Diners 463 – Diciembre 2020.
Por Bridget Gibbs Andrade.
Fotografías: Cortesía y Shutterstock.
En las guías turísticas que se publican tanto en Norteamérica como en Europa, se lee la siguiente recomendación: “Cuando vaya a Cuenca, Ecuador, usted puede perderse todo, menos el Museo de las Culturas Aborígenes”, que está situado en una de las calles más antiguas de la ciudad: la Calle Larga.

El miércoles fijado para la entrevista, amanece nublado y lluvioso. Un frío intenso envuelve y entumece a Cuenca. A las tres de la tarde, una hora antes de la acordada para la cita, sorprendentemente se abre el cielo y sale el sol en todo su esplendor. Y ese clima variable y caprichoso, tan común para los cuencanos, me obliga rápidamente a cambiar mi chompa gruesa por algo más ligero antes de partir al encuentro con uno de los tres cronistas vitalicios que tiene nuestra ciudad, el doctor Juan Cordero Iñiguez. Llego unos minutos antes de lo previsto y él me espera detrás de su computador. Me invita a sentarme alrededor de una mesa larga, él a la cabecera y yo tres sillas más allá, “por el tema del distanciamiento social”, me dice sonriendo.
Empieza relatando que el museo comenzó como un afán personal, siendo en ese entonces profesor de la Universidad de Cuenca y del Azuay, para demostrar, con piezas arqueológicas, lo que aprendimos todos en las clases de historia del Ecuador. La colección de piezas que recopiló junto a Anita López, su esposa y socia infalible, se fue incrementando hasta tener un gran acopio, motivándoles a abrir al público el museo como tal en 1992. “Desde 1970, fuimos reuniendo, en primera instancia, piezas de nuestra provincia y luego de la aledaña provincia del Cañar. Posteriormente viajamos a distintos lugares del país para seguir acopiando más piezas de las culturas principales que son numerosas, y cuando veía que se producía algún vacío, tratábamos de ir a los sitios adecuados para adquirir lo que faltaba. Así logramos, sin ninguna pretensión, formar uno de los mejores museos arqueológicos del Ecuador, con cinco mil piezas en exhibición y con cerca de diez mil más en reserva, que pueden ser vistas previa cita. La intención principal al crear este museo fue la de enseñar la historia primigenia del Ecuador. Y cada vez estoy más convencido de que todos los ecuatorianos deberíamos conocer lo que funda nuestra identidad. Una identidad que en la actualidad no se la conoce ni se la valora, y a la que no se le ha dado el lugar que debería tener una historia aborigen con tantas aportaciones culturales”.

Subimos a la planta alta del museo por unas gradas de ladrillo rústico bordeadas por paredes semicubiertas de piedra. En la sala lítica se exponen objetos relacionados a las etapas de cacería y la recolección de frutos, además de objetos de piedra tallada y pulida como puntas de flechas, hachas, azadones, litófonos y utensilios que podrían considerarse suntuarios como collares de cuentas y de obsidiana. Unos pasos más allá están las celebradas venus de Valdivia. Representan espléndidamente a esta renombrada cultura. Entre estas figuras de barro y piedra, que portan peinados de varios tamaños, destacan las formas femeninas, usualmente desnudas. Cualquiera diría que posaron para ser esculpidas. Como vecinos de estas bellezas están unos enseres provenientes de Machalilla, provincia de Manabí. Los recipientes, caracterizados por la vertedera y el asa lateral, presumen la transición entre las culturas Valdivia y Chorrera, y revelan una rica variedad de diseños en cerámica como los morteros antropomorfos y zoomorfos. Con diferentes grabados y de distintos tamaños están exhibidas algunas fusayolas —contrapesa colocada en el huso del hilar— de la cultura Manteña. Más allá se encuentran unos platones polípodos de cerámica. Los sellos cilíndricos de la cultura Jama-Coaque son espléndidos; el tallado meticuloso y geométrico de cada uno difiere totalmente del anterior, semejando mensajes encriptados. En realidad, el uso para el cual estaban destinados sigue siendo un misterio. Sin embargo, la intención de transmitir un mensaje es muy claro. Dentro de esta sala alcanzo a ver un danzante de la misma cultura, cuyo atavío ceremonial es casi idéntico al traje de un buzo. Parece una figura traída del espacio sideral. En la sala adyacente, observo un mundo de esferas líticas que formaban parte de los juegos cañaris y, por un momento, los imagino jugando como yo lo hacía de niña con mis canicas. Casi al término del recorrido se exhiben cuatro urnas funerarias. Dos para personas mayores y dos para infantes. La costumbre de la cultura Milagro-Quevedo, que tuvo como escenario el interior de la región costeña, fue enterrar a sus muertos en posición fetal, acompañados con objetos de uso cotidiano. Al finalizar el recorrido, pienso que los litófonos —láminas grandes de piedra, que producen sonidos— deberían ubicarse junto a las urnas funerarias para que, con sus resonancias profundas, acompañen a los muertos en su viaje al infinito.
Antes de bajar por una grada circular que conduce al primer piso, el doctor Cordero señala a la cultura Valdivia y me dice: “Quiero hacer hincapié en algo. Esa cultura es la primera, en todo el continente americano, en hacer esculturas de cerámica empleando más de cuarenta técnicas decorativas. Y es por esto y por muchos descubrimientos más que los turistas que visitan el museo quedan sorprendidos al ver y palpar el cúmulo de historia y saberes que está custodiado dentro de estas paredes”.
Ya en la primera planta, me doy una vuelta por la tienda repleta de artesanías traídas de todos los rincones del país. Un recreo para la vista: joyas de plata, peines, artículos pintados de tagua, macanas, shigras de mil colores, collares y pulseras hechas con semillas del Oriente distraen mi vista por un momento.

Sentados nuevamente en torno a la larga mesa, le pregunto el motivo por el que la mayoría de ecuatorianos no se han interesado en conocer sobre sus orígenes y me responde: “Creo que últimamente hubo una corriente de minusvalorar el pasado y de querer arrancar hacia adelante solo desde el presente. Ese es un gran error. El pasado que nos da la identidad a los ecuatorianos es el aborigen, mucho más que el pasado incaico o el hispánico. De tal manera que tenemos que resembrar en el alma de los ecuatorianos la valoración de nuestra historia. Con esa intención creamos el museo, para rendir homenaje a los pueblos aborígenes. Cuando todo el mundo solo veía los quinientos años de resistencia, nosotros nos empeñamos en ver algo más: quince mil años de existencia con aportes culturales. Nos falta sincerarnos con el pasado. Lamentablemente, hemos vivido épocas de excesivos enfrentamientos, en las que los hispanistas no valoraban lo indígena, y en la que los indígenas minaron el valor de trescientos años de cultura hispánica”.

Al preguntarle qué planes tiene luego de que la pandemia forzó, a él y a su esposa, a mantener cerrado el museo, acota: “Hemos pensado en seguir así hasta enero, esperando a ver si se reabre el turismo y los estudiantes regresan a clases presenciales, pues antes nos visitaban de muchas escuelas y colegios. Pero estos no han sido meses de ociosidad (ríe). Hemos concebido la creación de un museo virtual. Y aunque no acostumbro hacerlo, sí debo citar a Felipe Serrano que tomó alrededor de mil fotos de las piezas arqueológicas, que van a servir para elaborar la historia más completa de arqueología ecuatoriana al año 2020”.
Al despedirnos, abre el libro de visitas en el que está registrada una gran cantidad de firmas y frases de varias partes del mundo, y me dice con asombro y un dejo de decepción: “Me llama la atención que los ecuatorianos no valoren mucho las culturas aborígenes, y menos todavía los cuencanos. De hecho, he preguntado a personas, consideradas cultas, si conocen el Museo de las Culturas Aborígenes, y generalmente se han excusado diciendo que no lo conocen, pero que ya han de venir a conocer. No hay nada que hacer, nos falta mucho interés”.
Al salir a la tarde aún soleada, pienso en los vestigios que quedan atrás. Las respuestas que nuestros aborígenes tuvieron ante sus necesidades personales, colectivas y de índole cotidiana, viven impregnadas en cada rincón y pared del museo, donde se respiran quince mil años de vivencias y costumbres de varias zonas del país. Y respirar así valdrá la pena, siempre.