El museo que guarda los rostros de luna

Moderno edificio del Macco, inaugurado en 2015 en la ciudad de El Coca.
Moderno edificio del Macco, inaugurado en 2015 en la ciudad de El Coca. Darío Herrera / Macco. Fotografías Cortesía Macco.

El Museo Arqueológico de Orellana exhibe la mejor colección de piezas de los omaguas, que floreció en la Amazonía hasta la llegada de los españoles.

A orillas del río Napo, en la ciudad de El Coca, hay un gran tesoro: el pasado precolombino de los pueblos amazónicos. Está en un bello edificio construido especialmente para albergarlo. El Museo Arqueológico y Centro Cultural de Orellana (Macco) se inauguró en 2015 y es uno de los más importantes del país, pues contiene piezas únicas que dan cuenta de la selva habitada desde tiempos prehispánicos por un pueblo navegante, guerrero y comerciante: los omaguas.

La presencia humana en la selva amazónica tiene más de doce mil años. Las singulares gentes de las tierras bajas domesticaron plantas y animales, tenían su propia cerámica e incluso exportaron sus diseños: se puede encontrar, por ejemplo, la iconografía del jaguar amazónico en la cerámica andina.

A los omaguas se les conoce también como “rostros de luna” porque se achataban la cara para parecerse a ella, para rendirle tributo. Las urnas funerarias que forman parte de la muestra permanente del Macco tienen la cara de la luna. Hermosas manchas rojas o negras adornan el rostro de las figuras cerámicas que parecen sonreír al visitante, pero que contienen el espíritu (samay) de quien fuera enterrado en ellas.

Museo Macco.
Figura humana con “cara de luna”, característica de los omaguas, que buscaban parecerse a ella. Darío Herrera / Macco.

Los indígenas, cuando las encontraban, las destruían por miedo a las enfermedades que pudieran dejar los espíritus de la selva.

En sus tres pisos el Macco cuenta la historia de este pueblo al que se conoció también como “encabellados” o “piratas del Napo”. Da cuenta de su auge con magníficas piezas cerámicas, platos, vasijas y urnas funerarias, y sigue hasta su desaparición a causa de las pestes que trajo consigo la conquista española.

Aunque todavía falta mucha investigación arqueológica en la región, algo está claro: la gente de la selva tiene un pasado sorprendente cuyas huellas están en su cerámica.

Algunos de los primeros europeos que recorrieron el Napo (los más sensibles y cultos) quedaron maravillados al ver a las gentes que lo poblaban. Se admiraron de muchas cosas: estaban vestidos con túnicas de algodón hermosamente pintadas, se les veía adornados, sus casas y canoas eran magníficas, parecían ordenados y se mostraban como grandes guerreros.

Los restos conservados bajo tierra nos hablan de esas civilizaciones que la ocuparon. Además del centenar de piezas de la colección permanente, el Macco tiene una reserva con piezas y hallazgos nuevos.

Los capuchinos del origen

Los misioneros capuchinos habían encontrado, en las casas de los naporuna (así se llama a las gentes del Napo), vasijas de barro pintadas con rojo y negro; alguna de ellas contenía huesos que evidenciaban algo sobre los ritos funerarios.

Eran los tiempos de la liberación de los esclavos de las haciendas del Napo y las vasijas probaban que esos territorios, que los hacendados creían suyos y que los gobiernos creían tierras baldías, habían sido habitadas mucho antes de su llegada.

El interés de los misioneros por descubrir más acerca de los antiguos habitantes de la Amazonía llevó a poner a buen recaudo las vasijas encontradas para, algún día, estudiarlas. Poco a poco, mientras el río iba mermando las orillas en sus crecidas, aparecían nuevas piezas con la huella de una cultura.

Los capuchinos Juan Santos, José Luis Palacios, Miguel Ángel Cabodevilla, Juan Carlos Andueza, José Miguel Goldáraz, desde el Museo Cicame (Centro de Investigaciones Culturales de la Amazonía Ecuatoriana), se convirtieron en custodios de ese patrimonio precolombino que emergía de la selva y que dejaba ver el trayecto de los omaguas, un pueblo navegante que dejó sus huellas en la pintura roja y negra de su cerámica, en sus sellos o pintaderas, en sus enterramientos.

De esos hallazgos fortuitos, ya en las orillas del río o cuando los indígenas de las comunidades ribereñas hacían sus chacras, se sumaban a la colección de lo que un día fue el museo de Pompeya, donde estaba una de las residencias de la misión capuchina.

Piezas encontradas entre El Coca y Nuevo Rocafuerte fueron acumulándose en el pequeño Museo Cicame, ubicado en la isla de Pompeya. Luego se convirtieron en las piezas protagonistas del Macco.

Queda mucho por investigar

Las primeras exploraciones arqueológicas que se hicieron en la zona estuvieron a cargo del matrimonio norteamericano Evans-Meggers. Ellos excavaron en las riberas del Napo en 1956 y encontraron cerámicas a las que llamaron Fase Napo, pertenecientes a pueblos que habitaron cerca de estos ríos entre 1188 y 1480.

Luego ha habido otros estudios y excavaciones, generalmente ligados a salvamentos por actividades petroleras. Así han aparecido nuevas piezas, algunas de las cuales han sido datadas y ayudan a reconstruir la historia del Napo.

A ellas se suman estudios más recientes. Arqueólogos como Stéphen Rostain, Manuel Arroyo-Kalin o Tamia Viteri se han interesado en los omaguas. Pero queda mucho por saber del brillante pasado de la Amazonía y sus habitantes.

Museo Macco.
Cerámica con rostro humano que se exhibe en el Macco. Rubén Ramírez / Fundación Labaka.

Hay noticias de saqueos de piezas arqueológicas en estas riveras desde el siglo XVII. Aunque la ley ecuatoriana lo prohíbe, ese huaquerismo continúa hasta hoy. Muchos de esos restos de gran valor histórico son destruidos, robados, vendidos y sacados ilegalmente del país.

El “Guggenheim de El Coca”

El edificio, diseñado por el arquitecto Rubén Moreira, sus hijos Pablo Moreira y Natalia Corral, y el taller M&MC arquitectos, es especial. Ellos se plantearon no un frío edificio, sino la creación de un lugar que cambie la vida de la ciudad petrolera, en un proceso de regeneración urbana que incluía un parque central y un malecón, ahí, donde no había nada.

Si el famoso museo Guggenheim cambió a una ciudad como Bilbao, ¿por qué el Macco no iba a cambiar a la ciudad de El Coca? Esa fue la premisa de sus promotores: Miguel Ángel Cabodevilla, Iván Cruz y otros soñadores. No se equivocaron. El municipio aceptó el reto. El Coca cambió mucho con el museo, con la biblioteca siempre llena, con actividades culturales de teatro, danza, música, cine, talleres, y con un paseo a orillas del río con el malecón iluminado.

Ahí donde no había sino una calle polvorienta, que se volvía lodo y brea de petróleo, hoy pasean las familias, toman helados y acuden a los recorridos teatralizados del museo, donde se recrean las historias de los omaguas y se exhiben muestras temporales. La más reciente: una exposición que incluyó una instalación con restos de agua contaminada por el petróleo y la minería, en los tres ríos que bañan la ciudad.

Todas estas actividades son pruebas de un museo vivo por el que han pasado cerca de cuatro mil estudiantes de escuelas y colegios de El Coca. Y muchos viajeros que llegan en auto siguiendo el espectacular trayecto desde Quito.

Todos ellos descubren una parte esencial de la historia de la Amazonía que permanece fuera de los textos escolares oficiales en los que parece que el “Oriente sigue siendo un mito”, un lugar baldío del que se pueden sacar los recursos naturales, ignorando su riqueza cultural y su pasado patrimonial.

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