Wes Anderson es uno de esos cineastas cuya obra se reconoce a simple vista. Sus encuadres, la forma en que maneja la luz y hasta los colores que utiliza son casi una marca registrada. Por eso, quizás, tanta gente trata de imitarlo, pero la obra original es imposible de replicar.
Existen varios tutoriales con los que puedes aprender cómo hacer para que tus fotos, es decir, las que decides publicar en redes, parezcan salidas de una película de Wes Anderson.
Un método exprés es el siguiente: acentúa las sombras y baja la intensidad de las luces; aumenta la presencia de los amarillos, rojos, naranjas, y quítale fuerza a los verdes y a los azules; añade viñeta y grano para darle atmósfera de película.
Y ya, listo. Al director le tomó más de veinte años construir y perfeccionar su estética, pero para el resto del mundo será cosa de diez o quince minutos.
Finalmente ocurrió lo que más bien estaba tardando en ocurrir: la cromática de Wes Anderson como sociología visual aplicada.
Como parte de su fanaticada lo considera sagrado y por lo mismo intocable, hay quienes se quejan y dan la pelea para que su visión del arte no se convierta en una especie de filtro o aplicación de uso indiscriminado.
Algo exagerado si nos ponemos a pensar.
Primero, por lo mucho que le robó el cine a la plástica; se le robó los encuadres y la luz, por ejemplo.
Segundo, e ingenuo, hacernos como si en realidad fuese para tanto, no lo es, nada es para tanto.
La tragedia, supongo, sería que de un día para el otro se estrenen cientos de películas iguales a las de Wes Anderson que no hayan sido escritas ni dirigidas por él.
Sería trágico no porque su forma de hacer cine se vuelva cuestión de formato, sino porque ese formato, meramente superficial, dejaría por fuera lo más importante: la identidad.
Wes Anderson en Netflix
Netflix acaba de estrenar cuatro cortometrajes de Wes Anderson, todos basados en historias del británico Roald Dahl, autor de cuentos infantiles.
No es la primera vez que la plataforma programa contenido fuera de películas y series, tampoco la primera vez que el director lanza cortometrajes, pero se trata de un evento especial.
Y Wes Anderson ha escogido una manera particular de hacerlo: los personajes, más que hablar o interactuar entre ellos, miran directo a cámara y cuentan el cuento mientras va sucediendo, en tiempo real.
Esto produce un tipo de efecto especial que nos involucra de entrada con cada historia, como si fuésemos los únicos que pudieran ver estos cortos, como si nos los estuvieran contando solamente a nosotros. A ratos, incluso, uno siente que debe apagar las luces, arroparse y ver la televisión justo antes de dormir, en camino a la fantasía.
Quizás porque todo lo que hace este director tiene algo de relato, las adaptaciones que ha decidido producir tienen a su vez mucho de apropiación.
No es que Wes Anderson haga suyas, por completo, las historias de Roald Dahl, es que su estilo ha terminado pesando tanto con los años que, haga lo que haga, Anderson no logra escapar de sí mismo.
Mucho mejor así, que un cineasta mire hacia dentro y proyecte hacia afuera, que su forma de ver el mundo se convierta en una categoría para sus propias películas. Podrán subir y bajar la intensidad a los colores que quieran, jugar con las sombras y hasta vestirse y peinarse como los personajes de Wes Anderson, pero aún así estarán muy lejos de comprender los motivos de la estética.