Preservando la música tradicional de Camboya
Un genocidio casi acaba con las artes ancestrales de Camboya. Por ello, el Instituto de Desarrollo Cultural Jemer lleva 30 años acogiendo a cientos de niños y jóvenes vulnerables para cuidarlos y enseñarles a preservar su música tradicional.

A las tres de la tarde el intenso calor en la tranquila ciudad de Kampot, al sur de Camboya, hace que sus calles estén prácticamente desiertas. En una de las avenidas del centro se escucha de fondo una melodía envolvente que se escapa de un jardín, en la que sutilmente interactúan instrumentos de cuerda, viento y percusión, generando un ambiente de sosiego en la ya de por sí apacible ciudad.
La música se interrumpe y tras un breve murmullo suena de nuevo la misma canción. El maestro Ros Samoeun acaba de dar la orden a sus cuatro alumnos de volver a empezar. Y sin mediar palabra, con temple serio y concentrado, los jóvenes tocan siguiendo las indicaciones del profesor. Chourn Reach es quien marca la melodía con su tror, un instrumento de arco de dos cuerdas; Saron ocupa buena parte del aula con un takhe, una especie de cítara de piso con tres cuerdas y forma de cocodrilo, Iem Rokhthai toca un tipo de flauta llamada khloy, y Kan Prak está a cargo de la percusión con el skor, formado por dos pequeños tambores.
El pequeño conjunto musical mahori —un tipo de música tradicional jemer—, que toca instrumentos ancestrales de Camboya, ensaya en el Instituto de Desarrollo Cultural Jemer (KCDI, sigla en inglés de Khmer Cultural Development Institute). Esta es una oenegé que surgió en 1994 con un doble objetivo: el cuidado de niños huérfanos y la preservación de las artes tradicionales, cuya continuidad peligraba ya que prácticamente todos los artistas del país habían sido asesinados durante el genocidio perpetrado por el régimen maoísta de los Jemeres Rojos.
Actualmente el KCDI acoge a diez niños huérfanos de entre cinco y diecisiete años, así como a cuatro chicos ciegos entre diecisiete y veinticuatro años.
Preservar las tradiciones

“Me complace mucho transferir mis conocimientos a estos chicos y pensar que ellos seguirán preservando las artes tradicionales jemeres”, dice con orgullo el maestro —Loak Kru en jemer— Ros Samoeun de 76 años. Tras sobrevivir a un campo de prisioneros de los Jemeres Rojos, fue profesor en la Royal University of Fine Arts de Phnom Penh y en 1997 se sumó al proyecto del KCDI. Ahí ha estado enseñando música mahori a los niños acogidos en el centro, muchos de los cuales han terminado convirtiéndose en artistas profesionales.
Desde 2015 el instituto empezó a dar clases de música mahori a chicos ciegos como medio de terapia y de formación profesional. “Nunca antes había enseñado a alumnos ciegos y ha sido todo un reto para mí. Son muy disciplinados y les hago hacer muchas repeticiones para que aprendan las melodías. Como profesor estoy muy orgulloso de ellos, creo que tienen talento y que se podrán dedicar a la música y ayudar a sus familias”, dice desde la pequeña aula de música. El profesor se adelanta en el tiempo y como como si su anhelo fuera un vaticinio dice que sus alumnos, cuando regresen a sus a casas, tocarán y cantarán en ceremonias: “Además, podrán enseñar a otros músicos las canciones tradicionales de smot —poesía cantada, que se interpreta principalmente en funerales— que están aprendiendo aquí, consiguiendo así que no caigan en el olvido”.
El día siguiente empieza muy temprano y sobre las cinco de la mañana los más madrugadores empiezan a salir de las sencillas habitaciones que dan al jardín para ir a asearse a los baños comunitarios que hay en un extremo. Los cuatro jóvenes ciegos conviven en el centro con otros diez niños huérfanos que van a la escuela por las mañanas y reciben clases de música y danza tradicional camboyana por las tardes. Algunas lecciones las imparten antiguos alumnos que han pasado por el centro y hoy consagran sus vidas a las artes tradicionales camboyanas. Tras desayunar todos juntos, vuelve a reinar la paz. La mayoría ya se ha ido a la escuela y la música de un khloy proveniente de uno de los dormitorios empieza a sonar.
Saron y Iem Rokhthai tienen veinticuatro años y son los mayores de los cuatro chicos ciegos acogidos en el KCDI que se están formando como músicos. Dejaron los estudios en secundaria y se pasan el día juntos en el centro. Su vida gira en torno a la música. Llegaron al KCDI con diecisiete años, cuando por primera vez tuvieron contacto con un instrumento musical. Saron hoy toca el takhe, el khloy y el tror. “Quiero ser músico y profesor de música”, contesta sin dudar al preguntarle cómo se ve dentro de unos años. “De hecho ya he conseguido algún trabajo esporádico y he actuado en ceremonias matrimoniales y en algún funeral”, añade orgulloso. Iem Rokhthai toca el khloy, y hace un año empezó a practicar con el peiar, otro tipo de flauta, y el skor. También tiene clarísimo que quiere seguir estudiando música y convertirse en profesional para poder ganarse la vida y ser independiente.
Música que siembra aspiraciones

Chourn Reach, de veintitrés años, toca el tror y el chapey —una guitarra de cuello largo con dos cuerdas—. Estudia el último curso de Derecho en la Universidad de Kampot, donde asiste a clases todos los sábados y domingos. De lunes a viernes va a clases de informática en un centro de formación cercano, donde lo acompaña uno de los adolescentes que también está acogido en el KCDI. Cuando no está en clase se pasa el día en la habitación estudiando y practicando con los instrumentos. “Cuando me gradúe tendré que ir a Phnom Penh a pasar el examen de abogacía para ser admitido en el Colegio de Abogados del Reino de Camboya, pero después quiero regresar a Kampot para trabajar como abogado… Me gustaría seguir vinculado con la música”, explica Chourn Reach.
El más joven de los cuatro, Kan Prak, de diecisiete años, también tiene claro que quiere dedicarse a la música. Toca el skor y el khloy, y le apasiona cantar y recitar poemas de smot. Todos los días, de siete a once de la mañana, va a la escuela pública. Está en sexto curso, el último de primaria, con otros diez niños y niñas que tienen entre nueve y doce años. “Soy como su hermano mayor”, dice entre risas mientras se acomoda en un pupitre de la primera fila, justo frente al de su profesora Naybuntho de 49 años. Ella sabe braille y le enseña a Kan a leer y a escribir valiéndose de ese sistema de signos. “Es buen estudiante, aunque el braille todavía le parece complicado. Sin embargo, se esfuerza mucho para aprender y llega siempre motivado a la escuela”.
Mientras el resto de niños apuntan la lección en sus cuadernos, Kan Prak empieza a leer en voz alta la lección. Pasa sus dedos por la hoja escrita en braille de su cuaderno, mientras su profesora lo mira atenta y le corrige de vez en cuando.
A partir de las once de la mañana regresan poco a poco de la escuela y se juntan en el centro para comer. Los catorce niños y jóvenes se reparten en cuatro mesas del comedor abierto que está junto a la cocina, en un extremo de la hilera de habitaciones. Son como una gran familia. Los mayores ayudan a los más pequeños a terminarse el arroz con pollo que durante la mañana se ha estado cocinando al son de la música que salía de las habitaciones. Después de comer todos se retiran a descansar, algunos a sus habitaciones y otros simplemente se tumban en las hamacas del jardín bajo la sombra de los árboles. Para este momento el silencio va colonizando el centro.
Las enseñanzas de Buda



Un poco antes de las dos de la tarde los cuatro jóvenes ciegos cruzan el patio para dirigirse a la pequeña aula de música donde les espera el Loak Kru Ros Samoeun. Durante las siguientes dos horas él les impartirá clases de música mahori. “Este es el momento del día que más disfruto”, confiesa Saron sentado frente a su instrumento, antes de que empiece la clase. Sus tres compañeros asienten sonriendo mientras van tomando sus posiciones en el aula: Saron se coloca a la izquierda, Iem Rokhthai en el centro, Chourn Reach a la derecha y Kan Prak detrás de los tres.
Después de afinar los instrumentos, empiezan a practicar un tema de música tradicional. Siguen las indicaciones del maestro, quien les hace repetir fragmentos de la canción. Algunas veces lo hacen juntos, otras tocan por separado. Repiten esta rutina hasta conseguir una ejecución perfecta que los deje satisfechos.
Tras un breve descanso, dejan sus instrumentos a un lado y se sientan en el suelo frente a cuatro sillas. El profesor las ha dispuesto ahí como pupitres, con varias hojas en blanco, una regleta y un punzón para escribir en braille.
Cuando retoman la clase lo hacen para centrarse en aprender smot. Móvil en mano, los cuatro chicos se ponen a buscar en YouTube una canción. Después de escucharla la transcriben al braille para seguidamente interpretarla frente al profesor y sus compañeros. “Hoy hemos recurrido a YouTube para buscar los poemas, aunque otras veces es el profesor quien nos enseña una canción de smot, interpretándola varias veces para que nosotros podamos retener la letra”, explica Chourn Reach. Al tiempo que explica la dinámica, desliza los dedos sobre la hoja de braille que contiene la lírica de la canción que está a punto de interpretar acompañado con su chapey. Al terminar la clase, después del aplauso a Kan Prak por su apasionada interpretación, salen en fila india acompañados del profesor en dirección a sus habitaciones; dejan sus instrumentos y se preparan para ir a cenar.
Conocido también como canto budista camboyano, el smot suele ser interpretado por una cantante solista en ceremonias funerarias. Sus textos poéticos se refieren a la vida y las enseñanzas de Buda, a las historias tradicionales jemeres y a los principios religiosos y morales como la gratitud a los padres y a los ancianos. “Para mí es muy importante perpetuar el smot y que este género centenario, que los jemeres rojos quisieron destruir matando tantos maestros, no desaparezca”, dice Ros Samoeun. “Aunque todavía tienen mucho por aprender, ellos se encargarán el día de mañana de transmitir esta tradicional expresión musical, social y litúrgica a la siguiente generación”.