobre la mesa unas fotos mías, una sesión con conjuntito amarillo de tela toalla. Entonces cogió una tijera y empezó a recortarme como esas muñequitas de vestir y desvestir. Yo lo miraba con curiosidad hasta que cortó las piernas. Entonces me desesperé como si de verdad me hubiese mutilado. Mi primer recuerdo vinculado a mi papá es mi primer recuerdo y mi primer recuerdo de la angustia. Sus collages, como de metro y medio por metro y medio, eran pop art. Él no sabía que ahora podrían estar en galerías, solo sé que me ponía a mí, sin piernas, sobre mis abuelos de vacaciones en Brasil o se ponía él en la hamaca delante de mi mamá y sus amigas posando en un cumpleaños o a mi hermano bebé, desnudo, gigante, a sobrevolarnos a todos como un ángel regordete. El día que mi papá me cortó las piernas yo era pequeñita y aún no entendía del todo la diferencia entre persona e imagen. Recuerdo mi sufrimiento y recuerdo su risa: le parecía graciosísimo verme llorar así, ahogada, con dolor. Recuerdo recoger del suelo las piernitas que decían Kodak por detrás, dárselas y pedirle, por favor, que las volviera a unir al cuerpo. Un pedacito de persona de pelo rizado llorando igualita a esa enormidad de persona de pelo rizado carcajeándose. Un espejo extraño, a destiempo: él y yo siempre fuimos eso. No me consoló. Ni esa vez ni nunca. Las lágrimas, mías, de mamá, de mis hermanos, lo enojaban.
El primer recuerdo que tengo de mi papá es mi papá cortándome las piernas.
El último recuerdo que tengo de mi papá es terrible.
Ya la muerte se ha encargado de hacerlo a su imagen y semejanza. Cadavérico. A él, que se daba palmadas de pirata en el estómago que tronaban por toda la casa, que bajaba a hacerse unos sánduches de cuatro pisos a medianoche, que había que esconderle las cosas ricas entre las verduras y las frutas porque era el único sitio donde nunca miraba. Imaginarlo flaco. No. Imaginarlo esquelético. A él. Mi papá. Ya no comía nada y había que rogarle que comiera un poquitito —una cucharada por el Pato Donald, una cucharada por la hijita—. A él. Dolía cada vez que lo mirabas. Una noche de esas últimas noches empezó a gritar. Yo estaba, no sé, dormida, viendo televisión. Fui. Él estaba en su mueble de siempre, el mueble reclinable, café, tapizado y vuelto a tapizar. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas, era un monstruo. Lloraba, extendía esas manos que eran unas ramitas secas hacia mí y decía: “mi papi, mi papi”. Me fijé en su piel: escaras y cicatrices y heridas y sangre seca. He dicho piel por decir algo. Le cogí la mano: la textura de la palma de su mano era como de algo crujiente, algo demasiado viejo, lejanamente orgánico, como un insecto muerto hace mucho. Me daba miedo la fuerza con la que me apretaba, no se correspondía esa fuerza con ese brazo, con ese torso, con ese ser. Decía: “mi papi, mi papi, mi papi vino”. Había soñado con mi abuelo y entendí que cuando uno se va a morir y sueña con los muertos que conoce, contrario a lo tranquilizador que se insinúa en las películas, es espantoso. Mi papá no se quería morir y ya mandaban a su padre, de emisario, para que viniera al mundo de los vivos por él. Me pidió que me quedara —“por favor, por favor, no quiero estar solo”—, pero no sé cuál de los múltiples desplantes, arrebatos, caprichos, cabezonerías de los últimos días, de los últimos meses, de los últimos años, de siempre, o quizá el terror que me daban esos ojos o la mano demasiado apretada o esa imagen tan impropia de mi papá —hija de puta muerte que te llevas a un ser invencible como mi papá y dejas a cambio este año viejo cobarde y mal rellenado—, no sé lo que fue, pero no me quedé. No me quedé. No quería ver a mi papá haciendo el ridículo. Dejé solo a un hombre que ya no era un hombre, sino una criatura atormentada por los terrores de morir, medio papá, cuarto de papá, un pedacito de papá. No lo consolé. Lo miré como con vergüenza y cerré la puerta al salir.
El último recuerdo que tengo de mi padre es mi padre desesperado y yo dejándolo en ese bosque espantoso donde se quedan, solos y aterrorizados, los que van a ser los muertos.