Museo del Prado: virtualmente tuyo

Por María Fernanda Ampuero

 El prejuicio frente a la tecnología, como todos los prejuicios, enmascara una ignorancia atrevida. De cuántas maravillas nos perdemos por considerar que únicamente la experiencia presencial merece ser llamada experiencia y por creer que el mundo virtual es un mundo en tonos menores. Dice el maravilloso escritor Arthur C. Clarke que “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Así que escriban en el buscador de su computadora “visita virtual al Museo del Prado” y verán que es como decir “Abracadabra”.

 1 Los nostálgicos podríamos decir —y diremos— que nada que se realice virtualmente se acercará jamás a la experiencia física y sensorial, al cara a cara, al vértigo de la vida frente a la vida. Nos subiremos al púlpito a gritar: “Amantes de la tecnología: imaginen hacer el amor envueltos en papel de aluminio o abrazar a través del hielo. Eso les hace la pantalla de una computadora a la hora de establecer relaciones con el otro”.

Pero los nostálgicos muchas veces pagamos la lengua y entonces la tecnología nos hace caer de rodillas frente a la pantalla. Conectarse para creer. El éxtasis, a veces, viaja en fibra óptica.

Ya verán por qué.

 2 El Museo del Prado de Madrid es un extraordinario edificio del siglo XIX, suma de varias salas ramificadas en galerías y recovecos que parecen no tener fin. Con la ampliación de 2007, ganó en espacio y también en magnificencia: rojos, mármoles, techos altísimos reciben a los visitantes: unos tres millones al año, que entran en él casi frotándose los ojos, como se entra a un sueño; casi persignándose, como se entra a un templo. La euforia que produce la belleza, inexplicable y a la vez tan real, se manifiesta al entrar al Prado en todos los idiomas del mundo.

Cerca de nueve mil obras forman parte de la colección del museo y aunque suene poco que solo unas mil estén en exhibición, resulta imposible mirarlas —mirarlas, no verlas— todas en una visita. O en dos. O en tres. Y no, uno no se puede quedar a vivir en el Prado. Resulta frustrante porque no se acaba, nunca se acaba: es un laberinto de galerías y galerías sin Minotauro, pero con igualmente temibles cuidadores que a las ocho menos cinco minutos arrean a la multitud y despegan dolorosamente —como se separan las dos partes de un velcro— los ojos que estaban clavados en quién sabe qué desesperado gesto de un fusilado de Goya o en qué voluptuosa nalga de Rubens o en cuál animalillo imposible de El Bosco.

—¡Qué desesperación! —piensa el que se escapa como un niño travieso de los omnipresentes celadores para quedarse un ratito más—. Quién sabe cuándo volveré a Madrid y aún me quedaba por visitar (como alguien con fe visitaría Fátima o Lourdes) Velázquez, El Greco, Murillo.

Con qué tristeza se abandona el Prado —cabizbajos los turistas, como saliendo de un duelo— y se entrega uno a la noche de Madrid. Por un segundo, el cielo azulado o negrísimo o celeste como ajuar infantil también parece pintado por un maestro del siglo XVIII. Luego, demasiado pronto, pita la calle reventando de carros, de turistas, de iPhones, de copias malísimas de Las Meninas por 20 euros.

 3 Decíamos antes que para los románticos nada que se nos ofrezca en formato virtual puede siquiera rozar la experiencia analógica. Hablábamos —más bien perorábamos— de sexo de aluminio, de helados abrazos. Pero, ay, la visita virtual al Museo del Prado nos hace quedar como bobos tecnófobos.

¿Que la señora que custodia la sala de la Fábula de El Greco no nos dejó acercarnos más para saber qué tanto miran el mono, el soplón y el joven pícaro? Tan simple —tan gratis, tan en nuestra computadora— como ir a la página www.museodelprado.es, entrar a la Galería Online y buscar al enigmático trío de Fábula.

In-cre-í-ble.

Pixeles y pixeles, carajo, preciosos pixeles que permiten la maravilla, el privilegio, el sueño de ver el trazado del pincel, los colores superpuestos y mezclados, y descubrir, como cuando se mira uno las manos muy de cerca, esas ínfimas escamas —digamos cutáneas— que componen la pintura. Cuatrocientos años nos separan de este cuadro y, sin embargo, la tecnología nos permite verlo como nunca se vio: como bajo una lupa potentísima, como si tuviéramos visión divina. Se ve todo, todo: hasta la más ínfima línea sobre el más ínfimo detalle. Se ve hasta lo que, quizás, no vio el propio Greco.

¿Que no podemos apreciar en todo su esplendor esa esquina del cuadro que está demasiado alta? Ningún problema: arrastramos la imagen con el mouse hasta que ese rincón inaccesible en el museo real quede a la altura de nuestros ojos. ¿Que solo me interesa el detalle de la tela? Fácil: la ampliamos cien veces. Lo que unos llaman resolución de la imagen, nosotros lo llamaremos magia.

Sí, sí, magia, porque sin moverse de su asiento uno puede visitar no solo el Prado, sino la mayoría de los grandes —o pequeños o extraños o insólitos— museos del mundo sin importar lo lejos que estén de su casa, de su bolsillo, de sus posibilidades de viajar. Haga la prueba: escriba en Google “Museos virtuales” y en más de un millón de resultados encontrará la pinacoteca de su pasión para entrar como usuario por su casa sin pasar por taquilla.

4 Y ya que hablamos de entrar, gracias a Google Earth, un pequeño usted amarillo de cabeza redonda puede pasar por la puerta del Museo del Prado y ver sus grandes tesoros (solo hay 14 cuadros subidos, pero valen la pena, la resolución es de locura). Lo interesante es que también se puede hacer un impresionante recorrido en 3D por los exteriores del museo. Después de eso, ¿quién le va a decir que no ha estado en Madrid?

¿Y quiere saber lo mejor de los recorridos virtuales, además de poder ver hasta el más nimio trazo gracias al poderosísimo zoom? Que nadie, nadie, nos va a sacar a las ocho menos cinco de la noche.

 5 Hemos dicho que el Prado no se acaba nunca y es verdad. Se presta a infinitas miradas y juegos de ¿quién ve… un perro?

Esto es: un día solo buscamos perros; otro, frutas; el siguiente, pechos femeninos (¡hay montones!); en otra jornada vamos a la caza de calaveras, y en otra, de personajes o situaciones bizarras. Y de estos últimos el museo está muy bien servido: los reyes —más políticamente incorrectos ayer que hoy— tenían la costumbre de rodearse de personajes raros, personas con defectos físicos o psíquicos para entretenerse o mantener divertidas a las infantitas. Así llegó a la corte, por ejemplo, la pobre Eugenia Martínez Vallejo, apodada La Monstrua, una niña hiperobesa que a los seis años fue pintada vestida y desnuda por Juan Carreño de Miranda por orden de Carlos II. Los cuadros hermanos, poderosamente llamativos, muestran a la enorme pequeña con su barriga inflada y sus piernas grotescas; sin embargo, esa mirada, la mirada de alguien que no quiere estar ahí, es el centro del cuadro.

6 Otro ejemplo de esa fascinación por la rareza es ese perturbador cuadro de Hans Baldung, apodado Grien, llamado Las edades y la muerte. Alegoría tras alegoría (la fugacidad de la belleza, lo efímero de la vida), la obra nos muestra en hilera, agarradas por los brazos, a una joven, una anciana y un esqueleto, la Muerte, que en sus manos sostiene un reloj de arena y la lanza de la vida ya quebrada. A sus pies, duerme un bebé con la manito agarrada a la punta de la lanza. Un búho marrón y negro nos mira y nos perturba. Y allá arriba, lanzándose al sol, un crucificado. El cuadro de Grien, de 1544, tiene una actualidad sorprendente, un aire a cómic surrealista. Esa es otra fascinante característica del Prado: todo el arte que vino después salió de allí.

 7 Es extraordinario, por ejemplo, el cuadro Retrato ecuestre del Duque de Lerma de Pedro Pablo Rubens (estamos de suerte: de este autor y su colección en el Prado hay un video interactivo:

www.museodelprado.es/exposiciones/info/en-el-museo/rubens/rubens-360/).

Qué detallismo tan impresionante. Fíjense en esos turquesas, dorados y verdes casi chillones, en ese brillo épico que emanan el duque y su caballo, en ese árbol contundente, en esas nubes que enmarcan al héroe. Muy inusual en ese entonces, el duque y su caballo están mirando de frente, en primerísimo plano, y a sus espaldas, lejos, una escena de batalla que —sabemos, presentimos— no representa ningún peligro para nuestro héroe, el más bravo de los bravos. Seguro que más de un creador de historietas de superhéroes bebió de este impresionante cuadro de Rubens.

8 Y hablando de versionar, hace apenas un año se supo que la siempre vista por encima del hombro Gioconda del Prado no es, como se creía, apenas una copia más del famosísimo cuadro de Da Vinci que está en el Louvre, sino que su creador, discípulo directo y contemporáneo del maestro, la pintó paralelamente a la original. Una restauración complicada y minuciosa permitió que saliera a la luz el delicado paisaje delante del que posa la mujer más famosa del arte, la Monalisa, y que los investigadores llegaran a la conclusión de que la Gioconda del Prado es una especie de “trabajo de documentación” paralelo al de Leonardo. Frente al cuadro, se vuela la imaginación: el maestro, que al pintar su obra más famosa se acercaba a los 70 años, junto al joven y talentoso aprendiz al que iba revelándole sus dudas, sus intenciones, sus secretos. ¿Quién era ese pintor que reproducía tan magníficamente el trazo de su genial profesor? Se ha perdido su nombre en la historia y la Gioconda del Prado, tan enigmática como su gemela, no abre la boca.

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